Название | La conquista de la actualidad |
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Автор произведения | Steven Johnson |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789506419776 |
Dos jóvenes observan a dos vendedores de hielo realizando una entrega en una acera de Harlem, 1936.
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Al avanzar el siglo, se produjo un desequilibrio entre la oferta y la demanda entre las ciudades más hambrientas del noreste y el ganado del Medio Oeste. A medida que la inmigración comenzó a impulsar un crecimiento en la población de Nueva York, Filadelfia y otros centros urbanos, en las décadas de 1840 y 1850, el suministro de carne vacuna local no podía satisfacer la creciente demanda en estas ciudades. Mientras tanto, la conquista de las Grandes Llanuras había permitido criar grandes manadas de ganado, sin una población humana correspondiente para alimentar. Era posible enviar el ganado vivo por tren hacia los estados del este, para que fuera sacrificado localmente, pero transportar las vacas era muy costoso y, con frecuencia, los animales llegaban desnutridos o se lastimaban en el trayecto. Al momento de su llegada a Nueva York o a Boston, más de la mitad del ganado no podía comerse.
Finalmente, el hielo otorgó una solución a este problema. En 1868, el magnate de los cerdos, Benjamin Hutchinson, construyó una nueva planta empaquetadora con “cámaras frigoríficas con hielo natural que les permitían empacar los cerdos todo el año, una de las principales innovaciones de la industria”, de acuerdo con Donald Miller, en su historia del siglo xix en Chicago, City of the Century. Era el comienzo de una revolución que no solo transformaría a Chicago, sino a todo el panorama del centro del país. En los años posteriores al incendio de 1871, las cámaras frigoríficas inspirarían a otros emprendedores a integrar instalaciones enfriadas con hielo en el comercio de productos cárnicos. Algunos comenzaron a transportar carne vacuna hacia el este en vagones abiertos durante el invierno, confiando en que la temperatura ambiente ayudaría a mantenerla en buen estado. En 1878, Gustavus Franklin Swift contrató a un ingeniero para diseñar un vagón frigorífico avanzado con el objetivo de transportar carne vacuna hacia la costa este durante todo el año. Se colocó el hielo en contenedores sobre la carne y, en las distintas paradas a lo largo de la ruta, los trabajadores podían colocar nuevos bloques de hielo desde arriba, sin necesidad de tocar la carne que se encontraba debajo. “Esta aplicación de la física elemental transformó el antiguo comercio de la matanza de ganado de un asunto local a uno internacional, dado que los vagones frigoríficos abrieron el paso a los buques frigoríficos, que transportaron el ganado de Chicago hacia los cuatro continentes”, escribió Miller. El éxito de este comercio global transformó el paisaje natural de las llanuras estadounidenses en formas que aún pueden observarse en la actualidad: las amplias y brillantes praderas fueron reemplazadas por unidades de engorde industriales y crearon –en palabras de Miller– “un sistema [alimentario] local-nacional que fue la fuerza medioambiental más poderosa para transformar el paisaje de los Estados Unidos desde que comenzaron a retirarse los glaciares de la Era de Hielo”.
Los corrales de Chicago que surgieron en las últimas dos décadas del siglo xix eran, de acuerdo con Upton Sinclair, “el mayor conglomerado de trabajo y capital alguna vez reunido en un único lugar”. En un año promedio, se mataban catorce millones de animales. En muchos sentidos, la compleja comida industrial despreciada por muchos defensores de la “comida lenta” en la modernidad comenzó con los corrales de Chicago y la red de transporte refrigerada con hielo que se extendió desde estos lúgubres mataderos y unidades de engorde. Los progresistas como Upton Sinclair pintaron a Chicago como una suerte de Infierno de Dante de la industrialización, pero la mayoría de la tecnología empleada en los corrales, de hecho, hubiera sido fácilmente reconocible para un carnicero del Medioevo. La forma de tecnología más avanzada en toda la cadena era el vagón frigorífico. Theodore Dreiser estaba en lo cierto cuando describió la línea de corrales como “un sendero en bajada hacia la muerte, la disección y el refrigerador”.
La historia convencional de Chicago cuenta que esto fue posible gracias a la invención del ferrocarril y a la construcción del canal de Erie. Pero esto es solo parte de lo que sucedió. El crecimiento desenfrenado de Chicago nunca hubiera sido posible sin las peculiares propiedades químicas del agua: su capacidad de almacenar y liberar lentamente el frío con una mínima intervención del hombre. Si las propiedades químicas del agua líquida hubieran sido diferentes, la vida en la Tierra habría tomado una forma radicalmente distinta (o, lo que es más probable, nunca hubiera evolucionado). Pero si el agua no hubiera tenido la peculiar capacidad de congelarse, la trayectoria de los Estados Unidos en el siglo xix sin dudas también habría sido muy diferente. Es posible enviar especias alrededor del mundo sin necesidad de refrigeración, pero no hubiera sido posible enviar carne vacuna. El hielo abrió la puerta a una nueva red de comidas. Pensamos en Chicago como una ciudad de hombros anchos, empresas ferroviarias y mataderos. Pero también podríamos decir que fue construida sobre los enlaces tetraédricos del hidrógeno.
Si ampliamos nuestro marco de referencia y analizamos el comercio del hielo en el contexto de la historia tecnológica, veremos que existe algo desconcertante, casi anacrónico, respecto de la innovación de Tudor. Esto se produjo a mediados del siglo xix, una época en que las fábricas funcionaban con carbón y en que las vías férreas y los cables del telégrafo conectaban a las grandes ciudades. Sin embargo, la última tecnología frigorífica estaba completamente basada en la obtención de trozos de agua congelada de un lago. Los hombres ya habían estado experimentando con la tecnología del calor, por lo menos durante cien mil años, desde el dominio del fuego –que fue quizá el primer invento del Homo sapiens–. Pero el lado opuesto del espectro térmico presentaba un panorama mucho más desafiante. Un siglo después de la Revolución Industrial, el frío artificial aún era una fantasía.
Pero la demanda comercial de hielo –los millones de dólares que iban desde los trópicos hacia los barones del hielo de Nueva Inglaterra– envió una señal alrededor del mundo para demostrar que podía obtenerse dinero del hielo, lo que inevitablemente llevó a algunas de las mentes más brillantes de la época a buscar cuál sería el próximo paso lógico en cuanto al frío artificial. Podríamos suponer que el éxito de Tudor inspiraría a una nueva generación de inventores y emprendedores igualmente mercenarios para revolucionar la refrigeración hecha por el hombre. Sin embargo, aunque en la actualidad celebramos ampliamente la cultura de las nuevas empresas en el mundo tecnológico, los inventos esenciales no siempre se obtienen de la investigación en el sector privado. Las nuevas ideas no siempre son motivadas –como la invención de Tudor– por “fortunas mucho más grandes de las que alguien podría imaginar”. El arte de la invención humana tiene más de una musa inspiradora. Mientras el comercio del hielo comenzó con el sueño de riquezas infinitas, la historia del frío artificial surgió a partir de una necesidad más urgente y humanitaria: un médico que intentaba mantener con vida a sus pacientes.
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