Название | Ternura, la revolución pendiente |
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Автор произведения | Harold Segura |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417620721 |
Cómo la ternura con la que se describe a Dios tiene tantos rasgos como intensidades, los cuales nos develan a un Dios distinto a la lectura tradicional, que nos exhibe a un Dios castigador, incluso vengativo.
Pero, además del término hesed, y sin desconocer la profundidad del significado de este para la ternura veterotestamentaria, rahûm es el más análogo al término latino de ternura. Roccheta, con fino estilo explica que este término bíblico se deriva de la raíz hebrea rḥm y remite a un sentimiento localizado en la parte más profunda de la persona y de su cuerpo, las interioridades, sus vísceras (raḥamîm, plural de intensidad), el vientre materno (reḥem), y corresponde por tanto a una vivencia de fuerte participación afectiva, que no se limita a observar desde lejos el objeto al que se dirige, sino que lo experimenta en primera persona, con cariño, como en el caso de una madre que se conmueve por el hijo que ha dado a luz (1 Reyes 3.26). Por consiguiente, el verbo rāḥam significa sentir piedad y benevolencia por una persona que se encuentra necesitada; una emoción interior que se traduce en gestos concretos de bondad y solicitud. Los gestos surgen como expresión visible de un amor intenso y de una viva com-pasión que roza en sus raíces la profundidad del que lo realiza (Rocchetta, 2001m p. 106).
En este caso, y a diferencia de hesed, este término se emplea en la mayoría de las veces para referirse a Dios, y en relación con los pactos o alianzas de amor que ha hecho con su pueblo. Este es el caso de Isaías 54.10: «Aunque se muevan las montañas y se vengan abajo las colinas, mi cariño (hesed) por ti no menguará, mi alianza de paz se mantendrá dice el Señor, que te quiere (meraḥamek)». Este versículo es afín a otro en el que Dios se presenta con la ternura de una madre que amamanta y protege a su hijo consentido, al que ama y nunca olvida: «Pero Sion dijo: “El Señor me dejó vacía, mi Dios se olvidó de mí”. ¿Se olvida una madre del bebé que amamanta? ¿No tiene compasión del hijo que dio a luz?» (Isaías 49.14-15 PDT). La palabra rakjám, que en español se traduce con el sustantivo compasión equivale a mimar, acariciar, compadecerse, ser clemente o misericordioso. Es la ternura que se expresa por medio de gestos concretos, no abstractos ni retóricos, como una expresión gratuita y libre del amor.
En las implicaciones que tienen toda las formas de comunicación en la iglesia, para reemplazar esas imágenes tradicionales acerca de Dios que esconden la dimensión de la ternura; esa que leemos en los textos veterotestamentarios.
Así como en unos casos la ternura del Señor es como la de una madre, en otros se asemeja a la de un padre: Como un padre quiere a sus hijos, el Señor quiere a sus fieles. (Salmos 103.13). Es una ternura inmensa, como la describe otro salmo: Señor, tu misericordia es inmensa, dame vida según tu justicia. (Salmos 119.156). Esta ternura que nos enseña el Primer Testamento devela un rostro de Dios pocas veces acentuado por las teologías tradicionales. Estas, anquilosadas por sus enciclopédicas especulaciones metafísicas, nos acostumbraron a ver el rostro de Dios como enjuiciador y justiciero. Esas teologías fabricaron una equivalencia equivocada entre la grandeza de Dios y la aspereza de su rostro. Como si ser grande significara ser distante e implacable.
El teólogo español Olegario González de Cardenal afirma con sobrada razón que el «Dios de la ternura es probablemente una de las designaciones que revelan mejor la relación de Dios con el hombre, por ser éste fruto exclusivo de su amor, destinatario permanente de su amor y objeto perenne de su espera en amor». Y se atreve a considerar que en Occidente ha quedado en penumbra esta perspectiva, al traducir rahamim por misericordia y compasión. Mientras que rahamim con que Dios mira a todas sus criaturas se dirige ante todo a su realidad como fruto de creación y gloria de su existencia, la misericordia y compasión en cambio presuponen algo negativo que superar, algún pecado que perdonar o algún desamparo que aliviar. La mirada de Dios se dirige ante todo, al ser que él ha creado, con el impulso con que las entrañas orientan hacia el fruto que es el hijo (González, 2001, p. 53).
A renglón seguido, González de Cardenal llama la atención al hecho de que fueron los filósofos —y no los teólogos— quienes reivindicaron el rostro tierno de Dios. Así lo hizo en su momento Gottfried Leibniz (1646-1716), también Alfred North Whitehead (1861-1947), y recientemente Gianni Vattimo y John Caputto.
Pero sigamos con el Primer Testamento. A la ternura maternal y paternal del Señor se suma la metáfora de Dios como un esposo embelesado que, ante las reiteradas decepciones que le ocasiona su amada, ya sea por infidelidad o desamor, él, en lugar de sumirse en el despecho, decide salir tras ella y buscarla hasta reconquistar su amor. ¡Qué maravillosa ternura la de este esposo cuyo amor se muestra terco y resiliente! El Dios de aquellos relatos no tiene vergüenza en demostrar su enamoramiento y de reconocer que el rostro de su amada ha cautivado su corazón (Salmos 45.13). En el libro del profeta Jeremías, este amante añora con nostalgia los días en los que ella lo amaba: Esto dice el Señor: Recuerdo el cariño de tu juventud, el amor que me tenías de prometida: seguías mis pasos por el desierto, por tierra donde nadie siembra. (Jeremías 2.2); no desconoce la gravedad de la infidelidad, ni el descaro con el que ella (Israel) quiere regresar a él: Y tú, que te has prostituido con tantos y tantos amantes, ¿vas ahora a volver a mí? (3.1), pero, aun así, decide recibir a la infiel y pagarle su falta con amor entrañable y tierno: «Vuelve, Israel, apóstata —oráculo del Señor—, que no les frunciré el ceño, porque yo soy bondadoso —oráculo del Señor— y no guardo rencor por siempre» (3.12).
Cómo Dios nos seduce y nos invita a experimentar su ternura para con la humanidad. No se trata solo de compasión, sino también de un deseo apasionado de vincularse a nosotros mediante la ternura.
En el libro del profeta Ezequiel se repite la escena. Ella (Israel) se prostituye sin vergüenza alguna y él sabe de su desfachatez: «Pero, pagada de tu belleza y aprovechando tu fama, te prostituiste y prodigaste tus encantos de prostituta con todo el que pasaba, quienquiera que fuese. Tomaste algunos de tus vestidos y te hiciste tiendas de colores para instalarlas en los santuarios de los altos, y te prostituiste en ellas» (Ezequiel 16.15-16). Entre las infieles, esta las supera a todas: «Te ha ocurrido lo contrario que a las demás mujeres pues, como nadie ha ido tras de de ti solicitándote, has sido tú la que ha pagado en lugar de recibir lo convenido. ¡Justo al revés!» (Ezequiel 16.34). Pero, en esta historia de tristezas y cinismos acontece la ternura de Dios, esta vez por medio del perdón que restablece la relación y hace posible que renazca el amor. Aunque ella ha sido infiel, él no ha renunciado a su fidelidad: «Establaceré mi alianza contigo y tendrás que reconocer que yo soy el Señor» (Ezequiel 16.62). Él es el amante tierno que la lleva por siempre grabada en sus manos (Isaías 49.16).
Quizá el caso más expresivo de la metáfora del Dios que ama con la ternura de esposo abandonado es el que se presenta en el libro de Oseas. Allí tampoco existe la reciprocidad del amor (Oseas 2.2), no obstante, el esposo sale en búsqueda de quien lo ha traicionado:
Pero he aquí que voy a seducirla: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Le devolveré sus viñas y haré del valle de Acor una puerta de esperanza; y ella me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que salió de Egipto. Y ese día —oráculo del Señor— me llamarás «marido mío» y nunca más «baal mío». Quitaré de su boca los nombres de los baales y no los recordará más (Oseas 2.16-19).
En Oseas, se alcanza una de las cumbres bíblicas acerca de la ternura cuando expresa en boca de Dios: «Mi corazón está conturbado y mis entrañas se conmueven» (Oseas 11.8), versículo que Luis Alonso Schökel traduce con mayor vivacidad, así: «Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas» (Schökel, 2008:09).
Movido por ese amor que le «da un vuelco el corazón», el Dios amante promete un nuevo matrimonio. Este anuncio de que va a «empezar de nuevo» forma parte del lenguaje esperanzador de los profetas. Ellos saben