Novelas completas. Jane Austen

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Название Novelas completas
Автор произведения Jane Austen
Жанр Языкознание
Серия Colección Oro
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418211188



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está siendo justa conmigo. Sé en verdad que el coronel Brandon no es tan viejo como para que sus amigos tengan miedo de perderlo por causas naturales. Puede vivir veinte años más. Pero treinta y cinco años no tienen nada que ver con el matrimonio.

      —Quizá —dijo Elinor—, sea mejor que una persona de treinta y cinco y otra de diecisiete no tengan nada que ver con un matrimonio entre sí. Pero si por azar llegara a tratarse de una mujer soltera a los veintisiete, no creo que el hecho de que el coronel Brandon tenga treinta y cinco le despertaría ningún pero a que se casara con ella.

      —Una mujer de veintisiete —dijo Marianne, tras un breve silencio— jamás podría esperar sentir o inspirar afecto otra vez; y si su hogar no es confortable, o su fortuna no es grande, supongo que podría ensayar conformarse con desempeñar el oficio de institutriz, para así conseguir la seguridad con que cuenta una esposa. Por tanto, si el coronel se casara con una mujer en esa condición, no habría nada disparatado. Sería un pacto de conveniencia y el mundo lo daría por bueno. A mis ojos no sería en absoluto un matrimonio, Pero eso no importa. A mí me parecería solo un intercambio comercial, en que cada uno querría beneficiarse a costa del otro.

      —Sé —dijo Elinor— que sería imposible hacerte entrar en razón de que una mujer de veintisiete pueda sentir por un hombre de treinta y cinco algo que ni tan solo se acerque a ese amor que lo transformaría en un compañero deseable para ella. Pero debo objetar que condenes al coronel Brandon y a su esposa a la perpetua enclaustración en una alcoba de enfermo, por la simple razón de que ayer (un día muy frío y húmedo) él llegó a quejarse de una débil sensación reumática en uno de sus hombros.

      —Pero él sugirió camisetas de franela —dijo Marianne—; y para mí, una camiseta de franela está invariablemente unida a dolores, calambres, reumatismo, y todos los males que pueden mortificar a los ancianos y débiles.

      —Si tan solo hubiera estado aquejado de una fiebre violenta, no lo habrías despreciado tanto. Confiesa, Marianne, ¿no sientes que hay algo atractivo en las mejillas encendidas, ojos hundidos y pulso acelerado de la fiebre?

      Poco después, cuando Elinor hubo abandonado la habitación, dijo Marianne:

      —Mamá, tengo una preocupación en este tema de las enfermedades que no puedo esconderte. Estoy segura de que Edward Ferrars está enfermo. Ya llevamos acá cerca de quince días y todavía no ha aparecido. Tan solo una verdadera indisposición podría ocasionar este extraordinario retraso. ¿Qué otra cosa puede detenerlo en Norland?

      —¿Tú pensabas que él vendría enseguida? —dijo la señora Dashwood—. Yo no. Al contrario, si me he llegado a sentir ansiosa en cuanto a ello, ha sido al recordar que a veces él mostraba una cierta falta de emoción ante mi invitación y poca disposición a aceptar cuando le mencionaba su venida a Barton. ¿Es que Elinor lo espera ya?

      —Jamás se lo he sacado a relucir a ella, pero ciertamente tiene que estar aguardándolo.

      —Pienso que te equivocas, porque cuando ayer le hablaba de conseguir una nueva rejilla para la chimenea del dormitorio de alojados, señaló que no había ninguna prisa, como si la habitación no fuera a ser ocupada durante mucho tiempo.

      —¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué puede significar? ¡Pero todo en la manera en que se han tratado entre ellos ha sido inaudito! ¡Cuán frío, cuán formal fue su último adiós! ¡Qué poco animada su conversación la última tarde que estuvieron juntos! Al despedirse, Edward no hizo ninguna distinción entre Elinor y yo: para ambas tuvo los buenos deseos de un hermano afectuoso. Dos veces los dejé solos a propósito la última mañana, y cada vez él, de la forma más incomprensible, me siguió fuera de la habitación. Y Elinor, al dejar Norland y a Edward, no lloró como yo lo hice. Incluso ahora su autocontrol es invariable. ¿Cuándo se siente deprimida o melancólica? ¿Cuándo intenta evitar la compañía de otros, o parece nerviosa e insatisfecha con ella misma?

      Capítulo IX

      Las Dashwood estaban instaladas ahora en Barton bastante confortables. La casa y el jardín, con todos los objetos que los rodeaban, ya les eran cotidianos; poco a poco retomaban las ocupaciones cotidianas que habían dado la mitad de su encanto a Norland, pero esta vez con mucho mayor placer que el que allí habían logrado desde el fallecimiento de su padre. Sir John Middleton, que las visitó diariamente durante los primeros quince días y que no estaba acostumbrado a ver demasiados trabajos en su hogar, no podía ocultar su asombro por encontrarlas siempre ocupadas.

      Sus, visitantes, salvo los de Barton Park, no eran muchos. A pesar de los constantes ruegos de sir John para que se integraran más al vecindario y de haberles asegurado constantemente que su carruaje estaba siempre a su disposición, la independencia de espíritu de la señora Dashwood venció su deseo de vida social para sus hijas; y con gran empeño declinó visitar a ninguna familia cuya casa quedara a mayor distancia que la que se podía alcanzar caminando. Había pocas que cumplieran tal condición, y no todas ellas eran asequibles. Aproximadamente a milla y media de la cabaña, junto al angosto y sinuoso valle de Allenham, que nacía del de Barton, tal como ya se ha expuesto, en una de sus primeras caminatas las muchachas habían descubierto una mansión de aire respetable que, al recordarles un poco a Norland, despertó interés en sus fantasías y las hizo desear conocerla más. Pero a sus preguntas les contestaron que su propietaria, una dama anciana muy amable, por desgracia estaba demasiado débil para compartir con el resto de los mortales y jamás se alejaba de su mansión.

      Por lo general, las cercanías abundaban en hermosas vistas. Los altos cerros, que las invitaban desde casi todas las ventanas de la cabaña a buscar en sus cumbres el sanísimo placer del aire puro, eran una deseada alternativa cuando el polvo de los valles de abajo ocultaba sus más altos encantos; y hacia una de esas colinas dirigieron sus pasos Marianne y Margaret una memorable mañana, atraídas por el poco sol que asomaba en un cielo chubascoso e incapaces de soportar más el encierro al que las había obligado la continua lluvia de los dos días anteriores. El clima no era tan tentador como para arrancar a las otras dos de sus lápices y libros, a pesar de la declaración de Marianne de que el buen tiempo se mantendría y que hasta la última de las nubes amenazadoras se alejaría de los cerros. Y juntas partieron las dos muchachas.

      Contentas ascendieron las lomas, alegrándose de su propia clarividencia cada vez que vislumbraban un trozo de cielo azul; y cuando recibieron en sus rostros las vivificantes ráfagas de un penetrante viento del suroeste, lamentaron los miedos que habían impedido a su madre y a Elinor la posibilidad de compartir tan maravillosas sensaciones.

      —¿Existe en el mundo —dijo Marianne— una felicidad comparable a esta? Margaret, caminaremos aquí al menos dos horas.

      Margaret estuvo de acuerdo, y reanudaron su camino contra el viento, resistiéndolo con alegres carcajadas durante casi veinte minutos más, cuando de pronto las nubes se unieron por sobre sus cabezas y una intensa lluvia les empapó los rostros. Apenadas y perplejas, se vieron obligadas, aunque a desgana, a devolverse, porque ningún refugio había más cercano que su casa. Sin embargo, les quedaba un alivio, al que pudieron recurrir en ese instante puesto que la necesidad les dio más decoro del que habitualmente tendrían: y este fue bajar corriendo tan deprisa como podían por la falda de la colina que conducía directamente al portón de su jardín.

      Se pusieron en marcha. Marianne tomó ventaja al comienzo, pero un paso en falso la hizo caer de repente a tierra; y Margaret, no pudiendo detenerse para auxiliarla, involuntariamente siguió de largo a toda prisa y llegó abajo sin problemas.

      Un caballero que cargaba una escopeta, con dos perros pointer que jugaban a su alrededor, se encontraba subiendo la colina y a pocas yardas de Marianne cuando sucedió el accidente. Dejó su arma y corrió en su ayuda. Ella se había puesto en pie, pero habiéndose torcido un tobillo al caer, casi no podía sostenerse en pie. El caballero le ofreció sus servicios, y advirtiendo que su modestia la hacía rehusar lo que su situación hacía necesario, la levantó en sus brazos sin más dilación y la llevó cerro abajo. Después, cruzando el jardín cuya puerta Margaret había dejado abierta, la cargó directamente al interior de la casa, adonde Margaret acababa de llegar, y no dejó de sostenerla hasta acomodarla en una silla de la salita.

      Elinor