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de hombros.

      ―Leer de vez en cuando a Agatha no tiene nada de malo. Se le da muy bien contar historias.

      ―¿Pero sus libros no están enfocados a mujeres de mediana edad?

      ―¿Por qué no lees uno y me cuentas? ―le repuso Daniel con descaro.

      Emily lo golpeó con uno de los cojines.

      ―Cómo te atreves. ¡Tener treinta y cinco años no es ser de mediana edad!

      Se rieron mientras Daniel forcejeaba con Emily hasta tumbarla en el sofá, haciéndole cosquillas sin misericordia y consiguiendo que Emily chillase y lo golpease con los puños. Ambos cayeron agotados en una amalgama de extremidades mientras las risitas de Emily iban apagándose. Jadeó, recuperando el aliento y rodeando a Daniel con los brazos antes de pasarle los dedos por el pelo. La actitud juguetona de los dos desapareció, volviéndose más seria.

      Daniel se apartó para mirarla a la cara.

      ―Eres preciosa, sabes ―dijo―. No estoy seguro de si te lo digo lo suficiente.

      Emily podía leer entre líneas. Daniel se refería a lo que había pasado antes, al hecho de que no le había respondido que la amaba, y ahora estaba intentando arreglarlo haciéndole cumplidos. No era lo mismo, pero se alegró de oírlo de todos modos.

      ―Gracias ―musitó―. Tú tampoco estás nada mal.

      Daniel sonrió con suficiencia, dedicándole aquella sonrisa torcida que Emily tanto apreciaba.

      ―Me alegro tanto de haberte conocido ―continuó Daniel―. Mi vida resulta casi incomprensible en comparación con la que llevaba antes de ti. Le has dado la vuelta a todo.

      ―Espero que eso sea en el buen sentido.

      ―En el mejor de los sentidos ―la tranquilizó Daniel.

      Emily notó cómo se le sonrojaban las mejillas. A pesar de lo mucho que disfrutaba oír decir a Daniel aquellas palabras seguía sintiéndose algo tímida, y todavía dudaba un poco de cómo encajaban y de lo mucho que podía permitirse acercarse a él considerando lo mucho que pendía en el aire todo lo relacionado con el hostal.

      A Daniel pareció costarle pronunciar lo siguiente que quería decir. Emily lo observó con paciencia, animándolo con una mirada.

      ―No sé qué haría si te fueras ―dijo al fin―. No, sí que lo sé. Conduciría hasta Nueva York para volver a estar contigo. ―La cogió de la mano―. Lo que intento decir es que te quedes conmigo. ¿Vale? Sea donde sea, haz que sea conmigo.

      Sus palabras emocionaron a Emily profundamente. Estaban cargadas de tanta sinceridad, de tanta ternura. No era amor lo que comunicaban, sino otra cosa, algo parecido o al mismo significativo. Era un deseo de estar con ella sin importar lo que ocurriese con el hostal. Daniel estaba haciendo desaparecer la cuenta atrás y diciendo que no le importaba si Emily no conseguía que el negocio despegase para el cuatro de julio. Él seguiría con ella.

      ―Lo haré ―contestó, mirándolo con adoración―. Podemos seguir juntos sin importar lo que pase.

      Daniel se inclinó y la besó con fuerza. Emily sintió cómo su cuerpo se caldeaba en respuesta a él y el calor entre ellos se intensificó. Entonces Daniel se puso en pie y le tendió la mano, y Emily se mordió el labio antes de aceptarla, siguiéndolo con una ansiosa anticipación mientras la llevaba hacia el dormitorio.

      CAPÍTULO SIETE

      Aquella cita había sido exactamente lo que necesitaban tanto Emily como Daniel. A veces los dos se veían completamente engullidos por el trabajo en el hostal que resultaba fácil dejar escapar aquellas cosas, así que a ninguno les sorprendió cuando no se despertaron con la alarma de las ocho de sus despertadores. Emily en concreto tenía mucho sueño que recuperar.

      Cuando por fin se despertaron a las nueve, una hora que ahora les parecía absurdamente tardía, decidieron que lo mejor sería disfrutar de un rato más en la cama, especialmente teniendo en cuenta lo bien que se lo habían pasado la noche anterior entre las sábanas.

      Acabaron levantándose alrededor de las diez, e incluso entonces se regalaron un largo y relajado desayuno antes de admitir por fin que tenían que volver a la casa para continuar trabajando en las habitaciones nuevas.

      ―Ey, mira ―dijo Daniel mientras cerraba la puerta de la casa cochera y echaba la llave cuando salieron―. Hay un coche en la entrada.

      ―¿Otro huésped? ―preguntó Emily.

      Echaron a andar juntos y cogidos de la mano por el camino de grava. Emily echó un vistazo a la casa y distinguió a una mujer de cabello negro brillante de pie en el porche, rodeada de varias maletas y llamando una y otra vez al timbre.

      ―Creo que tienes razón ―dijo Daniel.

      Emily jadeó, comprendiendo de repente quién era.

      ―¡Oh, no, me he olvidado de Jayne! ―exclamó. Se miró el reloj; eran las once. Jayne había dicho que llegaría a las diez. Esperaba que su pobre amiga no llevase allí de pie una hora llamando al timbre.

      ―¡Jayne! ―la llamó, corriendo por el camino―. ¡Lo siento muchísimo! ¡Estoy aquí!

      Jayne se dio la vuelta al oír su nombre.

      ―¡Em! ―gritó, saludándola con la mano. Entonces vio a Daniel acercándose unos pasos más atrás y arqueó las cejas como diciendo: «¿Y ése quién es?».

      Emily la alcanzó y las dos mujeres se abrazaron.

      ―¿Llevas aquí de pie una hora? ―preguntó Emily, preocupada.

      ―Oh, venga ya, Emily. ¿Acaso no me conoces? Claro que no he llegado a tiempo; ¡he llegado como cuarenta y cinco minutos tarde!

      ―Aun así ―se disculpó Emily―. Quince minutos es mucho tiempo para pasarlos de pie en un porche.

      Jayne dio una pequeña patada sobre el suelo de madera con el tacón de la bota.

      ―Es un porche sólido y recio. Ha hecho un buen trabajo.

      Emily se rió, y en aquel momento Daniel las alcanzó a ambas.

      ―Jayne, éste es Daniel ―se apresuró Emily, a sabiendas de que no le quedaba más elección que presentarlos.

      Daniel le dio la mano con cortesía a Jayne aun cuando ésta lo miraba como si fuera un buen corte de carne.

      ―Un placer conocerte ―la saludó―. Emily me ha hablado mucho de ti.

      ―¿Ah, sí? ―preguntó Jayne, arqueando todavía más las cejas―. Porque a ti no te ha mencionado. Eres un secreto muy bien guardado, Daniel.

      Emily no pudo evitar sonrojarse; Jayne no era una persona dada a las sutilezas, ni tampoco a mantener la boca cerrada cuando tendría que hacerlo. Esperó que Daniel no buscase un significado oculto a sus palabras ni llegase a conclusiones erróneas.

      ―¿Quieres que te ayude con las maletas? ―se ofreció éste.

      ―Sí, por favor ―contestó Jayne.

      En cuanto Daniel se inclinó para recoger los bultos, Jayne estiró el cuello para verle mejor el culo. Cruzó una mirada con Emily y asintió con aprobación. Emily hizo una mueca.

      ―Deja que me ocupe de eso ―se apresuró a decir, apartando a Daniel y recogiendo las maletas―. ¡Guau, Jayne, esto pesa! ¿Qué has metido dentro?

      ―Oh, ya sabes ―dijo su amiga―. Dos conjuntos por día, uno para las horas de sol y otro para la noche, además de algo más formal, por si acaso. Y lencería, por supuesto. Mascarillas faciales e hidratantes, la bolsa del maquillaje y las brochas, la laca de uñas, la plancha para el pelo, el rizador…

      ―¿De verdad necesitas traer tanto la plancha como el rizador?