Название | Filósofos de paseo |
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Автор произведения | Ramón del Castillo |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417866969 |
20 Aurora, aforismo 382, Madrid, Edaf, 1996, 2005.
21 Ibíd., aforismo 560.
22 Sloterdijk habla de jardines e invernaderos en la sección “Islas atmosféricas”, en Esferas III. Espumas. Esferología plural (Madrid, Siruela, 2006), pero es llamativo que no los mencione en su interesantísimo libro Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica (Valencia, Pre-Textos, 2012), dado que los jardines han sido metáforas y espacios de los procesos de autoformación de los que habla.
23 Aurora, op. cit., aforismo 435.
24 “Et in Arcadia ego”, aforismo 295 de El caminante y su sombra. En este pasaje, después de hacer su propia y pintoresca descripción de un paisaje de colinas con pinos y abetos, lagos, hierba y flores, rebaños y pastoras, y vaquitas al fondo… llega a comparar el modo de evocar el sentido del mundo de Poussin ¡con el de Epicuro!, lo cual muestra todo lo que se mezclaba en su cabeza. Recuérdese que el pintor que Génova le trae a la memoria es, como hemos dicho, Claude Lorrain, un discípulo de Poussin. Como señala Shapiro, el título del aforismo también evoca un epígrafe del Viaje a Italia de Goethe.
25 Aurora, op. cit., aforismo 383.
26 Ibíd., aforismo 174. Esta resistencia a la compasión incluye la que siente uno mismo ante los espacios de su infancia, y la que se permite toda una cultura cuando cree que evocar su pasado la dignifica. En el 277, titulado “Felicidad y cultura” de Humano, demasiado humano, dice: “La contemplación de los escenarios de nuestra infancia nos estremece: la glorieta, la iglesia con las tumbas, el estanque y el bosque, la vista de todo esto siempre nos hace sufrir. La compasión de nosotros mismos nos sobrecoge, ¡pues hemos sufrido tanto desde entonces! Y aquí todo sigue subsistiendo tan quieto, tan eterno: solo nosotros estamos tan cambiados, tan conmovidos; incluso volvemos a encontrar a algunas personas en las que el tiempo no ha hecho más mella que en una encina: campesinos, pescadores, habitantes del bosque, son los mismos. Estremecimiento, autocompasión ante la cultura inferior son signos de cultura superior; de donde resulta que esta en ningún caso aumenta la felicidad. Quien quiera cosechar felicidad y bienestar en la vida no tiene más que evitar siempre la cultura superior”.
iii
Sendas prohibidas
Heidegger
Da la impresión de que los grandes pensadores siempre se han sentido más atraídos por lo sublime que por lo común. Prefieren lo sobrecogedor a lo plácido, los bosques sombríos a los parques luminosos, las cumbres desafiantes a las arboledas tranquilas. La mayoría de los filósofos del siglo xx no se han sentido atraídos por el jardín público. Los imaginamos como visionarios en escenarios espectaculares, pero no como cuidadores de un pequeño terreno, con su pala y su rastrillo. Quizá les avergüence estar cerca de macetas o de regaderas. Quizá su profundidad esté reñida con labores hortelanas y distracciones domésticas. Quizá la jardinería les pareció a muchos algo similar a la cocina: cosas de mujeres o de criados, tareas de débiles o de inferiores. Los filósofos han despreciado los pequeños placeres de la jardinería por varias razones, entre ellas, porque puede inspirar la “simple alegría de vivir, la alegría de estar aquí, en la tierra, viviendo una aventura efímera e insensata”.1 Para ellos ese sentimiento no es suficiente; ese tipo de dicha, dirían, es vulgar, igual de vulgar que la que inspiran otras distracciones carentes de originalidad como “la pesca con caña, el camping, el bricolaje, las artes domésticas”.2 Para la élite del pensamiento, la jardinería, probablemente, es solo eso: otra expresión de una felicidad popular, insignificante, ridícula, a veces hasta miserable y mezquina, una felicidad gregaria y reducida al espacio del ocio y del recreo. La jardinería pudo ser elegante durante un tiempo, pero en el siglo xx es básicamente eso, signo de mediocridad, afición de seres demasiado mansos y a menudo horteras. A los filósofos, en cambio, les siguen correspondiendo “las estrategias sutiles de la distinción, de la dominación simbólica”.3 Desde luego, la jardinería pudo parecer ridícula para muchos que aspiraban a otras emociones más elevadas, aunque lo que nunca pensaron es que también se podía ridiculizar desde abajo. No hace falta ponerse digno, basta con ponerse irónico. No se necesita a los filósofos para reconocer las trampas y las falsas ilusiones que genera el jardín. Flaubert se mofó a finales del siglo xix de las aspiraciones de las ciencias (incluida la agronomía y la jardinería) en Bouvard y Pécuchet, pero podríamos imaginar otra novela similar, que también arrancara en un banco de París, solo que durante el siglo xx, donde las torpezas de dos seres absurdos pusieran en evidencia los lugares comunes no solo de una clase media con jardines vulgares llenos de enanos, sino también de una clase burguesa, más adinerada, que los cuida con primor y devoción, como si la salvación de su alma estuviera en juego. Pero volvamos a los filósofos: ¿plantaron algo cuando nadie les veía?4 ¿Tuvieron sus cabañas huerto o jardín? ¿Se dignaron plantar algo cuando se aislaban para meditar en ellas? No lo parece, según veremos a continuación.5
Los románticos que deambulaban al aire libre a veces deliraban. Podían resultar solemnes y trágicos, pero también sabían mantener la ironía. El bosque por el que Heine derramó lágrimas al atardecer, entre árboles de ensueño, no da miedo ni sobrecoge. Los bosques que pintó Caspar David Friedrich a veces son oscuros y misteriosos (con sus crepúsculos y sus lunas, entre siluetas de árboles, con sus ruinas de iglesias y cementerios entre la niebla), pero nunca llegan a ser truculentos. Aunque a Hitler le encantó su visión pura de una cumbre de los Alpes bávaros (Der Watzmann) y se instaló en su residencia de verano en Berchtesgaden, Friedrich también pintó tranquilos parajes con insignificantes pastorcitos y sus ovejitas debajo de árboles solitarios. Poco amenazantes son también los de Carl Blechen, donde aún salen ruinas de castillos e iglesias góticas, típicas estampas románticas, pero también constructores de puentes, señoritas sorprendidas bañándose desnudas en el bosque y luminosos parques y villas italianas. Por lo que toca a las letras, Theodor Fontane demostró en sus Paseos por la Marca de Brandemburgo, escritos desde 1862, que el campo no tiene por qué provocar fantasías tenebrosas. También puede inspirar descripciones detalladas de entornos, parajes, usos y costumbres populares a las orillas del Havel. No había en Fontane, decía Walter Benjamin hacia 1929 o 1930 en un programa de radio para niños y jóvenes, “ni descripciones líricas de la naturaleza, ninguna exaltación lunar, ni bellas palabras sobre la soledad del bosque, ni otras cosas del mismo tipo, con las que a veces tenéis que bregar en el colegio”.6
Los filósofos que surgen a principios del siglo xx en Alemania están más allá de todo esto: son mucho más oscurantistas que los antiguos románticos, y aspiran a algo mucho más impresionante que las insignificancias del costumbrismo. Les domina el desprecio hacia lo ordinario y la obsesión por la autenticidad. Su devoción por lo popular es arcaica y regresiva, y los espacios naturales les tienen que insuflar dos cosas: fuerzas ocultas y recóndita serenidad. Desprecian lo pintoresco e inventan una fantasía siniestra sobre la vuelta a lo esencial. Heidegger es su sumo artífice. Gracias a él, la Selva Negra nunca será un destino turístico más (con sus hotelitos folclóricos y sus pistas de esquí) donde observar algunos de los relojes de cuco más grandes del mundo, sino un reducto