La sociedad invernadero. Ricardo Forster

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Líneas de investigación que confluyen, cada una de ellas, en la preocupación de un pensamiento que sigue nutriéndose de antiguas y actuales filiaciones que abrevan de una misma fuente: la crítica de una sociedad injusta y desigual que ejerce su violencia sobre los hombres y mujeres al tiempo que transforma la naturaleza en una mercancía ficticia, al igual que lo hace con el trabajo y el dinero, conduciendo a la sociedad hacia la destrucción. Crítica que no busca hacer, pura y exclusivamente, una fenomenología de una época histórica, sino que también se interroga por las fisuras, las contradicciones y las aperturas que habiliten la travesía de políticas de la igualdad y la emancipación. Comprender es el comienzo de toda posibilidad de transformación del mundo en el que vivimos. Sin garantías ni promesas sostenidas sobre vetustas filosofías de la historia ni sobre teleologismos que se ofrecen como garantes de un devenir de la historia capaz de acomodarse a nuestras aspiraciones.

      Estas páginas han sido escritas en medio de la tormenta, en días y años aciagos para los ideales de un mundo organizado bajo el espíritu de la igualibertad (tomándole prestado el feliz y desafiante neologismo a Ètienne Balibar), pero también consciente de las herencias que volvieron a ponerse en juego en la primera década y media de este siglo, cuando tantas cosas recuperaron lo que parecía definitivamente perdido devolviéndonos una certeza que habíamos extraviado en medio de los derrumbes de los años 1980 y 1990: la capacidad de la propia historia de recordarnos que nada es eterno y que siempre es posible habitar una época de giro y oportunidad aunque el presente se nos ofrezca como un páramo. Y que sigue existiendo una lengua política no reducible ni a cálculo ni a lógica binaria y cuya filiación comienza en la alborada griega, aunque después siga otros caminos que no pertenecen exclusivamente a Occidente. Huellas que nos conducen hacia las periferias, hacia lo que algunos llaman tradiciones subalternas y otros pensamientos poscoloniales junto a quienes, con fuerza creciente, dirigen sus críticas a la sociedad patriarcal y en nombre de feminismos que aguijonean una actualidad que descubre las nuevas formas de la rebeldía y la insubordinación. Pero que también decide ejercer el derecho a la sospecha allí donde no puede dejar de señalar la ductilidad perversa con la que el Sistema de la economía-mundo se apropia de sus críticos y de sus críticas para convertirlos en energía que retroalimenta su despliegue ilimitado.

      Es, bajo el signo de estas huellas teóricas y otras más que se suman a lo largo de estas páginas, que interrogo una actualidad, la nuestra, en la que se entrelazan economías materiales e inmateriales, ideologías de antaño con lenguajes de lo virtual que sólo apuntan a duraciones efímeras, pasajes veloces desde la era tecno-analógica a la digitalización del mundo con consecuencias directas en la estructura de la subjetividad y, por lo tanto, en las formas de dominación; apropiación de parte del dispositivo neoliberal de símbolos y prácticas gestadas en los movimientos contraculturales que sacudieron al sistema en los años sesenta pero que, como bien mostraron, entre otros, Luc Boltanski y Ève Chiapello, fueron combustible para acelerar las profundas transformaciones que se pusieron en marcha para ir más allá del capitalismo fordista y keynesiano; la hondura de la crisis y de la derrota de las tradiciones emancipadoras que cerraron el siglo xx bajo el signo del enmudecimiento y la perplejidad, pero que, en el giro hacia un siglo xxi cargado con otras asechanzas y caracterizados por otra crisis –ahora la del propio neoliberalismo y su capacidad de construir legitimación cultural y política, a la par que se aceleran negativamente las distintas variables económicas–, reabrieron las compuertas tanto de experiencias populistas «de izquierda» –particularmente en Latinoamérica– que revitalizaron una lengua política, de tradición igualitarista, capaz de invertir, en parte, las oscuridades antipolíticas de las últimas décadas del siglo pasado, como la emergencia, en estos años posteriores al derrumbe de las burbujas financieras e inmobiliarias de 2008 –que arrasaron con la ficción de un neoliberalismo que se mostraba como todopoderoso mientras expandía más allá de todos los límites la financiarización global y la precarización subsecuente de la vida social–, de poderosas corrientes de extrema derecha en Europa y en América como no se conocían desde los años 20 y 30 del siglo anterior. Sabiendo que, si bien nada se repite del mismo modo en el largo devenir histórico, sí es preciso leer, hacia atrás, esos otros tiempos que parecían lejanos pero que nos permiten, hoy, entender mucho de lo que está pasando.

      Ir hacia la República de Weimar, detenerme en ese caldo de cultivo intelectual que fueron los pensadores conservadores revolucionarios (como los llamó Thomas Mann jugando al límite con el oxímoron), buscar las circunstancias que hicieron posible los fascismos clásicos, constituye no un ejercicio de mera erudición, un viaje gratuito por la historia, sino una búsqueda nacida de una intuición: que es posible mirarnos en el espejo de aquellos años para desentrañar las equivalencias, las correspondencias y las diferencias con el surgimiento de corrientes neofascistas que, en las condiciones actuales, parecen capaces de ocupar la escena política en medio de una profunda crisis del maridaje entre neoliberalismo y democracia liberal, y sin que las izquierdas y los movimientos nacional-populares hayan podido o sabido expresar alternativas capaces de impedir que a la crisis del capitalismo se le planteen salidas pergeñadas por las extremas derechas. Un capítulo del libro que el lector tiene en sus manos está dedicado a desentrañar los equívocos que se han producido en la recepción prejuiciosa que una parte mayoritaria de los intelectuales y académicos europeos y estadounidenses hicieron de los gobiernos populistas sudamericanos, que han representado, a diferencia de lo que se suele denominar como «populismo de derecha» pero que prefiero nombrar como neofascismo, experiencias que buscaron hacer confluir políticas antineoliberales entramadas con una reconstrucción del Estado benefactor y una ampliación de derechos civiles y sociales. En sus desafíos y sus límites está ese delicado equilibrio por el que se han intentado mover proyectos emancipatorios que, a contrapelo de lo que es la hegemonía global de los cultores de la economía de mercado y de la financiarización, buscaron, y lo siguen haciendo, construir caminos alternativos rescatando tradiciones que parecían sepultadas en medio de la aceleración de sociedades arrasadas por el consumismo y el olvido.

      La metáfora de la sociedad invernadero tiene más de un sentido. Por un lado, está inspirada en la aguda interpretación que Peter Sloterdijk elaboró de esa otra metáfora extraordinaria de Fédor Dostoievski cuando, tomando como centro de sus reflexiones el Londres capital del industrialismo, hizo eje en el Palacio de Cristal construido para albergar la Exposición Universal de 1851. Un capítulo de este libro surge a partir de esa intuición anticipatoria que, al decir de Benjamin, sólo suelen tener los poetas y los artistas que logran ver, en las señales de su tiempo, lo que todavía no es visible para las conciencias contemporáneas. Dostoievski descubre el proyecto de una sociedad invernadero, protegida de las inclemencias de todo tipo y construida para garantizar un clima saludable y constante para los privilegiados que vivirían en su interior. Sloterdijk expande todavía más esa intuición y concluye que el sueño utópico de la modernidad burguesa y mercantil (y vuelto a soñar bajo el signo de su prepotente implementación bajo el dominio del neoliberalismo) no es otro que la cuidadosa separación entre esa sociedad atmosféricamente protegida y aquella otra vida social de la intemperie en la que habitan los pobres, los marginados y los hambrientos bajo el signo del conflicto y de la amenaza permanente. Una utopía que se sostiene sobre la exclusión de los desfavorecidos y que imagina que es posible una sociedad invernadero para quienes han tenido la fortuna –o el mérito dirá la tradición liberal– de ser sus habitantes.

      No resulta para nada extemporáneo extender esa metáfora dostoievskiana para dar cuenta del ideal perseguido por un Occidente que ha organizado su dominio planetario tratando de garantizar, para algunos centenares de millones de seres humanos (mientras somete a diversos grados de pobreza y exclusión a miles de millones), una vida de goce consumista sin hacerse cargo no sólo de aquellos que quedan del otro lado del cristal sino también del gigantesco daño ecológico sobre el que se sostiene la maquinaria del capital y del consumo en una espiral ilimitada que conduce al conjunto de la humanidad a una catástrofe cuyas señales ya son demasiado elocuentes como para desconocerlas. El neoliberalismo, forma actual del capitalismo, persigue una utopía autodestructiva que, sin embargo, asume la arquitectura de un invernadero protegido de las tormentas huracanadas que el mismo sistema descarga sobre las sociedades contemporáneas. Los cultores de la sociedad invernadero son una extraña combinación, algo cínica y vetusta, de liberales posdecimonónicos que todavía siguen creyendo en la quimera de un