Название | Las aventuras de Huckleberry Finn |
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Автор произведения | Марк Твен |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | Básica de Bolsillo |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788446036609 |
Si los hombres iban a la isla, yo suponía que encontrarían el fuego que yo había encendido y que lo vigilarían durante toda la noche, esperando a que apareciera Jim. En cualquier caso, los mantendría alejados de nosotros, y si el fuego que yo había encendido no conseguía engañarlos, no era culpa mía. Yo lo había intentado lo mejor que había podido.
Cuando empezaron a aparecer los primeros rayos de luz, amarramos en un bajío que había en una gran curva del lado de Illinois, cortamos ramas de los álamos con el hacha y cubrimos la balsa con ellas, de modo que parecía que allí en la orilla había habido un derrumbe. Un bajío es un banco de arena que tiene tantos álamos que están pegados unos a otros como los dientes de un rastrillo.
Teníamos montañas en el lado de Misuri y densos bosques del lado de Illinois, y el canal bajaba por la playa de Misuri en aquella zona, así que no temíamos que nadie se topara con nosotros. Estuvimos allí tumbados todo el día y observamos las balsas y los barcos de vapor que bajaban por la playa de Misuri haciendo girar sus ruedas y los barcos de vapor que subían por el centro luchando contra el río grande. Le conté a Jim todo lo que había cotorreado con aquella mujer; y Jim me dijo que era lista, y que si ella se pusiera a perseguirnos, no se sentaría a vigilar una fogata, no, señor, ella llevaría un perro. Bueno, pues, le dije, por qué no podía decirle ella a su marido que cogiera un perro. Jim dijo que seguramente se le ocurrió cuando los hombres estaban preparados para salir, y que creía que habrían subido al pueblo a buscar un perro y que por eso habían perdido todo ese tiempo, porque si no, no estaríamos aquí en este bajío dieciséis o diecisiete millas más abajo del pueblo; no, seguro que no; seguro que estaríamos otra vez en el mismo pueblo de siempre. Así que yo le dije que no me importaba cuál fuera la razón por la que no nos cogían, siempre y cuando no lo hicieran.
Cuando estaba empezando a oscurecer, asomamos las cabezas por entre las ramas de los álamos y miramos hacia arriba, hacia abajo y hacia el frente; nada a la vista; así que Jim cogió algunos de los tablones de madera de la parte de arriba de la balsa y construyó un pequeño tipi en el que refugiarnos del sol y de la lluvia y en el que meter las cosas para que estuvieran secas. Jim le hizo un suelo a la cabaña y lo subió un pie o más por encima del nivel de la balsa, de modo que ahora las mantas y todas las trampas quedaban fuera del alcance de las olas que provocaban los barcos de vapor. Justo en el centro de la cabaña, pusimos una capa de tierra de unas cinco o seis pulgadas de profundidad con un borde alrededor para que se mantuviera en su sitio, para hacer el fuego cuando hiciera frío o mal tiempo; la cabaña impediría que se viera. También hicimos otro remo más, porque uno u otro podrían romperse contra un tronco o un árbol o algo así. Preparamos un palo corto bifurcado en el que colgar el viejo farol porque tendríamos que encender una luz cada vez que un barco de vapor viniera corriente abajo para evitar que nos llevara por delante; pero no tendríamos que encenderlo para los barcos que subieran, a menos que viéramos que estábamos en mitad de lo que llaman un «cruce»; como el río estaba todavía bastante alto, los bancos de arena bajos estaban aún más o menos bajo el agua y, por eso, los barcos que subían no siempre iban por el canal, sino que buscaban aguas fáciles.
Esta segunda noche navegamos durante siete u ocho horas con una corriente que nos hacía avanzar unas cuatro millas a la hora. Pescamos y hablamos, y nos bañamos de vez en cuando para evitar que nos entrara sueño. Daba tal impresión de solemnidad eso de bajar por el gran río en calma, tumbados boca arriba mirando las estrellas, que ni siquiera nos apetecía hablar en voz alta, y ni siquiera nos reíamos con frecuencia, sólo alguna que otra risita entre dientes. En general, estábamos teniendo un tiempo bastante bueno, y nunca nos pasaba nada de nada; ni esa noche, ni la siguiente ni la siguiente.
Todas las noches dejábamos pueblos atrás; algunos de ellos estaban lejos sobre negras colinas, y no eran más que brillantes lechos de luces; no se veía ni una casa. La quinta noche pasamos por San Luis y fue como si el mundo entero se hubiera iluminado. En Saint Petersburg se decía que había veinte o treinta mil personas en San Luis, pero yo nunca me lo creí hasta que vi aquella maravillosa extensión de luces a las dos de la mañana en aquella noche tranquila. No se oía un ruido; todo el mundo estaba durmiendo.
Ahora yo me desplazaba todas las noches sobre las diez hasta la playa a algún pequeño pueblecito para comprar diez o quince centavos de harina de maíz, o de beicon o de cualquier otra cosa de comer; y a veces cogía algún pollo que no estaba durmiendo cómodamente en su gallinero y me lo llevaba. Papá siempre decía, coge un pollo cuando tengas la ocasión, porque si tú no lo quieres, seguro que encontrarás a alguien que sí lo querrá, y una buena obra nunca se olvida. Nunca vi que papá no quisiera el pollo para él, pero, en cualquier caso, eso es lo que solía decir.
Por las mañanas antes de que amaneciera, me metía en los campos de maíz y cogía prestada una sandía, o un melón, o una calabaza, o algo de maíz, o cosas así. Papá siempre decía que no había nada malo en coger cosas prestadas si tenías intención de pagarlas en algún momento; pero la viuda decía que no era más que una palabra suave para robar, y que ninguna persona decente lo haría. Jim dijo que pensaba que la viuda tenía razón en parte y que papá tenía razón en parte; así que lo mejor sería que cogiéramos dos o tres cosas de la lista y dijéramos que ésas ya no las cogeríamos más prestadas, de modo que él pensaba que así ya no habría nada malo en que cogiéramos las otras. Así que lo hablamos una noche mientras íbamos río abajo, intentando decidir si quitábamos las sandías o los cantalupos, o qué. Pero hacia el amanecer ya lo teníamos todo acordado satisfactoriamente, y llegamos a la conclusión de que quitaríamos las manzanas silvestres y los caquis de Virginia. Antes de eso no nos sentíamos del todo bien, pero ahora nos sentíamos cómodos. Yo también me alegraba de cómo nos había salido porque las manzanas silvestres nunca son buenas y los caquis todavía tardarían dos o tres meses en estar maduros.
De vez en cuando disparábamos a un pato o a un ganso que se había levantado demasiado temprano aquella mañana o que no se había ido a dormir lo suficientemente temprano por la noche. Con todo, vivíamos con bastantes lujos.
La quinta noche después de haber dejado atrás San Luis, hubo una gran tormenta pasada la medianoche, con tremendos truenos y relámpagos, y la lluvia caía con fuerza en una compacta cortina de agua. Nos quedamos dentro de la cabaña y dejamos que la balsa se las arreglara sola. Con el resplandor de los relámpagos, veíamos un gran río recto ante nosotros, y peñascos altos y rocosos a ambos lados. Y después dije: «¡Mira, Jim, mira allí!». Era un barco de vapor que había encallado contra una roca y la corriente nos arrastraba directamente hacia él. Los relámpagos lo mostraban con total nitidez. Estaba inclinado con parte de la cubierta superior por encima del agua, y se veían todas y cada una de las abrazaderas de la chimenea con total claridad cada vez que había un fogonazo, y una silla que había junto a la campana grande con un viejo sombrero de fieltro colgado del respaldo.
Bueno, pues como estaba allí a lo lejos y en una noche de tormenta, y todo tan misterioso, me sentí como se hubiera sentido cualquier otro chico que viera un barco naufragado encallado allí tan lúgubre y tan solitario en mitad de un río. Yo quería subir a bordo y moverme sigilosamente por allí un poco para ver qué era lo que había allí. Así que dije:
—Abordémoslo y subamos, Jim.
Pero Jim estaba completamente en contra al principio, y me dijo:
—Yo no quiero ir a hacer el tonto a ningún barco encallado. Nos está yendo bastante bien y mejor será que sigamos así, como dice la Biblia. Además, seguro que hay un guarda en ese barco.
—¿Un guarda?, ¡tu abuela! –le dije–. Ahí no hay nada que guardar aparte del camarote del capitán y la cabina del piloto, y ¿tú crees que alguien va a arriesgar la vida por un camarote y una cabina de piloto en una noche como ésta, cuando el barco se puede romper y salir flotando río abajo en cualquier momento? –Jim no pudo