Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен

Читать онлайн.
Название Las aventuras de Huckleberry Finn
Автор произведения Марк Твен
Жанр Книги для детей: прочее
Серия Básica de Bolsillo
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788446036609



Скачать книгу

yo ya había visto que yo no la tenía. El sueño me decía que dejara que Balum invirtiera los diez centavos y que él me conseguiría más. Bueno, pues Balum se llevó el dinero y cuando estaba en la iglesia oyó al predicador decir que el que daba a los pobres, prestaba al Señor y que se le devolvería multiplicado por cien. Así que Balum les dio el dinero a los pobres y se quedó escondido para ver qué iba a pasar.

      —¿Y qué pasó, Jim?

      —Nada. Nunca recibí nada a cambio. No hubo manera de que yo pudiera recoger ese dinero otra vez; y Balum tampoco pudo. Ya no voy a prestar más dinero sin que yo vea que hay seguridad. ¡Y dice el predicador que te devolverán el dinero multiplicado por cien! Si pudiera recuperar los diez centavos, consideraría que estábamos en paz y me alegraría de tener esa oportunidad.

      —Bueno, Jim, de todos modos no importa si vas a volver a ser rico más tarde o más temprano.

      —Sí, y ahora ya soy rico si me paro a pensarlo. Me pertenezco a mí mismo y yo valgo ochocientos dólares. Ojalá tuviera ese dinero y ya no desearía nada más.

      Capítulo 9

      Yo quería ir a echar un vistazo a un sitio que estaba más o menos en la mitad de la isla y que había encontrado cuando estuve explorando, así que nos pusimos en marcha y llegamos pronto allí porque la isla sólo tenía tres millas de largo y un cuarto de milla de ancho.

      Este lugar era una colina o cresta bastante larga y escarpada de unos cuarenta pies de alto. Nos costó bastante trabajo llegar hasta la cima porque las laderas estaban muy en pendiente y los arbustos eran muy densos. Avanzamos con dificultad cuesta arriba rodeándola y al final encontramos una buena cueva grande en la roca, casi en la cima, en el lado que daba hacia Illinois. La cueva tenía casi el tamaño de dos o tres habitaciones juntas y Jim podía ponerse de pie derecho dentro, y hacía fresco allí dentro. Jim estaba dispuesto a colocar nuestras trampas allí inmediatamente, pero le dije que no íbamos a estar subiendo y bajando de allí continuamente.

      Jim dijo que, si teníamos la canoa escondida en un buen sitio y las trampas en la cueva, podríamos subir hasta allí corriendo si alguien viniera a la isla y que nunca nos encontrarían sin perros. Y, además, dijo que aquellos polluelos habían dicho que iba a llover y me preguntó si yo quería que se nos mojaran las cosas.

      Así que volvimos a por la canoa, remamos hasta la caverna, y subimos todas las trampas hasta allí. Después buscamos por allí cerca un sitio para esconder la canoa entre los espesos sauces. Cogimos algunos peces de los sedales y los colocamos de nuevo, y empezamos a prepararnos para cenar.

      La entrada de la cueva era lo suficientemente grande como para meter un barril haciéndolo rodar, y a un lado de la entrada el suelo sobresalía un poco y estaba llano, así que era buen sitio para hacer un fuego, y allí lo hicimos y preparamos la cena.

      Extendimos las mantas dentro a modo de alfombra y allí nos comimos la cena. Colocamos todas las demás cosas a mano en el fondo de la cueva. Pronto oscureció y empezaron los truenos y los relámpagos, así que los pájaros estaban en lo cierto. Empezó a llover enseguida y, además, llovió con furia, y tampoco he visto nunca que el viento soplara de esa manera. Era una de esas típicas tormentas de verano. Se puso tan oscuro que fuera todo se veía de un color negro azulado y era bonito; y la lluvia golpeaba con tanta fuerza que los árboles de por allí cerca se veían borrosos y parecían telas de araña; y después venía un golpe de viento que doblaba los árboles y dejaba al descubierto el pálido envés de las hojas; y después seguía una intensa ráfaga de viento que hacía que las ramas agitaran los brazos como si se hubieran vuelto locas; y a continuación, cuando ya parecía que nada podía volverse más negro ni más azul, ¡fiss!, resplandeciente como la gloria y se vislumbraban las copas de los árboles zarandeándose en la distancia bajo la tormenta, a una distancia de cientos de yardas más de lo que se veía antes; y después de un segundo, negro como el pecado otra vez y ahora se oía el estruendo terrible del estallido del trueno que retumbaba y retumbaba a lo lejos rodando desde el cielo hasta la parte baja del mundo, como barriles vacíos rodando escaleras abajo, cuando las escaleras son largas y botan mucho, ¿sabes?

      —Jim, es bonito esto –le dije–. No querría estar en ninguna otra parte más que aquí. Pásame otro trozo de pescado y más pan de maíz caliente.

      —Pues no habrías estado aquí si no hubiera sido por Jim. Habrías estado allí abajo en el bosque sin cena y, además, medio ahogado; así habría sido, hijo. Los pollos saben cuándo va a llover y los pájaros también lo saben, chico.

      El río siguió creciendo y creciendo diez o doce días más, hasta que terminó por sobrepasar la orilla. El agua tenía una profundidad de tres o cuatro pies en las partes bajas de la isla y en la parte baja del lado de Illinois. Por ese lado tenía bastantes millas de ancho, pero por el lado de Misuri había la misma distancia de siempre, una media milla, porque la playa de Misuri no era más que un muro de riscos escarpados.

      Durante el día íbamos remando en la canoa por toda la isla. Hacía bastante fresco y había mucha sombra en aquellos bosques densos, aunque el sol brillara con fuerza en el exterior. Nos metíamos entre los árboles, sorteándolos, y a veces las enredaderas eran tan espesas que teníamos que retroceder y tirar por otro sitio. Bueno, y en todos los viejos árboles caídos se veían conejos y serpientes y cosas así; y cuando la isla ya llevaba un día o dos inundada, se volvieron tan mansos por culpa del hambre que tenían que podías acercarte a ellos remando y ponerles la mano encima si querías; aunque a las serpientes y las tortugas no porque se deslizaban hasta meterse en el agua. La cresta en la que estaba nuestra cueva estaba llena de ellas. Podríamos haber tenido montones de mascotas si hubiéramos querido.

      Una noche cogimos un pequeño trozo de una balsa de troncos; nueve tablones de pino. Tenía doce pies de ancho y unos quince o dieciséis pies de largo, y la parte de arriba, una base sólida y nivelada, sobresalía unas seis o siete pulgadas del agua. A veces durante el día veíamos pasar troncos largos, pero los dejábamos seguir; no nos exponíamos durante el día.

      Otra noche, cuando estábamos en la cabecera de la isla y justo antes del amanecer, bajó una casa de madera por el lado oeste. Era de dos plantas y estaba bastante inclinada. Remamos hasta ella y nos encaramamos, metiéndonos por una ventana de la planta de arriba. Pero todavía estaba demasiado oscuro para ver algo, así que amarramos la canoa y nos quedamos allí sentados esperando a que amaneciera.

      La luz empezó a aparecer antes de que llegáramos al pie de la isla y entonces miramos por la ventana hacia el interior. Pudimos distinguir una cama, y una mesa, y dos sillas viejas, y un montón de cosas tiradas por el suelo, y había ropa colgada de la pared. Había algo tirado en el suelo en un extremo que parecía un hombre. Así que Jim dijo:

      —¡Eh, tú!

      Pero no se movió. Así que yo grité también, y después dijo Jim:

      —Ese hombre no está dormido, está muerto. Quédate aquí; iré a ver.

      Fue, se inclinó y miró, y dijo:

      —Es un hombre muerto; sí, sin duda; y también está desnudo. Le han disparado por la espalda. Y calculo que lleva muerto dos o tres días. Entra, Huck, pero no le mires la cara; es demasiado espantoso.

      No lo miré en absoluto. Jim le echó encima algunos harapos, pero no hacía falta que lo hiciera; yo no quería verlo. Había montones de viejas cartas grasientas tiradas por el suelo por todas partes, y viejas botellas de whisky, y un par de máscaras de paño negro; y las paredes estaban cubiertas de palabras y dibujos propios de la gente más ignorante hechos con carbón. Había dos viejos vestidos sucios de percal, y una capota y alguna ropa interior de mujer colgados de la pared, y también había ropa de hombre. Lo metimos todo en la canoa; podría servir para algo. Había un viejo sombrero de niño en el suelo; era de paja y estaba manchado, y también lo cogí. Y había una botella que había tenido leche dentro, y que estaba taponada con un trapo para que lo chupara el bebé. Habríamos cogido la botella, pero estaba rota. Había un viejo cofre raído y un viejo baúl de pelo que tenía las bisagras rotas. Estaban abiertos, pero no quedaba en ellos nada que sirviera para mucho. Por la forma en que las cosas estaban desperdigadas