Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Название Un puñado de esperanzas
Автор произведения Irene Mendoza
Жанр Языкознание
Серия HQÑ
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788413072494



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      En un momento en el que ella se fue al baño, Pocket se dedicó a ponerme verde.

      —¡Pero en qué coño estás pensando, tío! ¡Es la hija de un cliente!

      —Ya, pero no estoy haciendo nada malo. Solo quería cenar y parece ser que no le gusta hacerlo sola. Solo le estoy dando conversación —alegué.

      —Y por eso le sonríes como un auténtico memo cada vez que ríe una de tus gracias. A mí no me la das, tío. Sé cuándo te las quieres llevar al «catre».

      —¡Oh, joder tío! Así con los brazos en jarras pareces tu madre —bufé molesto—. La llevaré a casa y ya está.

      —Esa tía es peligrosa. Es guapa, lista y…

      —Vale, vale, te capto, mamaíta.

      —No, no me captas en absoluto, tío. Hazme caso. Estás jugando con fuego. No sois compatibles y las incompatibilidades se pagan caras. Ya sabes cómo terminaron esos dos.

      —¿Quiénes?

      —¡Romeo y Julieta!

      Solté una carcajada y Pocket se calló porque Frank regresó del lavabo. Pocket se despidió de Frank para irse a casa y nos dejó jugando a los dardos.

      —Esa hamburguesa… ¡estaba deliciosa, joder! —dijo tirando el dardo con fuerza.

      —Sí, son las mejores hamburguesas de Queens, te lo garantizo. ¡Eh, eres buena!

      —Soy buena en todo, tío —dijo imitando a Pocket y arrancándome una carcajada.

      —Ya lo veo —susurré sonriendo con mi sonrisa—. Ahora debería llevarte a casa.

      —No me trates como a una niña, Gallagher. No lo soy —dijo acercándose a mí hasta rozar mi cadera con la suya.

      De camino a su apartamento frente a Central Park, se sentó a mi lado en vez de en el asiento trasero y comenzó a bostezar. Nunca más volvió a sentarse detrás a partir de esa noche. Siempre fue a mi lado.

      Puse la radio y ella rozó mi mano intentando sintonizar algún dial que no tuviese radio fórmula, así que la dejé y volví a poner toda mi atención en el volante del Mercedes. De pronto captó una emisora de su agrado y subió el volumen.

      Una voz femenina cantaba Bye Bye Blackbird y ella comenzó a tararearla demostrando tener una voz maravillosa, profunda y sincera.

      Su suave canto provocó un torrente de sentimientos en mí. Fue como si conociese esa melodía, como si viniese de algún lugar lejano en mi mente, de mi pasado. Como una voz en el tiempo que me tranquilizaba.

      Deseo, ternura, nostalgia. Era algo que ella tenía, una especie de cadencia suave y casi ronca, muy sensual. Cantaba con el alma y su alma era triste, lo percibía.

      Eran más de las dos de la madrugada cuando llegamos a su casa.

      —Te veo mañana, ¿no, Mark?

      —Espero no ser despedido por tu culpa —bromeé.

      —Tranquilo, mi padre no está y mañana tendrá cargo de conciencia por pasar la noche con su putilla de treinta años, así que será todo amabilidad con el planeta entero —dijo con desprecio—. Él la llama «novia», pero solo es su amante. Mi padre le dobla la edad. ¡Es asqueroso!

      La miré en silencio. Había mucho rencor en esas palabras y adiviné una infancia llena de lujos, pero muy carente de afecto.

      La acompañé hasta la entrada de su apartamento y ella me miró fijamente antes de cruzar la puerta. Se quitó el abrigo amarillo muy despacio, tentadora, incitante. Estaba claro lo que quería.

      —¿No quieres pasar? —susurró mordiéndose el labio de un modo muy provocativo.

      Después se apoyó en el marco de la puerta con una sensual indolencia, haciendo que todo mi cuerpo comenzase a desearla intensamente.

      —Nos vemos mañana, señorita Sargent —dije sonriéndole con ternura.

      —Vale, será lo mejor. Au revoir —asintió sonriendo también para, acto seguido, ponerse seria—. Tienes que saber que no tengo corazón, Mark.

      De pronto una niebla de tristeza cubrió su mirada y sentí ganas de abrazarla. Quise decirle que lo dudaba, que sabía que no era así, susurrándole muy bajito, al oído, acariciando su pelo, que no podía existir una belleza como la suya sin corazón.

      —Y yo no soy un buen chico, Stella.

      Me miró fijamente a los ojos y su mirada volvió a cambiar. Esta vez se volvió fría y distante para, inmediatamente, volver a tornarse desafiante y alegre.

      —Dickens, ¿eh? ¿Ves como no eres ningún palurdo?

      —Autodidacta y sinvergüenza. —Sonreí con una de esas sonrisas que hacían que las mujeres se volviesen suaves y dulces entre mis brazos.

      —No te creo —rio y sus ojos brillaron provocadores.

      —Hasta mañana Frank, que tengas dulces sueños —dije sin dejar de sonreír, caminando hacia el ascensor muy despacio. No quería marcharme de allí.

      «Sueña conmigo», deseé con fuerza.

      De pronto me llamó.

      —¡Eh, Gallagher!

      —¿Qué? —dije volviéndome a mirarla.

      —¿Entrarás a verme al teatro mañana?

      —¿Yo? —pregunté descolocado por su proposición.

      —Sí, venga, me haría ilusión —pidió Frank haciendo pucheros como una niña pequeña.

      —Bueno… sí, vale —reí azorado.

      —Y después elijo yo el sitio, Mark —me dijo justo antes de que las puertas del ascensor se cerrasen.

      Esa noche sentí que conectábamos, que éramos dos doloridas almas solitarias, muy parecidas, tal vez demasiado.

      Quizás el mirlo negro se iba a marchar por fin, iba a levantar el vuelo y dejar de acechar mi puerta y la suya.

      Y al regresar a casa solo, tras dejar a Frank en su casa y el Mercedes en el garaje de los Sargent, sentí que la ciudad era más bonita, el mundo más amable, la existencia más confortable. Porque ahora que sabía que ella habitaba este mundo, que existía un ser como Frank, esta vida ya no se parecía tanto a una broma pesada o a un fraude.

      Tal vez había llegado la hora de añadir algunas nuevas frases a mi epitafio.

      Capítulo 3

      Maria, West Side Story (Leonard Bernstein)

      Está mal que yo lo diga, pero soy un tío guapo y sé que a las mujeres se lo parezco en general. Y estaba seguro de que con Frank no iba a ser diferente.

      La noche siguiente me descubrí mirándome en el espejo, comprobando mi aspecto, recién duchado y afeitado. Después salí silbando de mi apartamento, de camino a casa de los Sargent, y así continué en el metro, para llegar al Upper East Side, en Manhattan, recoger el Mercedes y llevar a Frank a Broadway.

      Estaba contento. No, rectifico, contento es decir poco, estaba exultante. Y de ese buen humor entré al teatro, media hora antes de que comenzase la función. Ella me había dicho que solo formaba parte del grupo de baile, pero aun así vi la función entera entre bambalinas.

      Nada más comenzar la historia me vi reflejado en Tony, me reconocí en aquel chico de un barrio de Nueva York, ese que sentía que algo estaba a punto de sucederle, el que presentía que su vida iba a cambiar, lo sentía en el aire, en las cosas y lo cantaba.

      La escena del baile donde se conocen los protagonistas comenzó y, una vez la vi bailar a ella, para mí ya no existieron las demás bailarinas, ni los actores