Название | Un puñado de esperanzas |
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Автор произведения | Irene Mendoza |
Жанр | Языкознание |
Серия | HQÑ |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788413072494 |
—No me mires así… —suspiró.
—Así… ¿cómo? —susurré.
—No sé… Tienes una forma de mirarme que… hace daño. Pero es como un dolor muy dulce —se apresuró a decir.
—Lo sé —dije besándola para que no continuase hablando.
Ella también dolía de la misma manera.
La llevé a su casa y dejé que arreglase las cosas con su padre. No supe de ella hasta el día siguiente en que me despertó a primera hora de la mañana para que la llevara de compras.
«Te invito a desayunar», me dijo nada más verme.
Lo hicimos, desayunamos juntos en una cafetería en la que me dejé invitar a tortitas y un café colombiano buenísimo, y después me armé de paciencia para esperar a la puerta de cada tienda que ella consideró «adorablemente vintage», en Tribeca. Lamentablemente no necesitaba más ropa interior y sí probarse cientos de botas y zapatos.
Pero Frank no era la típica niña pija que solo piensa en la ropa, no se la podía catalogar de ninguna manera. También le gustaban las tiendas de libros antiguos o de viejos vinilos. Se compró unos cuantos, entre ellos una edición de los 70 de Turandot, de Puccini, y me lo regaló.
—Toma, para ti. Te va a gustar —dijo.
—Dime de qué va. Tú te sabes todas las óperas.
—Vale. —Sonrió—. Es de una princesa oriental que decide vengarse en los hombres que vienen a cortejarla del maltrato que recibió una de sus antepasadas. A todos los que quieren casarse con ella les impone el deber de descifrar tres acertijos. Si no lo hacen, los condena a muerte. Ella es fría y nunca se ha enamorado. Un príncipe extranjero llega al reino y se enamora de la hermosa princesa nada más verla y se decide a conquistarla resolviendo los tres acertijos. Ella, sin piedad y enojada impone que le digan el nombre de ese príncipe extranjero que la ha vencido para acabar con él. Él se presenta frente a ella y se descubre diciendo su nombre, pero ella, enamorada sin remedio de él, dice que su nombre es amor y lo salva.
—Vaya historia… —Sonreí mirando la carátula del disco.
—Es mi ópera favorita. Me encanta. ¿Has escuchado alguna vez Nessum Dorma?
—Pues… no lo sé.
—Seguro que lo has hecho, es un aria muy famosa. Esta es una versión de los 70, de Pavarotti y Montserrat Caballé, es buena —dijo sonriendo.
—Yo no te he hecho ningún regalo —dije molesto conmigo mismo.
—No importa, eres un encanto y sí me lo has hecho. Lo del paseo por el parque fue genial, Gallagher.
Le sonreí avergonzado, sintiéndome muy tonto por parecerle encantador. Yo quería parecerle sexy, seguro de mí mismo, honesto y hasta rudo, pero no sensible y encantador.
Después, ya de vuelta a Manhattan, Frank decidió que tenía que arreglarse el pelo y entramos a la peluquería más extraña que había visto en mi vida. Yo iba al barbero de mi barrio, al que fueron mi abuelo y mi padre toda su vida, así que esos lugares tan modernos me desconcertaban. El local era una mezcla de club nocturno y galería de arte alternativo. Pero disponían de una cafetería con periódicos del día, así que decidí esperar a Frank tomándome otro café y leyendo la prensa, algo que a ella le pareció «deliciosamente anticuado».
Fue entonces cuando percibí la imagen de una chica de la edad de Frank, una mezcla de Blake Lively y Paris Hilton en una, junto a un clon de unos 30 años más, su madre, las dos con dos Chihuahuas idénticos y enormes bolsos que cargaban del brazo. El susto que me llevé fue fenomenal porque reconocí enseguida a Sinclair madre y Sinclair hija.
Frank vio cómo me ponía pálido de repente y me miró extrañada.
—¿Qué te pasa, Gallagher?
—¡Oh, joder, las conozco! —dije escondiéndome detrás de una columna.
—¿A Poppy Sinclair?
—Y a su madre —asentí susurrando y pasándome la mano por el pelo.
—¿De qué? —preguntó extrañada.
—Yo trabajaba… trabajaba paseando a sus perros. Tienen al menos veinte chuchos. Y bueno… verás… —balbuceé avergonzado.
Frank volvió a mirarme fijamente comprendiendo al fin.
—¿Te has follado a las dos, Gallagher? —preguntó con cara de absoluta sorpresa.
Asentí, no estaba muy orgulloso de ello, pero era la verdad. Pensé que Frank se enfadaría y ahí se acabaría todo, pero no, en vez de eso se echó a reír y tiró de mí para que saliésemos de la peluquería. Yo iba delante y cuando ya estaba en la puerta escuché la estridente voz de Poppy Sinclair llamando a Frank. No me di la vuelta, continué andando hasta el coche a toda prisa y las dejé parloteando un rato. Poco después, Frank regresó al coche y se sentó a mi lado con cara de absoluta curiosidad.
—Tienes que decírmelo —me soltó.
—¿El qué? —pregunté sospechando a qué se refería.
—Cómo es Poppy en la cama.
Hice una mueca de disgusto y me eché a reír, negando con la cabeza. No recordaba a Poppy precisamente, si no a su madre, que al enterarse de que me había liado con su hija me dijo muy dolida «la juventud se pasa con la edad y algún día dejarás de ser tan bello». Y en ese momento recuerdo que pensé que había subestimado a esa mujer.
—La conozco desde que éramos niñas, fuimos juntas al colegio, hasta los doce años. Un colegio de monjas francesas horrible —hizo una mueca espantosa—. Siempre fue tan perfecta, tan educada, tan modosita, tan… aburrida.
—Digamos que no es de las que toman la iniciativa.
—¡Cuenta, cuenta! —Frank puso cara de sorpresa y tiró de mi manga.
—Es algo… pasiva. No se parece a su madre en nada, no. —Sonreí.
—O sea que su madre también…
—Su madre es mucho mejor, sí, definitivamente —declaré riéndome y recordando el polvo en la cocina de la señora Sinclair con la señora Sinclair.
Frank me dio una colleja exclamando con sorpresa y se echó a reír para susurrarme después al oído.
—¿Y yo, Mark? ¿Cómo soy en la cama, mejor que Poppy y su madre? —preguntó melosa e insinuante como una gatita.
—Mejor que cualquiera —susurré mordiéndole la boca con pasión, sin poder ni querer reprimirme.
—Anda, vámonos de aquí —rio besándome.
—¿A dónde? —dije arrancando el motor.
—No tengo ni idea.
En ese momento se puso a llover a cantaros y el tráfico, ya de por si complicado en Manhattan, se volvió insufrible. De pronto nos vimos sumergidos en un atasco, sin poder avanzar, metidos en el coche bajo una cortina de agua y granizo. Frank encendió un cigarrillo y yo la radio, la nuestra, la emisora para carcamales, como decía ella.
Sonaba Wicked Game, de Chris Isaac, y pensé, «perfecto, justo en la diana». Porque Frank estaba jugando, jugaba conmigo y yo se lo permitía. Estaba claro y no me quedaba otra, ya no tenía escapatoria. No se trataba de querer o tener fuerza de voluntad, no. Ya la había probado y solo podía seguirle el juego, un juego perverso, como decía la canción.
Ella tarareó el estribillo con su voz suave y profunda.
Sentí que me lo estaba cantando a mí. No podía estar más claro. Ninguno de los dos había hablado de amor en ningún momento. Aunque yo jamás le había hecho el amor a una