Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Название Un puñado de esperanzas
Автор произведения Irene Mendoza
Жанр Языкознание
Серия HQÑ
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788413072494



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años 50 y 60, el expresidente Herbert Hoover y el general retirado Douglas MacArthur vivieron en suites en diferentes plantas del hotel. Churchill tiene una suite con su nombre. Los gánsteres Frank Costello, «Lucky» Luciano y «Bugsy» Siegel vivieron en el Waldorf, en la habitación 39 C. Y Sinatra y Marilyn Monroe también fueron sus inquilinos.

      Fue mi padre quien quiso inculcarme el amor que él tenía a su ciudad hablándome de sus edificios y su historia. Cole Porter, al que mi padre admiraba, también fue parte de esa historia. Él y Linda Lee Thomas tuvieron un apartamento en las torres Waldorf, donde Porter murió en 1954. La canción de Porter de 1934, You Are The Top incluye en su letra, «Tú eres lo mejor, tú eres una ensalada Waldorf».

      Frank era mi ensalada Waldorf, lo mejor de lo mejor. Y así, confiado y de buen humor, salí a buscarla esa última noche del 2011.

      La verdad era que el abrigo, sobre un jersey negro de punto y unos pantalones que aún no había estrenado, me sentaba como un guante. Llegué hasta casa de los Sargent para buscar a Frank y al verme me echó un vistazo de arriba abajo asintiendo y dándome su aprobación.

      —¿Te has puesto elegante para mí, Gallagher?

      —Exacto. Aunque yo siempre voy así de elegante —dije.

      —Pues vámonos ya —dijo Frank caminando delante de mí, sonriendo y mirándome de reojo.

      Nos colamos por la puerta principal de aquel edificio de cuarenta y siete pisos y ciento noventa y un metros de altura con total aplomo. Frank me tomó de la mano como si fuésemos unos despreocupados amantes que se alojaban en el hotel y, para mi sorpresa, nadie se fijó en nosotros ni sospechó nada.

      El vestíbulo del Waldorf me pareció impresionante, con majestuosas columnas y escalinatas e inmensos árboles adornados en rojo y plata. No pude pararme a observar todo aquello porque Frank tiró de mí para que la siguiese.

      No íbamos vestidos de etiqueta. Yo podía parecer elegante con aquel abrigo de tres cuartos camel, pero Frank iba vestida tan solo con un traje de pantalón y chaqueta de lana negra con un suéter en color amarillo y tacones. He de decir que no le hacía falta nada más para estar perfecta. Pero aun así, con su chaqueta al hombro y sin soltar mi mano nos dirigimos al salón de baile donde se celebraba el cotillón de Nochevieja.

      El baile estaba lleno de vejestorios luciendo joyas y vestidos largos. Un montón de parejas de una media de cincuenta en adelante bailaban al son de una big band y nada más ver la orquesta y escuchar las notas del piano recordé a mi padre.

      —Esto parece un geriátrico —me susurró Frank al oído.

      —¿Y qué esperabas? —Sonreí.

      —No sé… otra cosa. Yo me imaginaba una fiesta estupenda, una de esas a las que acudían mi padre y mi madre. Verás… a la familia de mi padre nunca le gustó mi madre. Decían que era frívola por ser francesa y hasta que aceptaron la relación pasó un tiempo. Al ser mi padre un Sargent, diplomático de la ONU y un importante miembro del Partido Republicano, prefirieron mantenerlo en secreto. Según tía Milly, mi madre truncó las esperanzas políticas de mi padre. —Frank miró a su alrededor y resopló desilusionada—. Aquí no pintamos nada.

      —Habla por ti. Yo me siento muy cómodo aquí —reí echando un vistazo.

      —Todas esas señoras te miran. Al final vas a ser un tipo raro —dijo arrugando la nariz de un modo adorable.

      —Espera un momento, ahora vengo —le susurré al oído aspirando su exquisito perfume.

      Me miró extrañada y yo ni corto ni perezoso me dirigí con decisión hacia el pianista y le sugerí que tocara Night & Day. Al volver con Frank me fijé en una mujer. Era la misma que me había dado un repaso de arriba abajo al aparecer con Frank de la mano.

      Era la típica señora que había sido una belleza y que aún conservaba, gracias a la cirugía y al bonito y favorecedor vestido, las ultimas luces de su juventud, esas que parpadeaban a punto de extinguirse. Su marido no había corrido la misma suerte ni tenía esa necesidad. Conocía a ese tipo de mujeres, solían ser muy inteligentes, más que sus maridos, y se resistían con todas sus fuerzas, y su dinero, en un denodado e inútil esfuerzo por parecer jóvenes eternamente, por no apagarse.

      Me acerqué y le tendí la mano, pidiéndole permiso para bailar, y la mujer, asombrada primero, se ruborizó como una adolescente después. La orquesta comenzó a tocar aquella maravillosa canción de Cole Porter y con los primeros pasos de baile pareció que ella rejuvenecía como por arte de magia, aferrada a mi mano. Le dije que bailaba de maravilla y ella rio como una chiquilla.

      Me sabía el guion de memoria. Lo había escenificado un montón de veces. Soy capaz de seducir a una mujer con una sola mirada.

      Mientras, su marido me miraba con cara de pocos amigos.

      —No se la robo más, amigo —le dije cediéndole a su esposa.

      Ella hizo un gesto de pena y me lanzó un beso soplado en su mano. Aún era guapa, aún se sentía bella en ese momento.

      Regresé con Frank y sin decir nada la tomé por la cintura agarrando su mano y me puse a bailar con ella. Frank me miraba asombrada y algo confusa.

      —Así que te dedicas a seducir mujeres —me dijo muy seria.

      Frank era muy inteligente y lo captaba todo a la primera. Era mi forma de que no se hiciese falsas expectativas sobre mí. De mostrarle la verdad antes de dar un paso más allá.

      —Soy un pobre huérfano de Queens, Frank. No le debo dinero a nadie y nunca he robado nada para vivir. No pretendo que lo entiendas ni contarte historias de Oliver Twist, pero eso es lo que soy.

      —Lo entiendo —dijo en un susurro.

      Le miré a los ojos y supe que decía la verdad, que por alguna razón me comprendía y no me juzgaba. Entonces sonrió y me di cuenta de que aquella situación le divertía.

      —A esa señora se le caía la baba contigo. No la culpo, tienes estilo —rio—. Solo por curiosidad. ¿Con cuántas mujeres has estado, Gallagher?

      —Con unas cuantas, curiosa —reí—. ¿Y tú, con cuántos hombres?

      —Hombres pocos, solo tengo veinte años. —Sonrió con picardía.

      Y pensé que en breve yo iba a ser uno de esos hombres y un sentimiento de impaciencia me poseyó. La miré intensamente queriendo darle a entender que la deseaba, la deseaba más de lo que había deseado a ninguna otra mujer en toda mi vida y más de lo que desearía a ninguna, estaba seguro. Era algo tan fuerte que dolía. Frank me sostuvo la mirada mientras se mordía el labio de un modo muy sensual, pero al final apartó sus ojos de los míos, turbada.

      Girábamos y girábamos siguiendo a Cole Porter, perdidos el uno en los ojos del otro, sin hacer caso a nada ni a nadie, solos entre aquella multitud, juntos.

      Eso era lo que quería, hacerle el amor, a toda costa, toda la noche, todo el día. Había estado con muchas mujeres, ella tenía razón, pero ahora no quería estar con ninguna otra que no fuese ella. Supongo que de eso se trata, que eso es lo que pasa cuando te enamoras.

      La atraje hacia mí presionando su cintura y sus pechos rozaron mi cuerpo haciéndome respirar con más fuerza. Ella bajó la mirada y me pareció que sus mejillas se teñían de un leve rubor delicioso que me terminó de aturdir.

      Cuando volvió a mirarme lo supe. Supe que aquella noche haríamos el amor. Había algo en ella que lo gritaba, estaba en sus ojos, en su boca, en su silencio.

      —¿Nos vamos de aquí? —preguntó Frank dulcemente.

      Y sin esperar mi respuesta me tomó de la mano y me sacó de allí, de mi pasado. Porque ya lo era, lo acababa de dejar atrás.

      Capítulo 8

      Empire State of Mind

      Estábamos