Rebelde, Pobre, Rey . Морган Райс

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Название Rebelde, Pobre, Rey
Автор произведения Морган Райс
Жанр Героическая фантастика
Серия De Coronas y Gloria
Издательство Героическая фантастика
Год выпуска 0
isbn 9781640290327



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tan pobres que no valía la pena ni saquearlas. Quizás después buscarían entre las cenizas.

      Pero, de momento, tocaba divertirse.

      Lucio vio un destello de movimiento cuando las primeras personas salían gritando de sus casas. Señaló con su mano cubierta con un guantelete, la luz del sol caía sobre el oro de su armadura.

      “¡Allí!”

      Dio un golpe con el talón a su caballo para que corriera, levantó una lanza y la arrojó hacia una de las figuras que escapaban. A su lado, sus hombres atrapaban a hombres y mujeres, les daban hachazos y los mataban, solo los dejaban vivir de vez en cuando, cuando parecía evidente que valdrían más en los mercados de esclavos.

      Lucio había descubierto que quemar una aldea era un arte. Era importante no limitarse a entrar como una tromba a ciegas y prenderle fuego a todo. Eso era lo que hacían los aficionados. Entrar a toda prisa sin preparación, y la gente simplemente escapaba. Si quemaban las cosas en el orden equivocado, cabía la posibilidad de que se olvidaran los objetos de valor. Si dejaban demasiadas rutas de escape, las filas de esclavos serían más cortas de lo que deberían ser.

      La clave estaba en la preparación. Había hecho que sus hombres se colocaran formando un cordón fuera de la aldea justo antes de que él entrara luciendo su, oh, visible armadura. Algunos campesinos habían escapado tan solo verlo, y a Lucio aquello le había encantado. Estaba bien que le temieran. A él le tocaba que lo hicieran.

      Ahora estaban en la siguiente fase, en la que quemaban algunas de las casas menos valiosas. Evidentemente, desde arriba, arrojando antorchas al techo de paja. La gente no podía correr si quemabas sus escondites a ras del suelo y, si no corrían, no había diversión.

      Más tarde, habría más saqueo tradicional, seguido de tortura para aquellos que eran sospechosos de simpatizar con los rebeldes, o que simplemente podrían estar escondiendo objetos de valor. Y después, por supuesto, las ejecuciones. Lucio sonreía al pensarlo. Normalmente, solo daba ejemplos. Sin embargo, hoy iba a ser más… exhaustivo.

      Pensaba en Estefanía mientras atravesaba a caballo la aldea, desenfundando su espada para dar hachazos a diestro y siniestro. Normalmente, no hubiera reaccionado bien ante alguien que lo rechazara del modo en que ella lo hizo. Si alguna de las mujeres jóvenes de la aldea lo intentaba, Lucio probablemente haría que les arrancaran la piel vivas, más que simplemente llevarlas a las canteras de esclavos.

      Pero Estefanía era diferente. No solo porque era hermosa y elegante. Cuando pensaba que no era más que eso, tan solo pensaba en la idea de meterla en cintura como si se tratara de una espectacular mascota.

      Ahora que había resultado ser más que eso, Lucio vio que sus sentimientos estaban cambiando, se estaban convirtiendo en algo más. No era tan solo el ornamento perfecto para un futuro rey; era alguien que comprendía cómo funcionaba el mundo, y que estaba preparada para conspirar con tal de conseguir lo que quería.

      Esto era por lo que, en gran medida, Lucio la había dejado marchar; disfrutaba mucho del juego que había entre ellos. La había puesto contra las cuerdas y ella había deseado hundirlo junto con ella. Se preguntaba cuál sería su próxima jugada.

      Despertó de sus pensamientos al ver que dos de sus hombres estaban reteniendo a una familia a punta de espada: un hombre gordo, una mujer mayor y tres niños.

      “¿Por qué respiran todavía?” preguntó Lucio.

      “Su alteza”, suplicó el hombre, “por favor. Mi familia siempre hemos sido los súbditos más leales a su padre. No tenemos nada que ver con la rebelión”.

      “¿Así que está diciendo que me equivoco?” preguntó Lucio.

      “Somos leales, su alteza. Por favor”.

      Lucio inclinó la cabeza a un lado. “Muy bien, en vista de vuestra lealtad, seré generoso. Dejaré que viva uno de vuestros hijos. Incluso dejaré que escojáis cuál. De hecho, os lo ordeno”.

      “P-pero… no podemos escoger entre nuestros hijos”, dijo el hombre.

      Lucio se dirigió a sus hombres. “¿Lo veis?” Aunque se lo ordene, no obedecen. Matadlos a todos y no me hagáis perder más el tiempo de este modo. Todos los que están en este aldea deben ser asesinados o puestos en filas de esclavos. No hagáis que tenga que repetirlo.

      Se dirigió cabalgando hacia donde vio más edificios en llamas mientras se empezaban a oír gritos tras él. Realmente, aquella estaba resultando una hermosa mañana.

      CAPÍTULO SIETE

      “¡Trabajad más rápido, pandilla de vagos!” gritó el guardia, y Sartes hizo un gesto de dolor por el escozor del látigo en su espalda. Si hubiera podido, hubiera dado la vuelta y se hubiera enfrentado al guardia, pero sin un arma, era suicida.

      En lugar de un arma, tenía un cubo. Estaba encadenado a otro prisionero, debía recoger el alquitrán y verterlo en grandes barriles para llevárselo de las canteras, donde se pudiese usar para sellar barcos y tejados, forrar los adoquines más lisos y para impermeabilizar las paredes. Era un trabajo duro, y tener que hacerlo encadenado a otra persona lo hacía más complicado.

      El chico al que estaba encadenado no era más grande que Sartes y se veía mucho más delgado. Sartes todavía no sabía su nombre, porque los guardias castigaban a todo el que hablaba demasiado. Sartes pensó que probablemente pensarían que estaban tramando una revuelta. Viendo a algunos de los hombres que había a su alrededor, quizás tenían razón.

      Las canteras de alquitrán eran un lugar al que se mandaba a las peores personas de Delos y eso se notaba. Peleaban por la comida, o simplemente para ver quién era el más duro, aunque ninguno de ellos duraba mucho tiempo. Siempre que los guardias vigilaban, los hombres agachaban sus cabezas. A los que no lo hacían rápidamente, los azotaban o los arrojaban al alquitrán.

      El chico que estaba hora encadenado a Sartes no parecía tener nada en común con muchos de los otros que estaban allí. Era delgado como un palo y larguirucho, parecía que podía romperse por el esfuerzo de arrastrar alquitrán. Tenía la piel sucia por ello y cubierta de quemaduras donde el alquitrán la había tocado.

      Una nube de gas salió descontrolada del hoyo. Sartes consiguió aguantar la respiración, pero su compañero no tuvo tanta suerte. Empezó a escupir y toser, y Sartes notó el tirón en la cadena mientras se tambaleaba antes de ver que empezaba a caer.

      Sartes no tuvo ni que pensarlo. Tiró su cubo y se lanzó hacia delante con la esperanza de ser lo suficientemente rápido. Sintió que sus dedos se cerraban alrededor del brazo del chico, tan delgado que los dedos de Sartes lo rodeaban por completo como si fueran un segundo grillete.

      El chico cayó hacia el alquitrán y Sartes lo apartó de él de un tirón. Sartes sintió la temperatura que había allí y estuvo a punto de retroceder al sentir que le ardía la piel. Pero en cambio, siguió sujetando al otro chico, sin soltarlo hasta que consiguió dejarlo en suelo firme.

      El chico tosía y balbuceaba, pero parecía estar intentando formar palabras.

      “Ya está”, le aseguró Sartes. “Estás bien. No intentes hablar”.

      “Gracias”, dijo. “Ayúdame… a… levantarme. Los guardias…”

      “¿Qué pasa por ahí?” vociferó un guardia, enfatizándolo con un golpe de látigo que hizo gritar a Sartes. “¿Por qué estáis haciendo el vago?”

      “Fue por los gases”, dijo Sartes. “Por un instante lo debilitaron”.

      Esto le valió otro azote. Entonces Sartes deseaba tener un arma. Algo con lo que pudiera contraatacar, pero tan solo tenía su cubo, y había demasiados guardias para aquello. Desde luego, Ceres probablemente hubiera encontrado un modo de luchar contra todos con él, y pensar en ello le hizo sonreír.

      “Cuando quiera que hables, te lo diré”, dijo el soldado. Dio una patada al chico que Sartes había