La desheredada. Benito Pérez Galdós

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Название La desheredada
Автор произведения Benito Pérez Galdós
Жанр Драматургия
Серия
Издательство Драматургия
Год выпуска 0
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este gracioso mete y saca con presteza increíble.

      El militar paseo tenía por música, además del estruendo de las latas, el reír inmenso de la bandada, el pío pío mezclado de voces prematuramente roncas, y salpicado de esos dicharachos que, al ser escupidos de la boca de un niño nos recuerdan al feo abejón cuando sale zumbando del cáliz de la azucena. Había en las filas renacuajos de dos pies de alto, con las patas en curva y la cara mocosa, que blasfemaban como carreteros; había quien, mudando los dientes, escupía por el colmillo; había quien llevaba una colilla de cigarro detrás de la oreja y una caja de fósforos en un hueco, que no bolsillo, de la ropa. Había piernas blancas desnudas asomándose a las ventanas de un pantalón que a pedazos se caía; había zancas negras, esbeltas cinturas ceñidas por sucia cuerda o por tirajo informe; chaquetones que fueron de abuelos, y calzones que fueron mangas; blusas que aún se acordaban de haber sido chalecos; gorras peludas que fueron, ¡ay!, manguito de elegantes damas. Pero la animación principal de aquel cuadro era un centellear de ojos y un relampaguear de alegrías divertidísimo. Con aquel lenguaje mudo decía claramente el infantil ejército: «¡Ya somos hombres!». ¡Cuántas pupilas negras brillaban en el enjambre con destellos de genio y chispazos de iniciativa! ¡En cuántas actitudes se observaban pinitos de fiereza! ¡Allí la envidia, aquí la generosidad, no lejos el mando, más allá el servilismo, claros embriones de egoísmo en todas partes! En aquel murmullo se concentraban los chillidos para decir: «Somos granujas; no somos aún la humanidad, pero sí un croquis de ella. España, somos tus polluelos, y cansados de jugar a los toros, jugamos a la guerra civil».

      —II—

      Llegaron a la vía férrea de circunvalación que corta el barrio, sin valla, sin resguardo alguno. La miseria se familiariza con el peligro como con un pariente. Sintieron silbar la máquina, y los condenados se pusieron a bailar sobre los carriles desafiando el tren mugidor que venía. Lo azuzaban, lo escarnecían, hasta que apareció la locomotora en la curva, y al verla cerca se dispersaron como bandada de gorriones. El tren de mercancías pasó, enorme, pesado, haciendo temblar la tierra, y ellos a un lado y otro de la vía le saludaban con espantosa rechifla, le amenazaban con puños y palos, le trataban de tú, remedaban con insolente escarnio los bufidos de la máquina, el desengonzado movimiento de las bielas, y por último pusieron al guardafreno como hoja de perejil. El tren les hacía tanto caso como a una nube de mosquitos, y desapareció dejando atrás su humo y su ruido.

      Volviose a ordenar la hueste y siguieron marchando, con el Majito a la cabeza. ¡Ah! Todavía mandaba. Goza, goza del brillo de tu alta posición, que tiempo vendrá en que las grandezas se humillen y las altas torres se desplomen. Avanzaban por la planicie que se extiende entre el hospital del Niño Jesús y los collados áridos que rodean el barranco. Allí no hay casas todavía, es decir, no hay miseria. ¿Quién diréis que salió a recibirlos? Pues un pavo que habitaba en muladar próximo, y que todas las mañanas se paseaba solo por el llano, con la gravedad enfática que tanta semejanza le da con ciertos personajes. El pavo los miró; ellos le miraron y se detuvieron. Hizo él la rueda y les echó una arenga, es decir, que después de soltar dos o tres estornudos, que son la interjección natural del pavo, les soltó esa carcajada que parece ladrido. Los chicos se echaron a reír en inmenso coro, y el animal volvió a hacer la rueda y a echarles otra arenga, diciendo «amados compatricios míos…» con el cuello rojo cual la esencia del bermellón, el moco tieso, las carúnculas inyectadas como un orador herpético. Más gritaban ellos, más gargajeaba él. A cada voz respondía con sus estornudos y su carcajada. Parecían aclamaciones a la patria, vivas contestados con hurras. Después dio media vuelta y marchó delante. Era esa caricatura militar de antaño que se llamaba tambor mayor. El viento le despeinaba las plumas, y al arrastrar las alas y dar el estornudo era el puro emblema de la vanidad. No le faltaban más que las cruces, la palabra y la edad provecta para ser quien yo me sé.

      Había llegado el momento en que la partida necesitaba hacer algo para justificar su existencia. ¿Qué haría? ¿Una simple fiesta militar, o dividirse en dos bandos para batirse en toda regla? El susurro y la confusión indicaban que la falange se hacía a sí misma aquella pregunta. Bien pronto nadie se entendía allí. La discordia descompuso las filas, y todo eran empujones, codazos, gritos. No había uno que no quisiera ser Prim, incluso el renacuajo de las patas corvas. Pues qué, ¿el Majito no habían mandado ya bastante? Hasta el pavo, con aquella carcajada que parecía un vómito de sonidos, exclamaba: «¡Abaa… jojojo el Majito!».

      «Miá este—dijo uno de los chicos del carbonero, atacando al general en jefe con el codo, así como los pollos embisten con el ala—. Dice que me ponga detrás… Si no te callas, puñales, te pego la bofetá del siglo.

      –Pega, hombre, pega—chilló Rafael preparándose a recibirle, animoso, imponente, con el puño cerrado, y presentando también el codo y antebrazo como un escudo—. Vamos, hombre…

      –No vus perdáis, muchachos; no vus perdáis—dijo en tono conciliador el del herrero, interponiéndose.

      –Ponte atrás, ¡coles!—gritó el Majito—. ¡Qué coles! Si no te pones atrás, verás…

      –Que no me da la gana, hombre…

      –Achúchale, achúchale—dijeron algunos que querían ver reñir al Majito con el hijo del carbonero.

      –No vus perdáis, muchachos—volvió a decir el otro, sin soltar de la boca sucia el caramelo largo.

      –¡Que le achuche, que le achuche!»—graznaron varios, arremolinándose.

      El Majito y Colilla, que así se llamaba el del carbonero, se sacudieron el primer golpe en los hombros.

      «¡Leña!

      –¡Atiza!».

      A los primeros golpes cayó a tierra el ros. Más pronto que la vista lo cogió Gaspar (el de las patas corvas), se lo puso, y echó a correr hacia abajo, en dirección a las Yeserías. Allí le detuvieron dos muchachos que subían del río; le quitaron la codiciada prenda, y uno de ellos se la puso. Mirose en un charco verdoso, y estalló en risa. En tanto la refriega había cesado, y el Majito, con la cara soplada, los ojos encendidos, el corazón hirviendo de rabia, se había subido a una colina de las inmediatas al barranco, y desde allí gritaba que iba a matar a uno y a reventar a seis si no le devolvían su sombrero.

      Los que subían del río eran como de doce años, descalzos, negros, vestidos de harapos. El uno traía una espuerta de arena. Los dos mostraban grandes manojos de una hierba que se cría en aquellas praderas. Es una liliácea, que algunos llaman matacandil y otros jacinto silvestre o cebolla de lagarto. Tiene un tallo o tuetanillo que se chupa, ¡y es dulce!

      «¡Matacandiles!»—chillaron muchos, arrojando las armas y saliendo a recibir a los dos individuos, conocidos en la república de las picardías con los nombres de Zarapicos y Gonzalete.

      «¿A cómo?—preguntó una voz.

      –A cinco.

      –¡Qué coles!…, a cuatro.

      –¡A cinco! El que no dé cinco no chupa.

      –Maldita sea tu madre…, ¡a cuatro!

      Y empezó un regatear febril, una disputa de contratación que retrasaba las ventas. Pero ¿qué se vendía y qué se compraba allí? Los matacandiles que en las tardes de primavera dan materia a un animado comercio infantil, ¿se cambiaban por dinero? No, porque la escasez de numerario lo vedaba. Sin embargo, no puede decirse que no fuera metálico el segundo término del cambio, porque los matacandiles se cambiaban por alfileres.

      Zarapicos y Gonzalete eran comerciantes. No daban un paso por aquellos muladares habitados, ni aun por las calles de Madrid, sin que sacaran de él alguna ganancia. ¡Bien por los hombres guapos! Vivían de sus obras y de sus manos; su casa era la capital de España, ancha y ventilada; su lecho el quicio de una puerta o cualquier rincón de casa de dormir; su vestido una serie de agujeros pegados unos a otros por medio de jirones de tela; su sombrero, el aire y el sol; sus zapatos, los adoquines y baldosas de las calles. No eran hermanos; eran amigos. Habían llegado cada uno a Madrid por distinta vía y puerta; Zarapicos, por el Norte; Gonzalete,