El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

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Название El Criterio De Leibniz
Автор произведения Maurizio Dagradi
Жанр Героическая фантастика
Серия
Издательство Героическая фантастика
Год выпуска 0
isbn 9788873044451



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había preparado huevos, beicon y pan tostado, y, entre los dos devoraron todo en pocos minutos.

      —Como habrás notado, me comí todo el queso y las verduras que tenías en la nevera. Tenía muchísima hambre.

      Cynthia asentía aprobando, mientras masticaba los últimos bocados.

      —Antes de volver a Manchester iré a comprar todo lo que necesitas.

      —No hace falta. Lo haré al volver del trabajo, esta tarde.

      —Pero no, no quiero que pierdas tiempo. Me he comido yo tu comida, por eso me parece justo que yo la reponga —insistió.

      —Bueno, de acuerdo, si es tan importante para ti —aceptó finalmente Cynthia mientras levantaba el vaso de zumo de pera y lo llevaba a sus labios.

      McKintock la miró beber, abrumado por el deseo, como todas las demás veces. Cuando bebía zumo de fruta, Cynthia levantaba la barbilla y tragaba rítmicamente, con movimientos de la garganta tan sensuales que a él le invadía un arrebato salvaje por poseerla, penetrarla con todo su ser y colmarla de sí. Ella lo sabía perfectamente, y jugaba a provocarlo cándida y pérfida como todas las mujeres sexys y conscientes de su atractivo sexual. Cuando el vaso estaba prácticamente vacío Cynthia lo inclinó más hacia arriba e hizo caer las últimas gotas directamente sobre la lengua, sabiendo muy bien que en aquel momento McKintock alcanzaría el máximo grado de excitación. De hecho, él estaba rojo como un pimiento y aferraba con fuerza el borde de la mesa, con los nudillos blancos por la contracción muscular.

      Después de la última gota Cynthia dejó el vaso encima de la mesa con decisión. El golpe fuerte sacudió a McKintock y le hizo abrir mucho los ojos, y jadear.

      —Ahora... ahora... —balbuceó.

      —¡Ahora es el momento de ir a trabajar! —exclamó ella señalando el reloj colgado de la pared.

      Lentamente, mecánicamente, McKintock se dio la vuelta y miró el reloj, como un autómata, y, de golpe, se dio cuenta de lo tarde que era. ¡Las siete y media! Como tenía que ir al supermercado, ¡llegaría a Manchester a media mañana! ¡La universidad empezaría el día sin él! ¡No era posible! ¿Qué podía hacer?

      Cynthia lo miraba divertida, sabiendo muy bien que la universidad era todo para él, a parte de ella misma, naturalmente. Riendo, lo sacó del impasse.

      —Lachlan, ve a Manchester, tranquilo —le dijo, con expresión comprensiva—. Compraré yo misma lo que me hace falta. A propósito, ¿a qué se debió esta visita improvisada ayer?

      —Oh, bien, gracias. Gracias, siento haber creado desorden. Ah, sí... ayer estaba tan contento por unos buenísimos resultados de una investigación que quise celebrarlo viniendo aquí. Pero llegué en el momento equivocado. Lo siento.

      —La próxima vez que estés tan contento, ¡llámame! Estaré lista para celebrarlo contigo —y le hizo un guiño lleno de coquetería.

      Él enrojeció de nuevo y se levantó de la mesa, luchando consigo mismo para separarse de ella.

      Boyd oyó, por los cascos, cómo McKintock cogía sus cosas, la puerta que se abría y un sonoro beso de despedida.

      —Guau —pensó— esta vez me he librado. Cynthia Farnham era una verdadera furia sexual, y cada vez que McKintock iba a verla le tocaba escuchar orgasmos estratosféricos, con gritos y gruñidos primordiales. Ella lo usaba como un mero instrumento sexual para su propia satisfacción suprema, y cuando él no aguantaba tanto como ella pretendía le abofeteaba e incluso lo insultaba. Era un juego cuyo fin era el placer recíproco, muy carnal, y a McKintock le convenía así. Boyd intuía que aquel hombre debía haber tenido antes una relación fría y tranquila, y estar ahora con una mujer de ese calibre, esa fuerza, debía ser para él la apoteosis del placer. Cierto, también en otras vigilancias Boyd había podido escuchar actividad sexual de varios tipos, pero esta lo perturbaba especialmente y le impedía mantener la distancia.

      «Si yo tuviera una mujer así...», imaginó también esta vez, con un suspiro, como todas las otras veces. Cuando recuperó el control llamó al coche gris con el teléfono encriptado.

      —Está saliendo —anunció simplemente.

      —Recibido —respondió sucintamente su interlocutor.

      Boyd volvió al puesto del conductor y cogió un periódico. Lo apoyó en el volante y fingió estar leyendo, mientras con el rabillo del ojo controlaba el edificio. Un minuto más tarde vio a McKintock salir del portal y dirigirse a grandes pasos hacia el aparcamiento, hacia él. Se veía que tenía prisa. Cuando McKintock estuvo a unos diez metros de su propio coche, Boyd encendió el motor y, despreocupadamente, se acercó a la salida del aparcamiento, como si se estuviera yendo. McKintock no se dio ni cuenta de la furgoneta que pasaba junto a él, dominado por las prisas de marcharse. Unos segundos después el coche gris empezó a moverse a su vez, acercándose lentamente al coche del rector. Cuando este estuvo a un par de metros de distancia de su coche y comenzó a extender el brazo hacia la puerta, la furgoneta dio un volantazo a la derecha, tapando la visión del aparcamiento desde el edificio, y, al mismo tiempo, el coche gris aceleró de golpe y fue a pararse justo delante del coche de McKintock. Dos hombres salieron de él saltando como dos muelles, y se situaron a ambos lados del rector. Uno le mostró un distintivo por unos instantes, mientras el otro lo cogía por un brazo.

      —¡Policía! Rector McKintock, ¡venga con nosotros!

      Él se quedó de piedra, sin palabras. Los dos lo arrastraron sin ceremonias hacia el coche gris; uno de ellos abrió la puerta posterior derecha y, empujándole la cabeza para que se agachara, lo hizo entrar, sentándose a su lado inmediatamente después. Bajó unas cortinas de las ventanas para ocultar el interior del coche y luego hizo un gesto al tercer hombre, que estaba al volante. Este hizo avanzar el coche unos metros, hacia la furgoneta, y esperó.

      En ese momento McKintock recuperó la palabra.

      —Pero... pero... ¿qué pasa? ¿Por qué me hacéis esto? ¿Qué he hecho?

      —Tranquilo, rector McKintock, solo tenemos que hacerle unas preguntas. Será rápido, ya verá.

      —Pero... pero ¡tengo que ir a Manchester! ¡Y tengo que ir inmediatamente!

      —Justamente, allí es a donde vamos. Tranquilícese.

      —Pero... y mi coche... ¿cómo haré? No puedo dejarlo aquí.

      —El coche también va a Manchester. Tranquilo. Relájese.

      —Pero... ¿y las llaves? Las tengo yo... ¿cómo podréis...? —Desorientado, miró al hombre sentado a su lado. Este devolvió la mirada con una expresión significativa—. Ah... entiendo... no las necesitáis...

      Fuera, el último hombre ya había entrado en el coche de McKintock y había encendido el motor; estaba listo para salir.

      Durante la acción Boyd había salido del furgón y había fingido controlar un neumático, para justificar delante de posibles observadores la extraña maniobra que había realizado. En cuanto vio al coche gris que venía hacia él comprendió que la operación estaba acabada y volvió a entrar veloz como un rayo en su vehículo, conduciéndolo a continuación a una velocidad moderada, como si no hubiera pasado nada. El coche gris salió del aparcamiento y lo adelantó, ágil y silencioso, seguido por el coche de McKintock a pocos metros de distancia.

      El aparcamiento permaneció indiferente, esperando a los propietarios de los otros vehículos. Estos llegarían poco a poco.

      La acción entera no había durado más de diez segundos.

      En un cuarto de hora el pequeño convoy ya estaba en la autopista hacia Manchester, avanzando a una velocidad sostenida, y manteniéndose constantemente en el carril para adelantar. El conductor del primer coche, el que llevaba a McKintock, procedía con seguridad y concentración. Estaba acostumbrado a desenvolverse en las situaciones más complicadas, y el tráfico de primera hora de la mañana no era nada