El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

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Название El Criterio De Leibniz
Автор произведения Maurizio Dagradi
Жанр Героическая фантастика
Серия
Издательство Героическая фантастика
Год выпуска 0
isbn 9788873044451



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acercó una silla por detrás de la noruega, después desató la cuerda del toallero y empezó a relajarla poco a poco. A medida que Novak descendía Maoko la iba empujando hacia la silla, para que acabara sentada allí. Cuando, finalmente, Maoko dejó la cuerda, Novak yacía en la silla con las manos atadas sobre su vientre, las piernas dobladas hacia un lado con los tobillos atados y la cabeza abandonada hacia atrás, sobre el respaldo.

      Maoko llenó un vaso de agua y, levantándole la cabeza con una mano, le hizo beber pequeños sorbos. Dejó el vaso y le desató los tobillos, después deshizo los nudos de las muñecas y desenrolló la cuerda, liberándola.

      La cuerda había dejado profundas marcas de color rojo oscuro. Maoko empezó a masajearle las muñecas con un movimiento delicado y, al mismo tiempo, firme. Al principio Novak protestó un poco, pero luego se calmó, al sentir que, poco a poco, volvía la circulación. Maoko siguió con el masaje casi un minuto más, y después, sujetándola por las muñecas, la hizo ponerse en pie. Puso su bolso sobre su hombro. Cuando estaba colocando la bandolera Novak puso una mano sobre la suya, con su rostro que expresaba una mezcla de agradecimiento y de una manifiesta confusión interna.

      Maoko la miró a los ojos.

      —Ve a dormir, Novak.

      —Yo... —intentó decir, con voz dubitativa.

      —Ve a dormir, Novak —repitió Maoko, retirando la mano y abriéndole la puerta.

      Novak se detuvo un momento, indecisa, y luego se dirigió lentamente hacia la puerta, apoyó una mano en el marco y se volvió de nuevo Maoko.

      En la cara de la japonesa solo había una expresión indescifrable.

      La noruega se dio la vuelta, reluctante, y se dirigió con pasos inciertos hacia su alojamiento, un poco más lejos.

      Capítulo XIII

      —Pero ¡¿qué ha pasado?! —exclamó Timorina Drew al ver a su hermano llegar a casa.

      Drew se miró por primera vez esa noche.

      Después de las pruebas con la segunda máquina, con el medio incidente de la salsa de tomate, había mandado a todos a descansar y había limpiado su vómito del suelo del laboratorio. No podía pedir a nadie que lo hiciera, ni siquiera a alguien del servicio de limpieza. ¿Cómo habría explicado lo que había pasado? Él habría quedado fatal en cualquier caso. Además, limpiándolo, evitaba que vinieran a curiosear.

      Y así acabó con la chaqueta y la camisa pringados de vómito amarillo y granuloso. Los pantalones, por otro lado, eran un desastre indescriptible. De las rodillas para abajo estaban cubiertos de una pasta maloliente y asquerosa, resultado de vomitar y de limpiar el vómito.

      Drew no había llevado cuidado para no mancharse más y ese era el resultado. Un traje oscuro de buena calidad estaba en condiciones lamentables, y su hermana se lo haría pagar.

      —He cogido frío. Me he sentido mal. ¿Qué puedo hacerle? —mintió, tratando de justificarse.

      —Ah, ¿sí? —fue la respuesta comprensiva de su hermana—. ¡Acabo de arreglar el otro traje, ese que, sin decirme nada, has dejado encima de la cama este mediodía!

      Drew se sobresaltó. Vaya. Estaba el traje que había sufrido la explosión de por la mañana.

      El tono de reproche aumentó.

      —Ese solo estaba cubierto de polvo y arrugado. «Solo» por así decir, porque hacen falta horas para lavar y planchar perfectamente la chaqueta, los pantalones, la camisa y la corbata. Tú, es evidente que no te das cuenta, si no, ¡no habrías venido ahora así! —dijo, señalándolo con la mano.

      Drew no respondió y se fue al baño a desnudarse. Se quitó todo. Metió la camisa blanca y la ropa interior en la lavadora. No lavaba nunca, así que intentó entender cómo funcionaba aquello: giró la rueda de la programación hasta el símbolo del algodón e hizo empezar el ciclo. Puso la chaqueta y los pantalones en la bañera y, con la ducha, lavó todo el vómito. Usó agua fría porque, por lo que sabía, no encogía la ropa. Esperaba haberlo hecho bien. Dejó todo en el baño y se dio una ducha, después fue a la habitación y se puso el pijama. Y entonces tuvo una idea fulgurante. ¡El detergente! No había puesto el detergente. Corrió hacia el baño, pero ya era demasiado tarde. Timorina estaba allí y estaba mirando por la puerta de la lavadora, moviendo la cabeza. Se enderezó y miró a Drew con expresión de compasión, mientras seguía moviendo la cabeza.

      —Ve a dormir, Lester. Ya hago yo esto —dijo, resignada.

      Drew suspiró y se retiró a su habitación.

      ¡Si al menos Timorina supiera todo lo que había pasado ese día en el laboratorio! Desmayos, explosiones, terror, agitación. Pero también el triunfo de la ciencia. Un paso determinante hacia una nueva era de la historia humana. Sabía que era un idealista, pero sentía en lo más profundo de sí mismo que ya se dirigían hacia el éxito, y que esos incidentes eran muy poco comparados con el enorme resultado que les esperaba.

      Se tumbó en la cama.

      Oía a Timorina en el baño, pasando un cepillo por la ropa para limpiarla a fondo. Claro, eso es lo que había que hacer. Pero él, ¿cómo podía saberlo? Él pensaba en la física, flotaba en las alturas estratosféricas del pensamiento, las conquistas de la mente, la reunión del día siguiente para hacer un balance de la investigación...

      Se deslizó hacia el sueño dejando la luz encendida.

      Soñó que estaba en una habitación amarilla, justo después en una roja, y después otra vez en la amarilla y otra vez en la roja, pasando de una a la otra improvisadamente, sin transición perceptible, a una velocidad en aumento, cada vez más rápido, cada vez más rápido, hasta que empezó a marearse y ya no podía ver nada. Como ruido de fondo oía el rumor del agua junto con voces excitadas hablando frenéticamente, pero no podía entender lo que decían. Era prisionero de ese torbellino de luces y colores, sin control sobre él, incapaz de pensar o de emprender una acción cuando, de repente, se despertó.

      El despertador sonaba con violencia, con su martillo golpeando la generosa campana de bronce, y se desplazaba por la mesilla con las vibraciones provocadas por el mecanismo en acción.

      Drew se enderezó de golpe, empapado en sudor, trastornado, completamente desorientado. No sabía dónde estaba, le faltaba el aire y agitaba los brazos para poder respirar. Después de unos segundos comenzó a tranquilizarse; movió la cabeza hacia los lados para despejar su cerebro y se volvió para mirar el despertador. Había avanzado hasta el borde de la mesilla y estaba a punto de caer. Lo atrapó justo a tiempo y apretó el botón para silenciar la campana. Se quedó con el despertador sobre su vientre un rato, todavía atónito; después lo puso en la mesilla y se levantó. Eran las siete y media; la reunión era a las nueve. Se dio otra vez una ducha, para deshacerse de ese sudor, tomó un buen desayuno y salió. Por suerte Timorina estaba regando sus flores en la parte trasera del jardín, así que salió por la parte delantera para evitar ser interceptado. Había evitado otra charla maternal...

      En el laboratorio estaban todos, McKintock incluido.

      —¿Cómo está la situación? —se informó el rector.

      Drew tomó la palabra, seguro de sí mismo.

      —Magnífica, por usar un eufemismo. Ayer, mis compañeros —y con un amplio movimiento de su brazo abarcó a todos los científicos, incluido Marlon—, consiguieron, en un solo día, obtener una teoría de base sobre el fenómeno, a construir otro prototipo de la máquina y a realizar numerosos experimentos de intercambio con éxito.

      McKintock estaba sinceramente impresionado.

      —Entonces, ¿cuándo podremos empezar a usar la máquina con fines prácticos?

      —Estamos en la fase de la teoría de base, que tiene que ser perfeccionada —precisó Drew—. Debería ser fácil proyectar, y luego construir, una máquina más