La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco

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Название La araña negra, t. 3
Автор произведения Ibanez Vicente Blasco
Жанр Зарубежная классика
Серия
Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
isbn http://www.gutenberg.org/ebooks/45831



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y mucho coraje.

      – No hay que asustarse, Balbina – terminaba diciendo el coronel, siempre que trataba la cuestión – , el que el chico sea un bruto, no impedirá el día de mañana que llegue muy alto, si es que tiene corazón y le ayuda un poco la suerte. Por si no lo crees, ahí tienes a Espartero, que cuando vino al Perú lo acababan de suspender en los exámenes de ingreso para la escuela de Estado Mayor. Baldomero no sabe gran cosa, y, sin embargo, regente del reino ha sido y capitán general, y duque lo tienes hoy.

      Estos razonamientos eran más que suficientes para convencer a doña Balbina, y de aquí que el muchacho siguiese tan cerril y atrevido, olvidando las lecciones para ir a capitanear las pedradas en el río o a apalear gatos por toda la ciudad.

      Lo que los padres no querían tomarse la molestia de hacer, lo lograban las aficiones militares que sentía el muchacho.

      A los doce años Esteban comenzó a escaparse con menos frecuencia de su casa y cobró gran afición a encerrarse en un cuartucho donde su padre había amontonado unas cuantas docenas de volúmenes que la humedad por un lado y los ratones por otro habían comenzado a destruir.

      Aquellos libros los tenía el coronel por casualidad, pues no era hombre capaz de dedicar un céntimo a la lectura que, al fin (según sus propias palabras), sólo le había de enseñar cosas que no le importaban. Habíalos heredado de un comandante compañero suyo, a quien los soldados llamaban "el coplero", y que era muy respetado a causa de su afición al estudio y del gran bagaje de libros que constituía todo su ajuar. Una bala carlista dió fin a su vida e impidió que fuese terminado un drama romántico, del que sus compañeros del regimiento esperaban un triunfo que los honrase a todos.

      Aquellos libros constituían la más grata diversión del travieso Esteban, que pasaba horas hojeándolos sin fijarse gran cosa en el texto y en busca siempre de las defectuosas láminas en acero, que a él le parecían brillantes reproducciones del natural.

      ¡Qué profunda impresión causaban en el joven aquellas láminas que ponían ante sus ojos los más célebres combates del mundo! Entusiasmábase Esteban con aquellos grupos de hombres siempre en actividad fiera y con las armas en alto, dispuestos a exterminarse los cuales representaban la guerra en las diversas épocas de la historia. Primero, griegos y persas, romanos y cartagineses, Scipión y Aníbal; después la Edad Media, con todo su arsenal de fantásticas armaduras y descomunales mandobles, el Cid con sus proezas legendarias y los reyes haciéndose la guerra por mero capricho; a continuación los regimientos sustituyendo las armas blancas por las de fuego y resolviendo los combates a cañonazos y por cargas de caballería, los tercios españoles, los generales de Felipe II, las compañías de Gustavo Adolfo y las locas aventuras de Carlos XII, y, últimamente, las guerras de la República Francesa, la Marsellesa coreada por el rugir de mil bocas de fuego y el griterío de las cargas a la bayoneta, bélica y gigantesca estrofa, que tenía por estribillo la aparición del dios de la naturaleza y la ambición, que se llamaba Bonaparte.

      Todo este mundo de luchas, de victorias y de derrotas, pasaba en forma de defectuosos, pero animados cuadros, ante los ojos del muchacho, que rugía de entusiasmo al contemplar cualquiera de aquellos caudillos con la espada desnuda y centelleante, arrojándose sobre las compactas masas de enemigos.

      La continua contemplación de tales episodios despertó en el ánimo del muchacho el deseo de conocer más detalladamente los hechos y los personajes que representaban aquellas láminas, y aunque la lectura le producía mareos y una atención demasiado sostenida le amenazaba con congestiones hijas de su sanguínea complexión, se determinó a abandonar las láminas por el texto, y aunque saltando páginas y leyendo a medias los párrafos, comenzó a entablar conocimiento con los héroes que figuraban en los dibujos, y, especialmente, con aquel Alejandro y aquel Napoleón, cuyos nombres surgían a cada instante ante sus ojos.

      ¡Qué lectura tan hermosa! ¡Cómo seducía el belicoso ánimo del muchacho! ¡Qué gran cosa era la guerra! Esteban, interesándose cada vez más por aquella lectura, iba conociendo lo que la guerra había sido en todos los tiempos y envidiaba el hermoso papel que habían desempeñado en todas épocas los grandes capitanes.

      Ahora más que nunca se sentía inclinado a la profesión militar, y cuando, interrumpiendo la lectura, quedaba pensativo, en vez de correr a la calle como en otros tiempos lo hacía al menor descuido de sus padres, entregábase ahora a risueñas ilusiones y se imaginaba llegar a ser en el porvenir un Alejandro conquistando reinos ignorados como la Persia y la India, un Washington salvando a su patria o un Bonaparte convirtiendo todas las naciones de Europa en provincias de su Imperio.

      Pero conforme Esteban se aficionaba a la lectura devorando los libros del difunto comandante, convencíase con dolor de que para ser un gran caudillo no era suficiente, según decía su padre, ser muy valiente y tener buenos puños, sino que era necesario adquirir gran caudal de ciencia y ser tan sabio como heroico.

      Aquello de que Alejandro, más que de las campañas persas, se cuidaba de proteger a su maestro, un tal Aristóteles, proporcionándole los medios para que catalogase y describiese todos los animales de la tierra, y de que el general Bonaparte cuando iba con rumbo a Egipto a bordo de "El Oriente" atendía con más interés a las discusiones de Monge Berthollet y otros sabios sobre ciencias exactas y metafísicas, que a las indicaciones de su Estado Mayor acerca de la próxima guerra, producía gran confusión en el muchacho, que hasta entonces no había creído que la ciencia tuviese la menor relación con las armas.

      Además, aquellos libros le hablaban de una porción de conocimientos científicos indispensables para ser un buen caudillo, y esto acabó de moverle a desechar sus antiguos instintos y dedicarse al estudio con una tenacidad verdaderamente heroica.

      Al principio, su carácter independiente, inquieto y revoltoso, se sublevó contra aquel régimen de recogimiento que contrastaba con la anterior vida; pero Esteban era inquebrantable en sus resoluciones y consiguió vencer a la pereza y la ignorancia.

      El coronel Alvarez estaba asombrado del cambio radical experimentado por su hijo, y hasta llegaba a temer, en vista de su afición al estudio, que se olvidase de sus inclinaciones militares v se decidiese por una carrera científica.

      Todo había cambiado en la vida de Esteban: hasta el carácter. En adelante, las largas horas pasadas ante los libros, le robaron sus aficiones al bullicio y al escándalo, y se hizo reflexivo y grave, hasta el punto de ruborizarse cuando recordaba sus hazañas de poco tiempo antes.

      El padre, tan ignorante y rudo como siempre, admirábase ante los conocimientos científicos que rápidamente adquiría su hijo y lo creía un pozo de ciencia, complaciéndose en hablar de él con admiración ante unos cuantos veteranos que eran sus amigos íntimos.

      El bueno del coronel no dudaba que su hijo llegaría a muy alto y hasta pensaba en que su amigo Espartero, de allí a algunos años, tendría un rival capaz de oscurecerle con el brillo de su gloria.

      A los dieciséis años, el coronel Alvarez envió a su hijo al colegio militar de Toledo, que, según él, era una empolladora de héroes que se quedaban a la mitad del camino. Su hijo sería de los que llegarían a la cumbre, sólo con que le ayudara un poco la fortuna.

      Cuando Esteban marchó a Toledo a formalizar sus estudios, era un verdadero aspirante a héroe. La sed de gloria turbaba su existencia y soñaba de continuo con ser un día un genio de la guerra, del que dependiese la suerte de su patria.

      Sus ideas habían sido transformadas por el estudio. Aquellas campañas de la República francesa, donde los soldados descalzos, harapientos y roídos por el hambre, vencían a la coalición de todos los tiranos le producían más admiración que las teatrales victorias de Napoleón con sus ejércitos disciplinados y disponiendo de grandes medios para hacer la guerra.

      El ser soldado de una causa tan grande como la libertad, le entusiasmaba más que el ser soldado por oficio o por placer, y por ello prefería Washington a Alejandro y Hoche a Bonaparte.

      La primera vez que oyó la Marsellesa, aquel himno tantas veces mencionado en las guerras de la República, se conmovió profundamente, hasta el punto de derramar lágrimas. Las sombras de Marceau y de Hoche, de Latour d’Auvergue, de Kléber y de Desaix desfilaron ante su imaginación envueltas en el brillante