La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco

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Название La araña negra, t. 2
Автор произведения Ibanez Vicente Blasco
Жанр Зарубежная классика
Серия
Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
isbn http://www.gutenberg.org/ebooks/45830



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pasado surgió luminoso y terrible ante la interna vista del conde, y un intenso rubor se extendió como una oleada de fuego por sus mejillas, hasta entonces pálidas.

      Baselga, que rara vez se acordaba de sus antepasados y que, a pesar de sus preocupaciones políticas y sociales, no se cuidaba de hacer alarde de los méritos de sus ascendientes, al escuchar tan infame propuesta vió desfilar por su imaginación las figuras de sus progenitores, tristes, cabizbajas y llorosas, como condoliéndose de aquella tremenda ofensa que se ofería a su descendiente.

      La impresión era demasiado fuerte para un hombre tan enérgico e irascible como Baselga.

      Sintió que la sangre subía en ardorosa erupción al interior de su cerebro, produciéndole terribles escalofríos; sus ojos se oscurecieron, distinguiendo únicamente en la densa sombra que ante ellos se extendió, millares de chispas azuladas que bailoteaban con la infernal y caprichosa ligereza de los duendes en el aquelarre; los brazos avanzaron con arrollador e instintivo impulso y los crispados dedos agarraron algo carnoso, suave y tibio, estrujando con bárbara complacencia la finura de su superficie.

      Era la garganta de Pepita.

      Cuando ésta sintió sobre su cuello aquellas férreas tenazas movidas por feroz impulso, gritó agitada por el instinto de conservación; pero la voz clara y vibrante, pugnando por salir, se extinguió antes de llegar a los labios, convirtiéndose en un rugido horrible que tenía mucho del estertor de la agonía.

      A pesar de la robustez del cuerpo de la condesa, Baselga, oprimiéndola el cuello con salvaje complacencia, la levantó hasta separar sus pies del suelo y la agitó en el espacio zarandeándola como el verdugo que en la horca se apresura a poner fin a la vida del sentenciado.

      Aquella escena tenía un carácter tan horrible como repugnante.

      El conjunto que formaban aquellos dos cuerpos tan terriblemente unidos agitábase furiosamente por la habitación. La condesa, en el estertor de la agonía, agitábase desesperadamente queriendo librarse de la argolla de hierro que la estrangulaba, y agitando furiosamente los pies en el vacío, tan pronto golpeaba los muebles, como daba furiosas patadas en las piernas de su esposo. Este, pugnando instintivamente por librarse de tales golpes y de los arañazos que en su rostro hacían las hermosas manos de la condesa, iba de un lado a otro de la habitación con su pesada carga, sin dejar de oprimirla la garganta, lanzando al mismo tiempo espantosos juramentos y rugidos con los que desahogaba la salvaje ansia de destrucción que de él se había apoderado.

      Esta extraña situación sólo duró algunos momentos. De pronto el cuerpo de Pepita se estremeció de los pies a la cabeza; un suspiro horrible que semejaba un rugido salió de sus labios, y el conde sintió al mismo tiempo algo húmedo, caliente y repugnante, que chocaba contra su rostro.

      La nueva sensación le trajo a la realidad, y como si sintiera un asombro sin límites ante su propia obra, soltó el cuello de la condesa, cuyo cuerpo cayó inerte y sin vida sobre la alfombra.

      En la mirada de Baselga se retrató un asombro abrumador. Llevóse la mano a su rostro y la contempló llena de sangre, y al alzar la mirada asustóse al verse retratado en el frontero espejo de un modo horrible. Su figura tenía la expresión siniestra de un asesino, y su rostro estaba desfigurado por una máscara de negruzca sangre que hacía brillar con más intenso fulgor sus ojos, semejantes a los de un león cuando va a despedazar la bestia ya inmolada a sus furores.

      Entonces fué cuando se dió exacta cuenta de lo que había ocurrido, y cuando se convenció de que acababa de dar muerte a su esposa.

      Baselga no experimentó ninguna sensación al darse cuenta de su delito.

      Era tan grande el hecho, que por su misma inmensidad no cabía el arrepentirse de él inmediatamente, y cayó en un estado de estúpida inercia, contemplando con la cabeza baja y fijeza idiota el cadáver de Pepita, cuyos labios, amoratados y henchidos de sanguinolenta espuma, daban un siniestro carácter a su rostro, que aún parecía más hermoso con la palidez de la muerte.

      Baselga no pudo darse cuenta de cuánto tiempo permaneció en la imbécil contemplación. De pronto oyó sonar pasos en el corredor vecino, y levantando la cabeza, vió entrar precipitadamente en el gabinete a un sacerdote.

      Era el padre Claudio.

      Mucho dominio tenía el hermano jesuíta sobre sus impresiones, y no eran pocas las escenas terribles que había presenciado en su vida; pero a pesar de esto, al abarcar con una rápida mirada el cuadro que ante sus ojos se ofrecía, no pudo impedir el volver atrás instintivamente.

      Vió a Pepita tendida en el suelo con las ropas en desorden, impresas en el cuello las cárdenas señales de unos dedos, y junto a ella, impasible, pero amenazante, la tremenda figura de Baselga, por cuyo rostro corría la sangre, destilando gota a gota por el extremo de sus patillas.

      Aquel espectáculo tan horrible como inesperado logró conmover al sectario de Loyola y al mismo tiempo que se desvanecía su eterna sonrisa, su rostro tornábase pálido por primera vez en la vida.

      Era que sentía miedo ante el iracundo Baselga y temía que la condesa antes de morir hubiese revelado a su esposo la gran participación que la Orden tenía en muchas de sus faltas.

      IX

      La moral jesuítica

      Al día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho donde, como de costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa, ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones secretas de la terrible Compañía.

      El jefe de los Jesuítas, al entrar en aquella vasta pieza, que era como el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de satisfacción, semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después de un largo viaje.

      El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza, y con aire de ansiosa interrogación contempló a su superior.

      – Por fin – exclamó el padre Claudio – me veo aquí tranquilo y libre ya de tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido que trabajar por culpa de la ligera condesita, a quien Dios tenga en su gloria, y de la duquesa de León con la cual cargue el diablo! Supongo que ya tendrás noticias de lo ocurrido en la casa de los condes de Baselga.

      – Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado, en el que me manifestabais el triste fin que ha tenido doña Pepita.

      – ¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?

      – Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado, sin que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para sobrellevar la pérdida.

      – Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.

      – ¿Y qué dice el conde, reverendo padre?

      – El conde es ya uno de los nuestros; la independencia de su voluntad se ha desvanecido para siempre, y en adelante será un instrumento inconsciente de nuestra Orden, y tendrá que obedecer a nuestros mandatos, so pena de caer en manos de la justicia humana.

      – ¿Se ha ligado, acaso, a nuestra Orden con alguno de nuestros votos?

      – Ha hecho más todavía. Ha firmado un papel con el que somete su porvenir y su honra a nuestras manos. Toma, hermano Antonio, lee este papel y guárdalo cuidadosamente en la nota referente al conde de Baselga. Con tal declaración su suerte está en nuestras manos y podemos manejarlo como un instrumento que obedecerá ciegamente cuanto la Compañía se digne mandarle.

      El padre Claudio, sacando del bolsillo de su sotana un pliego cuidadosamente doblado, lo entregó a su secretario, quien leyó rápidamente lo siguiente:

      "Yo, el abajo firmado, D. Fernando de Baselga, conde de Baselga, gentilhombre de Palacio y comandante de la Guardia Real de Caballería, declaro con espontánea voluntad y ante la presencia de Dios, que nos ha de