Название | La maja desnuda |
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Автор произведения | Ibanez Vicente Blasco |
Жанр | Зарубежная классика |
Серия | |
Издательство | Зарубежная классика |
Год выпуска | 0 |
isbn |
–¡Oh, maestro! ¡Caro maestro!
Se había refugiado en el profesorado, como todos los pintores faltos de fuerzas para seguir cuesta arriba, que se tienden en el surco. Renovales vió al artista oficial en su traje obscuro y correcto, sin una mota; en la mirada digna que fijaba de vez en cuando en sus botas brillantes, que parecian reflejar todo el estudio. Hasta lucía en una solapa el botón multicolor de una condecoración misteriosa. El fieltro que tenía en la mano, de una blancura de merengue, era lo único que desentonaba en este aspecto de funcionario público. Renovales le cogió las manos con sincero entusiasmo. ¡El famoso Tekli! ¡Cuánto se alegraba de verle! ¡Qué tiempos los de Roma!.. Y con una sonrisa de bondadosa superioridad escuchaba el relato de sus triunfos. Era profesor de Buda-Pest; hacía ahorros todos los años para ir á estudiar á algún museo célebre de Europa. Por fin, había podido venir á España, cumpliendo sus deseos de muchos años.
–¡Oh, Velasqués! ¡Quel maestrone, caro Mariano!..
Y echando atrás la cabeza, ponía los ojos en blanco, agitaba con expresión voluptuosa su mandíbula saliente cubierta de pelos rubios, como si estuviera paladeando un vaso del dulce Tokay de su país.
Hacía un mes que estaba en Madrid trabajando todas las mañanas en el Museo. Casi tenía terminada su copia de las Meninas. No habla ido antes á ver á su caro Mariano porque deseaba enseñarle este trabajo. ¿Vendría á verle una mañana en el Prado? ¿Le daría esta prueba de amistad?.. Renovales intentó resistirse. ¿Qué le importaba á él una copia? Pero había tal expresión de humilde súplica en los ojillos del húngaro, le envolvía en tantos elogios por sus grandes triunfos, detallando el gran éxito que había alcanzado su cuadro ¡Hombre al agua! en la última Exposición de Buda-Pest, que el maestro prometió ir al Museo.
Y á los pocos días, una mañana en que excusó su asistencia un señor al que estaba pintando el retrato, Renovales se acordó de la promesa á Tekli y fué al Museo del Prado, sintiendo al entrar la misma impresión de empequeñecimiento y nostalgia que sufre un personaje al volver á la Universidad donde pasó su juventud.
Al verse en la sala de Velázquez, sintióse asaltado por un respeto religioso. Allí estaba un pintor: el pintor por antonomasia. Todas sus teorías irreverentes de odio á los muertos se quedaron más allá de la puerta. El encanto de estos lienzos, que no había visto en algunos años, surgía de nuevo, fresco, poderoso, irresistible; le avasallaba despertando sus remordimientos. Permaneció largo rato inmóvil, pasando sus ojos de un lado á otro, queriendo abarcar de golpe toda la obra del inmortal, mientras en torno de él comenzaba á sonar un zumbido de curiosidad.
– ¡Renovales!.. ¡Está aquí Renovales!
La noticia había partido de la puerta, extendiéndose por todo el Museo, llegando á la sala de Velázquez, detrás de sus pasos. Los grupos de curiosos dejaban de contemplar los cuadros para mirar á aquel hombretón ensimismado, que no parecía darse cuenta de la curiosidad que le rodeaba. Las señoras, yendo de un lienzo á otro, seguían con el rabillo del ojo al artista célebre, cuyo retrato habían visto tantas veces. Le encontraban más feo, más ordinario que en los grabados de los periódicos. Parecía imposible que aquel mozo de cordel tuviese talento y pintase tan bien á las mujeres. Algunos jovencillos aproximábanse para mirarle de cerca, fingiendo contemplar los mismos cuadros que el maestro. Le detallaban con la vista, fijándose en sus particularidades exteriores, con ese deseo de imitaciôn entusiasta de los aprendices. Uno se proponía copiar su lazo de corbata y sus greñas alborotadas, con la quimérica esperanza de que esto les diese nueva inteligencia para la pintura. Otros se plañían mentalmente de ser imberbes, por no poder ostentar las barbas canas y ensortijadas del famoso maestro.
Éste, con su sensibilidad para percibir el elogio, no tardó en darse cuenta del ambiente de curiosidad que le rodeaba. Los jóvenes copistas parecían pegarse más á sus caballetes, frunciendo los ojos, dilatando la nariz, moviendo el pincel con lentitud y titubeos, sabiendo que él estaba á sus espaldas, estremeciéndose á cada paso que sonaba sobre el entarimado, con el temor y el deseo de que se dignase pasar su mirada por encima de sus hombros. Adivinaba con cierto orgullo lo que murmuraban todas las bocas al cuchichear, lo que se decían los ojos, al fijarse distraídos en los lienzos, para después mirarle á él.
– Es Renovales… El pintor Renovales.
El maestro miró un buen rato al más antiguo de los copistas: un viejo decrépito y casi ciego, con anteojos gruesos y cóncavos, que le daban el aspecto de un monstruo marino, y temblándole las manos con estremecimiento senil. Renovales le conocía. Veinticinco años antes, cuando él estudiaba en el Museo, le había visto en el mismo sitio, copiando siempre Los borrachos. Aunque cegase por completo, aunque el cuadro se perdiese, podría él rehacerlo á tientas. En aquellos tiempos se habían hablado muchas veces, pero ni remotamente podía imaginarse el pobre hombre que aquel Renovales, del que tanto se decía, era el mismo muchachuelo que en más de una ocasión le había pedido prestado un pincel, y cuyo recuerdo apenas si se conservaba en su pensamiento, momificado por la eterna imitación. Renovales pensó en la bondad del rollizo Baco y la turba de rufianes de su corte, personajes que durante medio siglo estaban alimentando la casa del copista, y creyó ver á la vieja compañera, á los hijos casados, los nietos, toda una familia sostenida por la mano trémula del anciano.
Alguien deslizó en su oído la noticia que agitaba el Museo, y el copista, levantando los hombros con cierto desprecio, separó la moribunda vista de su trabajo.
¡Conque estaba allí Renovales, el famoso Renovales! ¡Iba por fin á conocer al prodigio!..
El maestro vió fijos en él sus ojos grotescos de pescado monstruoso, con un fulgor irónico tras los gruesos cristales. ¡Farsantuelo! Ya había oído él hablar de aquel estudio con honores de palacio que tenía detrás del Retiro. Lo que á Renovales le sobraba lo había quitado á muchos como él que, faltos de protección, se habían quedado en el camino. Se hacía pagar por un lienzo miles de duros, y Velázquez trabajaba por tres pesetas al día, y Goya pintaba sus retratos por un par de onzas. Todo mentira; modernismos, audacias de una juventud falta de escrúpulos, ignorancia de los bobos que creen á los periódicos. Lo único bueno estaba allí. Y levantando otra vez los hombros con desprecio, se apagó en su mirada la irónica protesta y volvió á su milésima copia de Los borrachos.
Renovales, viendo amortiguarse la curiosidad en torno de él, entró en la pequeña sala que guarda el cuadro de las Meninas. Allí estaba Tekli, junto al lienzo famoso, que ocupa todo el fondo de la habitación, sentado ante su caballete, con el sombrerito blanco echado atrás para dejar en libertad los latidos de su frente, contraída por el tenaz empeño de la exactitud.
Al ver á Renovales se levantó con apresuramiento, dejando su paleta sobre el pedazo de hule que defendía el entarimado de las manchas de pintura. ¡Amable maestro! ¡Cómo agradecía esta visita! Y le mostraba su copia, de una minuciosa exactitud, sin el prodigioso ambiente, sin la milagrosa realidad del original. Renovales asentía con la cabeza; admiraba la paciente labor de aquel buey manso del arte, que abría sus surcos siempre iguales, con una rigidez geométrica, sin el más leve descuido, sin el menor intento de originalidad.
–¿Ti piace?– preguntaba ansioso, mirándole á los ojos para adivinar su pensamiento. —¿E vero? ¿E vero?– repetía con la incertidumbre del niño que presiente un engaño.
Y súbitamente tranquilizado por las muestras de aprobación de Renovales, cada vez más extremadas para disfrazar su indiferencia, el húngaro le cogió ambas manos, llevándoselas al pecho.
– Sono contento, maestro… Sono contento.
No quería soltar á Renovales. Ya que había tenido la magnanimidad de venir á conocer su obra, no podía dejarle marchar. Almorzarían juntos en el hotel donde él vivía. Destaparían un frasco de Chiantti para recordar su vida de Roma; hablarían de la alegre bohemia de la juventud, de aquellos compañeros de diversas nacionalidades que se reunían en el café del Greco; unos muertos ya, los demás esparcidos por Europa y América; los menos llegados á la celebridad, la mayoría vegetando en