La maja desnuda. Ibanez Vicente Blasco

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Название La maja desnuda
Автор произведения Ibanez Vicente Blasco
Жанр Зарубежная классика
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Издательство Зарубежная классика
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ella le placía Roma con el Papa y sus reyes. Además, le mareaba ir en góndola y se quejaba de incesante reuma, echando la culpa á la humedad de las lagunas.

      Renovales, que temblaba por la vida de Josefina, creyendo que su naturaleza endeble y delicada no podría resistir el accidente de la maternidad, prorrumpió en una alegría ruidosa al recibir en sus brazos á la pequeña y contemplar á la madre, que reclinaba como muerta su cabeza en la almohada. La blancura de ésta se confundía con la de su rostro. Su primera mirada fué para ella, para las facciones pálidas y desencajadas por la reciente crisis, que iban serenándose con el descanso. ¡Pobrecita! ¡Cómo había sufrido! Pero al salir de puntillas del dormitorio para no turbar el sueño abrumador que se apoderaba de la enferma después de dos días crueles, entregóse á la admiración del pedazo de carne que, envuelto en finos lienzos, descansaba sobre los enormes y flácidos muslos de la abuela. ¡Ah, el adorable boceto! Contempló su carita amoratada, su abultada cabeza pobre de pelo, buscando algo suyo en este oleaje de carne, todavía removida y sin formas determinadas. Él no entendía de esto; era la primer criatura que veía nacer. «Mamá, ¿á quién se parece?»

      Doña Emilia se asombraba de su ceguera. ¿Á quién había de parecerse? Á él, sólo á él. Era grande, enorme; pocas criaturas había visto como aquella. Parecía imposible que viviese su pobre hija después de echar al mundo aquello. Por falta de salud no había que quejarse; tenía los colores de una lugareña.

      – Es una Renovales; es tuya, y bien tuya, Mariano. Nosotros somos de otra clase.

      Y Renovales, sin fijarse en las palabras de mamá, sólo vió que su hija era semejante á él, extasiándose en la contemplación de su robustez, alabando á gritos aquella salud de la que hablaba la abuela con un acento de decepción.

      En vano él y doña Emilia quisieron disuadir á Josefina de su propósito de dar el pecho á la pequeña. La mujercita, á pesar de su debilidad, que la mantenía inmóvil en la cama, lloró y gritó casi lo mismo que en las crisis que tanto habían asustado á Renovales.

      – No quiero – dijo con aquella tenacidad que tan terrible la hacía. – No quiero para mi hija leche extranjera. La criaré yo… su madre.

      Y hubo que entregársela, dejar que la pequeña se agarrase con una voracidad de ogro á aquellos pechos, hinchados ahora por la maternidad, y tantas veces admirados por el pintor en su virginal recogimiento.

      Cuando Josefina pareció repuesta, su madre, dando por terminada su misión, regresó á Madrid. Se aburría en aquella ciudad silenciosa: de noche creía estar muerta al no escuchar desde su cama ruido alguno. La daba miedo esta calma de cementerio, rasgada de tarde en tarde por el grito de los gondoleros. No tenía amigas, no brillaba; no era nadie en aquella charca, ni nadie la conocía. Recordaba á todas horas á sus ilustres amigas de Madrid, donde ella se creía un personaje insustituible. Tenía clavada en el alma la modestia del bautismo de su nieta, á pesar de que á ésta la pusieron su nombre. Un cortejo pobre que cabía en dos góndolas: ella, que era la madrina, con el padrino, un viejo pintor veneciano amigo de Renovales, y además, éste y dos artistas, uno francés y otro español. No había asistido al bautizo el patriarca de Venecia, ni siquiera un obispo. (¡Ella que conocía tantos en su país!) Un simple cura, con rapidez lamentable, había bastado para cristianizar á la nieta del famoso diplomático en una iglesia pequeña, á la caída de la tarde. Se marchó, repitiendo una vez más que su Josefina se estaba matando, que era una locura, con su salud delicada, dar el pecho á la niña, lamentándose de que no la imitase á ella, que había confiado siempre sus hijos á lactancias extrañas.

      Josefina lloró mucho al separarse de mamá, mientras Renovales la despedía con mal disimulado gozo. ¡Buen viaje! Á duras penas podía aguantar á aquella señora, que se creía en perpetua postergación viendo cómo trabajaba su yerno por sostener el bienestar de su hija. Únicamente estaba de acuerdo con ella al regañar dulcemente á Josefina por su tenacidad en dar el pecho á la pequeña. ¡Pobre maja desnuda! La gentileza de su cuerpo de capullo borrábase con el amplio florecimiento de la maternidad. Sus piernas, dilatadas por la hinchazón del embarazo, habían perdido sus antiguas líneas; sus pechos, más fuertes y abultados ahora, ya no tenían su esbeltez de magnolia cerrada.

      Parecía más robusta, pero la amplitud de su cuerpo iba acompañada de enémica flacidez. El marido, viendo cómo perdía su gentileza, la amaba más con tierna compasión. ¡Pobrecita! ¡Cuán buena era! ¡Se estaba sacrificando por su hija!..

      Cuando ésta tenía un año, ocurrió la gran crisis de la vida de Renovales. Ganoso de darse «un baño de arte», de saber lo que ocurría fuera de aquella mazmorra en que estaba encerrado pintando á tanto la pieza, dejó á Josefina en Venecia é hizo un corto viaje á París para ver su famoso Salón. Volvió de allá transfigurado, con nueva fiebre de trabajo y una resolución de transformar su existencia, que causó en su mujer asombro y miedo. Iba á romper con su empresario; no se envilecería más en aquella pintura falsa, aunque tuviese que pedir limosna. En el mundo se hacían grandes cosas, y él sentíase con ánimos para ser un innovador, siguiendo el camino de aquellos pintores modernos que tan profundamente le impresionaban.

      Aborrecía ahora la vieja Italia, adonde iban á estudiar los artistas, protegidos por gobiernos ignorantes.

      En realidad, lo que encontraban en ella era un mercado de seductoras demandas, acostumbrándose al encargo, á la vida muelle y sin iniciativas de la ganancia fácil. Quería trasladarse á París. Pero Josefina, que acogía en silencio las ilusiones de Renovales, incomprensibles en gran parte para ella, modificó con sus consejos esta resolución. Ella también quería salir de Venecia. La ciudad le parecía triste durante el invierno, con sus interminables lluvias, que dejaban resbaladizos los puentes é intransitables las callejuelas de mármol. Decididos ya á levantar el campo, ¿por qué no regresar á Madrid? Mamá estaba enferma, se lamentaba en todas las cartas de vivir lejos de su hija. Josefina deseaba verla, presintiendo su muerte. Renovales reflexionó; también él deseaba volver á España. Sentía la nostalgia del país; pensó en el gran alboroto que levantaría allá, ensayando sus nuevos procedimientos en medio de la general rutina. Le tentaba el deseo de escandalizar á la gente académica que le había aceptado por sus anteriores abdicaciones.

      El matrimonio volvió á Madrid con su pequeña Milita, á la que llamaban así familiarmente, abreviando el diminutivo de Emilia. Renovales llevaba por todo capital unos cuantos miles de liras, ahorros de Josefina y producto de la venta de una parte de los muebles que adornaban las salas destartaladas del palacio Foscarini.

      Los principios fueron difíciles. Á los pocos meses de su permanencia en Madrid murió doña Emilia. Su entierro no correspondió á las ilusiones que siempre se había forjado la ilustre viuda. Apenas si asistieron á él dos docenas de sus innumerables y famosos parientes. ¡Pobre señora, si hubiese presenciado esta póstuma decepción!.. Renovales casi se alegró del suceso. Con él rompíase el único lazo que les unía al gran mundo. Él y Josefina vivieron en un piso cuarto de la calle de Alcalá, cercano á la Plaza de Toros, con una gran terraza que el artista convirtió en estudio. Su existencia fué modesta, recogida, humilde: ni amigos ni fiestas. Ella pasaba los días cuidando de su hija y de la casa, sin otra ayuda que la de una torpe doméstica de exigua retribución. Muchas veces, cuando más activa se mostraba, caía en profundo desaliento, quejándose de extrañas y variables enfermedades.

      Mariano apenas trabajaba en su casa: pintaba al aire libre, aborrecía la luz convencional del estudio, la estrechez de su ambiente. Recorría los alrededores de Madrid y las provincias cercanas, buscando los tipos toscos é ingenuos, cuyas caras parecían transpirar la antigua alma española. Subía al Guadarrama en pleno invierno, permaneciendo como un explorador único en los campos de nieve, para trasladar al lienzo los pinos seculares, retorcidos y negros bajo sus gorros de heladas vedijas.

      Al verificarse la Exposición estalló el nombre de Renovales como un cañonazo, esparciendo sus ecos por las cumbres del entusiasmo y las sombrías oquedades de la opinión. No presentó un cuadro enorme y con argumento como en su primer triunfo. Eran lienzos pequeños, estudios confiados al azar de un buen encuentro, pedazos de Naturaleza, hombres y paisajes reproducidos con una verdad asombrosa y brutal que escandalizaba al público.

      Los