Entre naranjos. Ibanez Vicente Blasco

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Название Entre naranjos
Автор произведения Ibanez Vicente Blasco
Жанр Зарубежная классика
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Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
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esa señora extranjera, como tú dices, es de aquí, y ha nacido en la misma calle que tú. ¿No conoces a doña Pepa, la del médico, como la llaman; una señora pequeña que tiene un huerto junto al río y vive en una casa azul que se inunda siempre que sube el Júcar? Era dueña de la casa que tenéis un poco más arriba de la vuestra, y se la vendió a tu padre; la única compra que hizo don Ramón, ¿no te acuerdas?

      Sí, creía conocerla. Poniendo en tensión su memoria salía de los más remotos rincones una señora vieja, arrugada, con la espalda algo curva, y una cara de simpleza y bondad. La veía con el rosario al puño, la silla de tijera al brazo y la mantilla sobre los ojos, como cuando pasaba por frente a su puerta saludando a su madre, la cual decía con aire protector: – Esa doña Pepa es muy buena; un alma de Dios… La única persona decente de su familia.

      – Sí; sé quien es; la conozco, – dijo Rafael.

      – Pues esa señora extranjera– continuó don Andrés – es sobrina de doña Pepa. La hija de su hermano el médico, una muchacha que hasta ahora ha ido por el mundo cantando óperas. Tú no te acordarás del doctor Moreno, que tanto dio que hablar en sus tiempos…

      ¡Vaya si se acordaba! No necesitó poner en tortura su memoria. Aquel nombre aún se conservaba fresco entre los recuerdos de la niñez. Representaba muchas noches de sueño alterado por el miedo; de súbitas alarmas en las cuales ocultaba bajo las sábanas la cabeza temblorosa; de amenazas, cuando negándose a dormir porque le acostaban temprano, su madre le decía con voz imperiosa:

      – Si no callas y duermes, llamaré al doctor Moreno.

      ¡Terrible y sombrío personaje! Rafael recordaba como si las hubiera visto al entrar en el casino, aquellas barbas enormes, negras y rizosas; los ojos grandes y ardientes, mirando siempre con exaltación, y el cuerpo alto, con una grandeza que aún parecía mayor al joven Brull, evocándola desde los recuerdos de su infancia. Tal vez era una buena persona; así lo creía Rafael cuando pensaba en aquel lejano período de su vida; pero aún tenía presente el susto que experimentó siendo niño, al encontrar en una calleja al terrible doctor, que le miró con sus ojos de brasa acariciándole las mejillas bondadosamente, con una mano que al arrapiezo le pareció de fuego. Huyó despavorido, como huían casi todos los chicuelos cuando les acariciaba el doctor.

      ¡Qué horrible fama la suya! Los curas de la población hablaban de él con terribles aspavientos. Era un impío, un excomulgado. Nadie sabía ciertamente qué alta autoridad había lanzado sobre él la excomunión; pero era indudable que estaba fuera del gremio de las personas decentes y cristianas. Bastaba para esto saber que todo el granero de su casa lo tenía lleno de libros misteriosos, en idiomas extranjeros, todos conteniendo horribles doctrinas contra las sanas creencias en Dios y en la autoridad de sus representantes. Era defensor de un tal Darwin, que sostenía que el hombre es pariente del mono, lo que regocijaba a la indignada doña Bernarda, haciéndola repetir todos los chistes que a costa de esta locura soltaban sus amigos los curas los domingos en el púlpito. Y lo peor era que con tales brujerías, no había enfermedad que se resistiera al doctor Moreno. Hacía prodigios en los arrabales, entre la tosca gente de los huertos que le adoraba con tanto afecto como temor. Devolvía la salud a los que habían declarado incurables los viejos médicos de larga levita y bastón con puño de oro, venerables sabios, más creyentes en Dios que en la ciencia, según decía en su elogio la madre de Rafael. Aquel exaltado se valía de nuevos medicamentos, de sistemas originales, aprendidos en las revistas y libracos que recibía de muy lejos. A los enemigos les desconcertaba en su murmuración la manía del doctor por curar gratuitamente a los pobres, añadiendo muchas veces una limosna; e indignábales la testarudez con que se negaba otras muchas a asistir a las personas acaudaladas y de sanos principios que habían tenido que solicitar el permiso de su confesor para ponerse en tales manos.

      – ¡Pillo! ¡Hereje!.. ¡Descamisado!.. – exclamaba doña Bernarda.

      Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio.

      A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido. Mandaban los otros… todos menos la casa de Brull.

      La monarquía se la había llevado la mala trampa; legislaban en Madrid los hombres de la revolución de Septiembre. Los industrialillos de la ciudad, rebeldes siempre a la soberanía de don Ramón, tenían fusiles en las manos, formaban una milicia, y eran capaces de plantar un balazo a los que antes les habían tenido bajo el pie. Se daban en las calles vivas a la República, faltaba poco para que se encendieran cirios ante la estampa de Castelar; y entre este torbellino de discursos, aclamaciones, Marsellesa a todas horas y percalina tricolor, destacábase el fanático médico, predicando en las plazas, hablando en las eras de los pueblos vecinos, explicando los Derechos del Hombre en las veladas nocturnas del casino republicano de la ciudad; entusiasta hasta el lirismo, repetía con diversas palabras las mismas odas oratorias del tribuno portentoso que en aquella época corría España de una punta a otra, haciendo comulgar al pueblo en la democracia al son de sus estrofas, que sacaban de la tumba todas las grandezas de la historia.

      La madre de Rafael, cerrando puertas y balcones, miraba irritada al cielo cada vez que la masa popular, a la vuelta de un meeting, pasaba por su calle con banderas al frente, para detenerse un poco más allá, ante la vivienda del doctor, al que aclamaba con entusiasmo. – «¿Hasta cuándo iba a consentir Dios que las personas honradas sufriesen?» Y aunque nadie la insultaba ni la pedía un alfiler, hablaba de la necesidad de trasladarse a otro punto. Aquellas gentes pedían la República, eran de la Repartidora, como ella decía; al paso que marchaban las cosas, no tardarían en triunfar, y entonces vendría el saqueo de la casa; tal vez el degüello de ella y su hijo.

      – ¡Déjalos, mujer! – decía el caído cacique con burlona sonrisa – No son tan malos como crees. Que sigan cantando su Marsellesa y dando vivas, ya que con tan poco se contentan. Este tiempo, otro traerá. Los carlistas se encargarán de hacer triunfar a los nuestros.

      Para el padre de Rafael, el doctor era un buen hombre. «Un excelente chico, al que los libros habían trastornado». Le conocía mucho; habían ido juntos a la escuela, y jamás quiso unirse al coro de maldiciones contra Moreno. Lo único que pareció molestarle, fue que a raíz de la proclamación de la República, los entusiastas del doctor quisieran enviarle diputado a la Constituyente del 73. ¡Diputado aquel loco, cuando él, el amigo y agente de tantos ministros moderados, no había osado nunca pensar en el cargo por el respeto casi supersticioso que le inspiraba! ¡Aquello era el fin del mundo!..

      Pero el doctor se opuso a tales deseos. Si iba a Madrid, ¿qué sería del triste rebaño que encontraba en él salud y protección? Además, él era un sedentario. Se sentía ligado a aquella vida de estudio y soledad, en la que cumplía sus gustos sin obstáculo alguno. Sus convicciones le arrastraban a mezclarse entre la masa, a hablar en los lugares públicos, provocando tempestades de entusiasmo; pero se negaba a tomar parte en las organizaciones de partido, y después de una reunión pública, pasaba días y días encerrado en casa entre sus libros y revistas, sin más compañía que la de su hermana, dócil devota que le adoraba, aunque lamentando su irreligiosidad, y la de su hija, una niña rubia que Rafael recordaba apenas, pues la antipatía que inspiraba el padre a las principales familias, obligaba a la pequeña a un forzoso aislamiento.

      El doctor tenía una pasión: la música. Todos admiraban su habilidad. ¿Qué no sabría aquel hombre? Según doña Bernarda y sus amigas, aquel talento portentoso era adquirido con malas artes, fruto de su impiedad. Pero esto no impedía que por las noches, cuando hacía sonar el violoncello, acompañado por ciertos amigotes de Valencia que venían a pasar con él algunos días, – todos gente greñuda y estrambótica, que hablaban un lenguaje raro y nombraban a un tal Beethoven con tanta unción como si fuese San Bernardo, el patrón de Alcira, – la gente se agolpase en la calle, siseando para que caminasen más quedo los que poco a poco se aproximaban, y abríanse cautelosamente balcones y ventanas ante los prodigios del endemoniado doctor.

      – Sí, don Andrés – dijo Rafael; – recuerdo perfectamente al doctor