Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco

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Название Los enemigos de la mujer
Автор произведения Ibanez Vicente Blasco
Жанр Зарубежная классика
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Издательство Зарубежная классика
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Pinzones. Un ascendiente suyo había sido descubridor de los modernos Estados Unidos al desembarcar con el viejo Ponce de León en la Florida, buscando la legendaria «Fuente de la Juventud». El primer Saldaña noble había obtenido el don al fundar un pueblo en las cercanías de Panamá. El sería navegante como sus antecesores, marino vagabundo, gozador de placeres exóticos, y tal vez consiguiera arrancar de paso algún secreto al gran misterio de las llanuras azules.

      La vida en aquel palacio afeado por las manías de su madre le resultaba incómoda y penosa, impulsándolo á huir. La princesa, no hizo la menor objeción al enterarse de que su hijo deseaba comprar un yate para navegar por todos los mares. Podía hacerlo: era un placer de gran señor digno de él. Estaban cada vez más ricos. El petróleo, el platino, todos los yacimientos preciosos de su propiedad, y el producto de sus tierras, vastas como Estados, formaban una renta enorme. El año anterior había llegado á diez y seis millones: más de un millón por mes. Para un particular era fabuloso. Y la Lubimoff, que por unos momentos había recobrado su buen sentido, añadió luego con modestia:

      – Pero para una reina no es gran cosa.

      Miguel adquirió en Inglaterra un yate velero, de proa afilada y arboladura audaz, con máquina auxiliar, y le puso un nombre de ave marina, pero en español: Gaviota.

      Deseaba prolongar en el Océano su vida terrestre, seleccionando de ella todo lo más interesante, y por esto quiso embarcar á Sergueff. El maestro parecía melancólico, como si le pesasen lo mismo que un remordimiento las comodidades que le proporcionaba el príncipe y sus larguezas pecuniarias. Tenía ocupaciones más urgentes que navegar á capricho en un buque de lujo. Y desapareció para volver á Rusia, como si la horca tirase de él, como si deseara, en caso de mejor suerte, dar por segunda vez la vuelta á la tierra.

      El coronel tuvo que embarcarse como ayudante de campo del príncipe. Nunca se había separado de él. Pero ¡ay! no tenía el pie marino, y menos aún el estómago: era un héroe de montaña; y desde un puerto del Brasil hubo que reexpedirlo á París.

      Cinco años duraron las navegaciones del Gaviota. En el segundo, creyó Miguel Fedor que iba à interrumpirse su carrera de navegante. Acababa de estallar la guerra entre Rusia y el Japón, y él cablegrafió desde una escala del Pacífico pidiendo su antiguo puesto en la Guardia. La contestación fué dilatoria. El zar aún estaba enojado con él y mantenía su destierro.

      «¡Mejor!», acabó por decirse una vez extinguida su cólera. Adivinaba lo que iba á ocurrir: la suerte final de aquellos bravos de sable afilado frente á los hombrecillos astutos y amarillos que se habían ido apropiando en silencio el arte de matar de los occidentales.

      Sus aventuras en los puertos, su trato con mujeres de todas razas y colores, bastaban para llenar su existencia. «Hago estudios de geografía amorosa», escribía á don Marcos después de preguntarle por la salud de su madre.

      Tuvo que interrumpir de pronto sus cruceros para visitar á la princesa. Los médicos la habían hecho abandonar el palacio de París, con su lúgubre decorado que excitaba su locura, enviándola á la Costa Azul para que se saturase de sol y de aire libre. Y la pobre María Estuardo, de riguroso incógnito, iba de gran hotel en gran hotel, ocupando un piso entero con su cortejo de domésticos rusos acostumbrados á los golpes, de adivinas y maestros en evocaciones, siendo la desesperación de los hoteleros, que la veían partir con gusto á pesar de que pagaba ella sola más que el resto de los huéspedes.

      Lubimoff la vió como un espectro dentro de sus flotantes vestiduras de luto, más flaca, más alta, con los ojos de una fijeza alarmante. Su tez, había perdido la antigua blancura, ennegreciéndose como si la tostase un fuego interior. Por el momento, su única preocupación era construir un palacio en la Costa Azul. Había comprado en territorio francés, á la vista de Monte-Carlo, un pequeño cabo, un espolón de tierra y rocas que avanzaba sobre las olas con el lomo cubierto de olivos seculares y pinos retorcidos. La entretenía luchar con la testarudez de un matrimonio de viejos rústicos que se negaban á venderle la punta extrema del promontorio. Además llevaba gastados muchos miles de francos en planos del futuro palacio. Pintores, arquitectos y jardineros-paisajistas trabajaban incesantemente para ella, exprimiendo su imaginación y haciendo estudios en el pasado. Quería plantar ante el Mediterráneo un enorme castillo escocés, lo más escocés que pudiera idearse: «una novela de Wálter Scott hecha de piedra», resumía la princesa.

      El hijo se asustó. Iba á repetirse la suntuosa mazmorra de París frente al mar luminoso, en uno de los paisajes más sonrientes de la tierra. Habló á espaldas de su madre con todos los que trabajaban para la futura Villa-Sirena. La princesa había ideado este nombre, segura de que en las noches de luna vendrían á visitarla las hijas de las profundidades marinas, cantando en los escollos al pie de sus ventanas. No podían hacer menos por ella. El misterio se abría cada vez más ampliamente ante sus ojos, permitiéndole ver lo que no veían los demás.

      Don Marcos, que, abandonado por su discípulo, seguía á la princesa, recibió iguales recomendaciones. Debía evitar que la pobre señora perpetrase este sacrilegio mediterráneo. ¡Pero qué podía el infeliz coronel con aquella demente que pasaba semanas enteras sin hablarle, como si no le reconociese!..

      Volvió el príncipe á su yate, y un año después le alcanzó la noticia triste y esperada, hallándose en el Norte de Noruega, al regreso de una excursión por los mares árticos. Su madre había muerto cuando empezaban á elevarse entre los olivos y los pinos del rosado promontorio unos muros enormes de piedra falsamente negruzca, como las tablas pintadas de los anticuarios, y que parecían próximos á derrumbarse de puro viejos apenas salidos de la tierra.

      III

      Miguel llegó á tiempo para recibir el cuerpo de la princesa en París. Antes de morir se había sentido iluminada por ese chisporroteo de razón que anuncia el fin de los grandes desequilibrados, dejando escritos en varios papeles los préstamos hechos á determinadas personas y juiciosas indicaciones al hijo para el buen manejo de la enorme fortuna. Quería ser enterrada junto á su marido, el primero, «el héroe», en el cementerio del Père Lachaise. En sus últimos años de permanencia en París, tocada una vez más del afán de construcción, se había ocupado en preparar su morada definitiva, levantando junto al mausoleo del marqués de Villablanca, cuya imagen ceñuda é indomable tenía en la mano una espada rota, otro monumento no menos ostentoso, con una estatua que ella creía su exacto retrato y no era mas que una reproducción de la infeliz reina de Escocia tal como aparece en las estampas de la época romántica.

      Durante las ceremonias fúnebres, Miguel Fedor volvió á encontrarse con muchos antiguos visitantes del palacio Lubimoff que él creía muertos. Doña Mercedes le abrazó llorando. Estaba extraordinariamente obesa, con la indiánica tez aclarada por una blancura jugosa y monacal. Parecía la superiora de un noble convento de canonesas. A su lado, el monseñor, con sotana de seda y gesto compungido, movía los labios por la salvación de la difunta. «¡Hijo mío! Todos tenemos nuestras penas.» Y la pobre señora, al hablar así, miró á otra enlutada elegante que se mantenía en el cementerio á cierta distancia de ella, y parecía anonadada por una ceremonia que la había obligado á salir del lecho antes de mediodía.

      También la duquesa de Delille vino á él, estrechándole las dos manos y envolviéndolo en una mirada extraña.

      – Tu madre me quería de verdad… En los últimos años nos hemos visto mucho.

      Miguel asintió mudamente. Lo sabía. La princesa Lubimoff era el único sostén de esta apasionada sin escrúpulos que se iba á fondo en la consideración de las gentes. Ella la había defendido cuando las otras mujeres del gran mundo, cediendo al instinto de conservación, le hacían la guerra y le cerraban la entrada de sus casas, temiendo por la fidelidad de sus maridos. Como jugaba en Monte-Carlo todos los inviernos, había acompañado á la princesa hasta sus últimos instantes.

      – Me quería más que mi madre… Tal vez se acordaba de que pude ser su hija.

      El príncipe se alejó, como molestado por esta alusión. ¡Le habían dicho tantas cosas de ella!.. Pero su imagen le fué acompañando durante el resto de la ceremonia. Continuaba siendo hermosa, mas con una belleza extraña. Había perdido su dorado cutis