Episodios Nacionales: La Segunda Casaca. Benito Pérez Galdós

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Название Episodios Nacionales: La Segunda Casaca
Автор произведения Benito Pérez Galdós
Жанр Зарубежная классика
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Издательство Зарубежная классика
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en el primer pliego.

      – Se cree… eso es; y debe de ser cierto – indicó D. Buenaventura. – No puede menos de ser cierto.

      – Viósele en Granada el año 16 – continuó Lozano leyendo, – y al poco tiempo estuvo en Murcia y Alicante, donde le protegían López Pinto, el brigadier Torrijos y algunos oficiales del regimiento de Lorena.

      – Esta fue la conspiración del regimiento de Lorena, que abortó por fortuna… Ojo, señores. Por empeños de Villela fueron puestos en libertad los conspiradores.

      – El año 17 estuvo en los baños minerales de Caldetas, donde pasaba por criado del malogrado Lacy, y el 5 de Abril salió de Tarragona con las dos compañías de Quer. Desapareció en Arenys de Mar.

      – Desapareció… – dijo con enfado D. Buenaventura. – Si no existiera esta sorda y astuta confabulación de todos los pillos, no se habría evaporado tan fácilmente.

      – Volvió a aparecer en Gibraltar, visitando la casa del judío Benoltas, que dio dinero para la sublevación de Alicante – continuó Lozano, hojeando los papeles. – Después se le vio en Murcia muy unido a Romero Alpuente y a Torrijos; pero cuando este fue descubierto y preso, el otro… desapareció.

      – ¡Desapareció!… Lo de siempre.

      – Pero al poco tiempo se le vio en Madrid, donde los masones de Murcia tenían tan buenas aldabas. Sostuvo relaciones epistolares con D. Eusebio Polo y con Manzanares, oficiales de Estado Mayor, y otros muchos militares distinguidos que están afiliados en la masonería. Cuando estos fueron reducidos a prisión, se pudo echar mano al Monsalud; pero al poco tiempo de encierro…

      – Desapareció. Ya sabemos lo que son esas desapariciones – afirmó colérico el familiar de la Inquisición. – Los Hermanos del Grande Oriente han tenido buen ojo en la elección de sus venerables. Son estos algunos señores de la grandeza, generales y consejeros como Villela.

      – Reapareció en Valencia – prosiguió Lozano – a principios de este año. Trabajó con don Diego Calatrava en los preparativos de la conspiración de Vidal. Frustrada esta, fue herido gravemente y preso con otros muchos. Llevado a la cárcel en camilla, se le encerró en un calabozo, donde era imposible la evasión. Cuando fueron a sacarle para conducirle al patíbulo, encontraron en su lugar…

      – ¿Qué?

      – Un muñeco vestido con sus ropas.

      – Esto es burla… Pero sea lo que quiera, Pipaón ha dicho que el desaparecido está en Madrid.

      – Así me lo han asegurado – repuse. – Creo que podemos saberlo con toda certeza.

      – Soy familiar de la Inquisición, y tú, Pipaón, un hombre listísimo. Si de esta vez no hacemos algo de provecho, tengámonos por dos alcornoques de tomo y lomo.

      – Pero si hacemos algo, mi Sr. D. Buenaventura – dije, – que sea para desenmascarar a un magistrado tan corrompido como el señor Villela.

      – Vamos – repuso riendo, – a ti lo que te escuece es la vacante de consejero que Villela se quiere apropiar, caliente aún el cuerpo del Sr. Requena. Por mi parte te juro que aborrezco a Villela. Siempre he visto en él un hombre tan astuto como peligroso, que está sirviendo a la revolución.

      – Ya se lo dirán de misas. Soy…

      – Cójame a ese Monsalud, Sr. D. Buenaventura – dijo el ministro. – Vamos, ¿a que no se atreve?

      – ¿Que si me atrevo? Pipaón: vete por casa mañana. Hablaremos.

      – Pues hasta mañana, señor marqués.

      – No hay más que hablar.

      VIII

      Veamos lo que pasaba en mi casa. Detenido en ella el Sr. D. Miguel de Baraona por ciertos achaquillos en las piernas que no le permitían zarandearse en paseos y cafés, mataba el aburrimiento escribiendo cartas o perorando, si por mi desgracia lograba echarme el guante. Jenara hacía vida muy distinta. Menos ocupada que antes en sus labores de mano, salía a la calle con alguna frecuencia, pasando largas horas fuera. Todo revelaba en la hermosa Jenara que traía entre manos un asunto importante, asunto de verdadera acción que requería tanta actividad como cavilaciones. No tuve que hacer grandes esfuerzos para descubrirlo, porque ella misma me lo reveló todo una noche junto al brasero, después que Baraona se recogió en su cuarto.

      – ¿Ha averiguado el Gobierno – me preguntó – el paradero de Salvador Monsalud? ¿Sabe que está conspirando?

      – El Gobierno, señora – le respondí, – lo sabe todo y no sabe nada; mejor dicho, sabiendo que se conspira a más y mejor, es completamente incapaz de descubrir y más aún de castigar las conspiraciones.

      – ¡Qué Gobierno! – exclamó Jenara. – Bien dice mi abuelo que estos que hoy mandan son como los muñecos que se ponen en el campo cuando se acaba de sembrar: espantan a los pájaros, pero no a los hombres. Diga usted que sabe tanto – añadió con jovialidad, – ¿por qué no se habían de encargar a las mujeres ciertas cosas del Gobierno?

      – Porque no. Ahí están Catalina de Rusia, Isabel de Inglaterra y otras, que gobernaron a sus pueblos…

      – No, no es eso lo que digo. Gobiernen a los pueblos los hombres; lo que, según mi entender, podía confiarse a las mujeres, es un trabajo menudo y que no requiere ciencia de libros; por ejemplo, el descubrimiento de las conspiraciones.

      – En Francia dicen que hay muchas mujeres empleadas en la policía secreta.

      – Las mujeres – dijo Jenara con gravedad y gracia, – son más leales que los hombres, sirven con más ardor y más honradez a una causa cualquiera, son menos accesibles a la corrupción, poseen instinto más fino y mayor agudeza de ingenio, mayor penetración. Ustedes piensan; nosotras adivinamos.

      – Es verdad; ustedes adivinan – dije con mucha sorna. – Vamos a ver: ¿ha adivinado usted el paradero de Salvador Monsalud?

      – Sí señor – repuso mirándome con fijeza, y sonriendo vanidosa y triunfalmente. – Sí señor; lo he adivinado, lo he descubierto, lo sé.

      – ¿Pero es broma, es sospecha o presunción?… – pregunté lleno de asombro.

      – Es certidumbre, Sr. D. Juan.

      – ¡Es usted un tesoro, es usted una diosa, Jenara! – exclamé con entusiasmo. – Pero dígame usted: esas salidas diarias, esa multitud de recados, esa ocupación constante durante más de una semana, ¿se han consagrado al servicio de la patria y del Rey? Me parece inverosímil.

      – Si he de hablar con verdad, no he atendido gran cosa al servicio de la patria y del Rey… He tenido fijo el pensamiento en mi esposo, acuchillado y moribundo.

      – Verdad es que la persona a quien queremos castigar ha sido por mucho tiempo la pesadilla y el espantajo de su familia de usted.

      – Yo no sé hacer nada a medias – dijo Jenara con solemne voz. – Me impulsaba a dar estos pasos un sentimiento que inflama mi corazón, un sentimiento criminal que ofende a Dios, lo sé; un sentimiento…

      – ¡Jenara!

      – Sí, Sr. de Pipaón, el odio; hablo del odio que se ha fijado en mí desde hace algunos años como un puñal que me atraviesa el corazón. Incapaz de tranquilidad, escandalizada de la debilidad de los hombres, que han dejado sin castigo a tan grave criminal, me he lanzado resueltamente y con todo el ardor de mi carácter a un trabajo impropio de mi sexo y condición. He desfallecido muchas veces, he sufrido grandes sonrojos; pero al fin la fuerza de mi propia pasión me ha dado energía, y con la energía una luz extraordinaria. ¡Qué no conseguirá la voluntad de una mujer, su penetrante instinto, su admirable sagacidad!…

      – Esas prendas, señora, han revuelto el mundo muchas veces, han provocado guerras y revoluciones – dije contemplándola fijamente, por ver si descubría cuáles eran las verdaderas ideas y los sentimientos efectivos de Jenara en aquella ocasión.

      No