Delincuencia juvenil. Jorge Valencia-Corominas

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Название Delincuencia juvenil
Автор произведения Jorge Valencia-Corominas
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Год выпуска 0
isbn 9789972453663



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1965, p. 150)

      La tipificación de delitos en la legislación penal fue incrementándose cuantiosamente con el pasar de los años, así como el incremento de la rigurosidad de las penas, lo que trajo consigo la construcción masiva de cárceles. Y el control social realizado a través del modelo punitivo fue cuestionado y criticado.

      En el Perú, con la promulgación del Código Penal de 1863 la legislación quedó sumergida en el parámetro de este modelo, puesto que su regulación reconocía castigos severos para los menores. Desde los nueve años de edad los niños eran considerados imputables ante la ley penal.

      La pérdida de valores en la sociedad y la aparición de conductas trasgresoras de la ley son secuelas de un medio de desarrollo pernicioso en algunas ciudades norteamericanas como Chicago a fines del siglo XIX. Esta realidad generó delincuencia juvenil, puesto que los menores, sobre todo de sectores sociales de mayor pobreza, desarrollaron conductas delictivas. En tanto testigo y partícipe de esta realidad, Estados Unidos propuso el desarrollo de un sistema de protección, también llamado de reeducación, en el que el castigo ya no fuera considerado como un medio para la reeducación del menor. Al respecto, Bustos señala: “Movimientos filantrópicos y humanitarios se lanzan a liberar a los niños del sistema penal con una profunda convicción en los éxitos del sistema reeducativo. [...] No importa si son mendigos, pobres o delincuentes, todos necesitan un mismo sistema de protección” (Bustos, 1992, p. 12).

      Este modelo asistencialista tuvo su origen en la creación de los tribunales de Chicago en los Estados Unidos de América en el año 189915, que establecieron procedimientos legales especiales para los menores que presentaban las llamadas “conductas antisociales”. A este respecto, Blanco Escandón afirma:

      Muchos estados adoptaron al comienzo un modelo tutelar flexible y compasivo, en lugar de un sistema judicial penal severo y orientado a la imposición de castigos. Se rechazaba la idea de crimen y no se adjudicaba responsabilidad a los niños y menores que cometían actos tipificados como ilícitos penales, y en lugar de ello, sostenían que había que ‘curar’ y ‘rehabilitar’ o ‘readaptar’ a los jóvenes […]. (Blanco Escandón, 2012, p. 98)

      No obstante, ello no implicó un respeto de sus derechos, en tanto los menores solo eran reconocidos como objetos de protección. Cuello Calón, citado por Vásquez, señala sobre el modelo tutelar:

      El principal objetivo es sustituir el sistema penal propio de los adultos y, escoger un sistema de principios y de normas especiales para los menores, creando un nuevo derecho penal específico para ellos, inspirado en un espíritu puramente tutelar y protector. (Vázquez, 2003, p. 250)

      La finalidad de este modelo era la resocialización de los menores. Esto lo hacía diferente del anterior, que solo aplicaba el castigo para reformar una conducta que violentaba el orden social, pero sin reconocerles un sistema de garantías. Los menores no eran percibidos como sujetos de derechos, sino como objetos de tutela que debían ser protegidos, y así se desconocían sus derechos fundamentales y las garantías que el sistema penal reconocía a los adultos.

      Durante la segunda mitad del siglo XIX, la ciudad de Chicago se caracterizó por su cosmopolitismo, pues congregaba en un mismo espacio a individuos de diferentes etnias. Esto trajo como resultado un choque de culturas que la convirtieron en una de las urbes más convulsionadas de los Estados Unidos de América.

      En este escenario se crearon los citados tribunales y se desarrolló la doctrina de la situación irregular, que conceptualizó la corriente criminológica correccionalista, la que señalaba la importancia de aislar en un correccional al menor de edad que hubiese cometido un acto antisocial para alejarlo de espacios adversos como la familia disfuncional y el barrio pernicioso.

      Así, se desarrolló el concepto de “comportamiento anormal” para determinar su influencia en la delincuencia juvenil. Este comportamiento implicaba la predelincuencia y la delincuencia potencial. El predelincuente era el menor que, aunque no hubiera cometido delito alguno, presentaba problemas de conducta que llevarían a pensar que en un futuro pudiera delinquir, lo que dio pie para que en ciertos países –Austria, Inglaterra, Suiza, Suecia, Irlanda, Francia, Hungría y los Países Bajos– se establecieran medidas de cuidado con el fin de proteger su desarrollo físico, psicológico y moral, que se encontraban en peligro16.

      El comportamiento del menor implicaba inadaptación, una incapacidad para adaptarse e identificarse como parte de la sociedad, lo que provocaba el alejamiento de sus acciones de las normas de convivencia social y la generación de valores propios que se encontraban deliberadamente en contra de las normas de convivencia social, de modo que eran necesarias leyes y mecanismos especializados que permitieran responder eficazmente ante el “menor desadaptado”.

      En ese contexto, el Estado debía desarrollar mecanismos para resolver el problema que afectaba la seguridad social: “En pocas palabras, esta doctrina no significaba otra cosa que legitimar una potencial acción judicial indiscriminada sobre aquellos niños y adolescentes en situación de dificultad” (García Ramírez, 1980, p. 22).

      Mientras, al modelo punitivo tradicional no le interesaba la resocialización del menor, pues era un sistema eminentemente sancionador que trataba a los menores de edad como adultos y los internaba en las mismas cárceles que a estos. Al modelo tutelar sí le interesa su resocialización, razón por la cual era necesario investigar su conducta y los hechos que lo impulsaban a una conducta antisocial.

      Un menor que delinque puede presentar características antisociales en su personalidad, hasta llegar a mostrar una sintomatología que exprese un trastorno de personalidad antisocial o psicopática, leve o grave. Solo después de conocer a qué nivel ha llegado su deterioro antisocial se puede establecer un plan de reeducación.

      De acuerdo con este enfoque, según la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2002) las conductas antisociales pueden ir desde “[…] ser oposicionista en las formas leves a ser beligerantes en las formas graves, de valientes a temerarios, de la hostilidad hasta la malevolencia, casi ningún remordimiento de usar a los demás para conseguir sus objetivos” (p. 666), lo que origina un desprecio por los deseos, derechos o sentimientos de los demás, siendo frecuentes los engaños y la manipulación para conseguir provecho o placer personal.

      El individuo que sufre trastorno antisocial está motivado por una desconfianza general y el temor a que otros traten de humillarlos o explotarlos, por lo que “la autodeterminación y la autonomía pueden ser entendidas como mecanismos protectores” (Millon y Everly, 1994, p. 49).

      Estos menores, que no estaban articulados a la sociedad, debían ser tutelados con el fin de corregir su conducta antisocial, así como para proteger a la sociedad de ellos: quien mostraba una conducta desviada o asocial era considerado un enfermo al que se debía tutelar o proteger. Siendo este el objetivo, “se consagra un sistema en el que no era necesario proceder con el respeto de requisitos legales mínimos ni garantías procesales: la finalidad reeducadora debería de ser priorizada” (Díaz, 2003, p. 22).

      Este fin reeducador buscaba adaptar al menor al entorno social para que pudiera desarrollarse. Por ello se adopta el concepto de riesgo para determinar el objeto de protección: se protegería a los menores incapaces o en estado de peligro, riesgo social o abandono. Al respecto, “se consideraban algunos factores que incrementaban dicho riesgo hasta poder llegar a ser conductas antisociales: el maltrato o abandono en la infancia, el comportamiento inestable o variable de los padres, la inconsistencia en la disciplina de los padres” (OMS, 2002, p. 665).

      Para el control social que se exigía se crearon institutos de menores y reformatorios destinados a protegerlos. Pero “dicha reeducación extendía su ámbito de actuación tanto a las conductas de infracción penal como a un amplio campo de comportamientos irregulares” (Díaz, 2003, p. 22). La intervención estatal era arbitraria, al no existir un criterio claro sobre lo entendido como “conducta predelictuosa”.

      Como