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no resultó, pues, tarea difícil. A fin de cuentas era solo un muchacho y conquistarle podía ser para la astuta Popea un auténtico paseo militar. Lo fue y, una vez rendida la plaza, Popea se decidió a sentar sus reales en ella.

      Cierto que estaba casada. Pero ese era un obstáculo sin importancia para el Emperador. Como hiciera el rey David para conseguir a Betsabé, el marido, llamado Otón, fue destinado como gobernador a Lusitania y Nerón, una vez tuvo el camino despejado, se rindió por completo a los encantos de Popea.

      Ciertamente había otro impedimento para que los enamorados vivieran su pasión libremente y esa era la joven Octavia, la esposa obligada de Nerón, tímida, anodina e insignificante. Claro que, casualmente, era lo que convenía a Agripina. Una esposa para el Emperador pero nunca una Emperatriz con la que compartir el trono. Popea supo leer entre líneas. Agripina, aún lejos de la mansión imperial, tenía el camino libre al poder y el mejor seguro para ello era una nuera tímida y apocada y carente de ambiciones. Ella no quería ser simplemente la amante del Emperador. Quería más. Quería ser Emperatriz pero no era la insignificante Octavia la barrera que la impedía asaltar el poder. Ella era la esposa del Emperador pero solo eso. Su obstáculo, la auténtica barrera que derribar, era Agripina.

      Emprendió la batalla. Contaba con las mejores armas. Era dulce y melosa cuando convenía; arrebatada y pasional cuando la ocasión lo requería. Prometía y no daba. Se entregaba y luego se arrepentía. Incluso lloraba y si se terciaba, amenazaba. Nerón no pudo resistirse a tal virtuosismo en el juego erótico y, aun contra su voluntad, tomó una decisión: Agripina debía desaparecer.

      Entretanto, la hija de Germánico había intuido que Popea era una enemiga a tener en cuenta. Decidida a presentar batalla y a hacerlo con la estrategia adecuada, lloró, imploró e intentó la reconciliación con su hijo. Aún más, buena conocedora de las debilidades de Nerón, no dudó en intentar seducirle. O, para hablar con más propiedad, en seducirle de nuevo, puesto que la mayoría de historiadores están de acuerdo en el carácter incestuoso de las relaciones entre madre e hijo. Todo fue en vano. Pero no se dio por vencida y se retiró a su villa de Anzio en busca de nuevas estrategias.

      Allí, en la primavera del 59 d.C., la sorprendió el reclamo de Nerón. Estaba preocupada. Temía las artes de Popea y se había provisto de muchos y variados antídotos por si Locusta, o alguna de sus secuaces, hubiera preparado nuevos trabajos. Incluso la hizo sospechar la visita del torvo y adulador Tigelino, el favorito de su hijo, convidándola a una gran fiesta que se iba a celebrar en su honor en Bayas, cerca de Baulis, y en la que Nerón pensaba disculparse por su conducta y recibirla de nuevo a su lado. Luego, el recibimiento abierto, cariñoso y humilde del Emperador la hizo obviar su desconfianza. Tal vez, se dijo, la necesitaba a su lado. Tal vez —ella sabía de la fragilidad de los sentimientos de los hombres—, Popea había decaído en su estima y, necesitado de consejo y protección, la reclamaba a ella, a su madre. A fin de cuentas, le había insistido una y otra vez, nada como una madre para señalar el camino. Su propia madre, Agripina la Mayor, le había mostrado a ella el camino del poder y ella no había hecho más que cedérselo a su hijo.

      Pecaba de ingenua. Ahora lo sabía. Su intuición debía haberla avisado de que, tras el siniestro emisario, se encontraba la mano asesina de Aniceto, prefecto de la flota del Miseno, y tras éste la mente perversa de Popea y la débil voluntad de Nerón. Según parece, al almirante se le ocurrió un ingenioso plan que consistía en trucar la cubierta de la litera donde Agripina se retiraría a descansar tras el festejo. En el caso de que la madre del Emperador se librara de morir aplastada, se simularía un naufragio y, en la confusión, Agripina moriría ahogada o apuñalada.

      Ahora, recién llegada a la villa de Baulis, mientras se recobraba del naufragio, veía con claridad la jugada. Apenas llegada a la costa se reencontró con miembros de su séquito también supervivientes del naufragio y, en su compañía y con ayuda de gentes de los pueblos vecinos, se trasladó a sus posesiones. Decidida a actuar y segura de que la única forma de sobrevivir y ganar tiempo era no darse por enterada de las verdaderas intenciones de su hijo, se apresuró a enviar a Argemio, un hombre de su confianza, a Bayas, donde se encontraba Nerón:

      --Ve y tranquiliza al Emperador —le encomendó—. Dile que repose en su inquietud. Los dioses le han hecho la gracia de mantener viva a su madre para que él disponga así de su consejo.

      No sabía que, al otro lado de la bahía, en la villa imperial, ya conocían la noticia del fracaso de su plan criminal. Es más, estaban estudiando la posibilidad de remediar tamaño error. Afranio Burro habló a Nerón. No hacía más que transmitir al Emperador lo que antes había hablado con Séneca. El fracaso de un plan era más injurioso que el crimen en sí mismo. Además, la milicia nunca perdonaría el ataque a la hija del aún venerado Germánico y de su esposa la fiel y digna Agripina la Mayor.

      —Es necesario, divino César, acabar lo que ya ha sido comenzado. Aniceto, que inició el trabajo, debe concluirlo para tu mayor gloria.

      Minutos después, el prefecto partía al galope y acompañado de una pequeña guarnición hacia la villa de Baulis. Agripina descansaba en sus habitaciones cuando oyó voces. Luego la puerta de sus aposentos se abrió bruscamente y en el umbral apareció Aniceto acompañado por un par de hombres armados. Uno de ellos, sin mediar palabra, fue hasta la Emperatriz madre y la golpeó. Agripina se tambaleó y, por un momento, pensó en pedir auxilio. Se recobró, pensó en su madre, digna, resistiéndose a ser alimentada a la fuerza y dando ejemplo de dignidad y valentía. Vaciló apenas unos instantes y, abriendo de par en par su túnica, se dirigió a Aniceto que esgrimía un afilado y rutilante puñal:

      —¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Hiere este vientre que ha cobijado a tu Emperador!

      Y murió sin proferir un lamento.

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