Otra fue la historia de Judá, el reino del sur con capital en Jerusalén. Aunque no alcanzó la relevancia política que a veces consiguió su vecino del norte, Judá mantuvo su independencia un siglo y medio más que aquél. Los monarcas se sucedieron, superando a veces intrigas internas y a menudo asechanzas externas. Para evitar caer en manos asirias, Ajaz de Judá sometió su reino al vasallaje del gran Imperio oriental. Huyendo de los conquistadores llegaron entonces israelitas para instalarse en Jerusalén y en otras ciudades y aldeas de Judá. De este modo, la coyuntura histórica contribuyó a unir algunas tradiciones culturales distintas formadas durante la división política. En adelante, en los textos bíblicos ganó fuerza la tendencia a designar «Israel» a los dos grupos de culto yahvista, tanto del reino de Judá, aún existente, como del desaparecido reino de Israel.
Ajaz de Judá fue sucedido por su hijo Ezequías (719-699 a.C.), cuya política de distanciamiento de los asirios y amistad con Egipto provocó la invasión de Judá por orden del asirio Senaquerib (701 a.C.), que llegó a cercar Jerusalén con su ejército. La ayuda divina a los hebreos impidió su entrada y condujo finalmente a la derrota del monarca asirio. Ezequías es también recordado por las medidas que adoptó para purificar las idolatrías consumadas en Judá. Sin embargo la principal reforma religiosa fue realizada por el rey Josías (640-609 a.C.), que aprovechó la decadencia asiria y el hallazgo de textos sagrados para poner en práctica su plan de destrucción de ídolos, vuelta al monoteísmo y alianza con Yahvé, centralizando de nuevo el culto en Jerusalén.
Durante estos años se asiste a un relevo en el gobierno de las potencias orientales. El Imperio asirio nuevo alcanzó su máxima expansión con Asarhadon (680-669 a.C.), pero se encontraba en plena decadencia. Y mientras los pueblos vasallos aprovechaban las disputas internas para recobrar poderes perdidos y dejar de tributar, caldeos (pueblo de probable origen arameo establecido en Babilonia) y medos se aliaron para conquistar a los asirios las principales ciudades babilónicas. Una dinastía caldea sustituyó entonces a la asiria, fundándose el Imperio neobabilónico (625-539 a.C.), cuya expansión incluyó al reino de Judá, que sucumbió ante las tropas del rey Nabuconodosor (587 a.C.).
El templo que Salomón mandó construir en Jerusalén, orgullo de la capital, y otros edificios de la ciudad fueron destruidos. Dio comienzo entonces una masiva deportación de hebreos a Babilonia, huyendo otros a Egipto. Pero el exilio ―que pudo afectar a veinte mil personas― no sólo no mermó el apego a su identidad nacional en la mayoría de los deportados, sino que en muchos sentidos la reforzó. En palabras del editor Mario Muchnik, «en Babilonia los judíos aprendimos a ser judíos».
El escritor norteamericano Howard Fast también ha subrayado la huella que dejaron esas décadas:
«Durante aquellos [...] años en Babilonia, surgió el judío moderno o, más bien, comenzó a surgir. Se establecieron patrones que han durado hasta nuestros días y que podrían perdurar durante muchas generaciones venideras, incluidos esos dos peculiares conceptos judíos: golá, que en castellano significa “exilio”, y aliyá, una palabra hebrea que originalmente significaba “ascensión”, o la subida al monte de Dios, y que en Babilonia, durante el exilio, tomó el sentido coloquial de “regreso a Jerusalén”, significado que hoy en día todavía tiene.»
El proceso que estaba ocurriendo es una de las claves para comprender la historia judía posterior, y conviene tenerlo en cuenta al analizar la situación actual. Tras la deportación el judaísmo perdió su base territorial, y la independencia política y la residencia en una misma tierra dejaron de ser vínculos de unión. A partir de ese momento se compartía la falta de territorio y, con tanta o más intensidad que antes, la religión. Esta siguió inculcando una respuesta fiel a la alianza con Yahvé, animando al cumplimiento de lo escrito en las Tablas de la Ley y en los demás preceptos sagrados. Y eso no dependía sólo de la ayuda de Yahvé, sino también del empeño individual.
Otra de las grandes novedades que provocó el exilio babilónico fue la aparición de una institución que, con el tiempo, adquirió gran protagonismo en la historia hebrea: la sinagoga. A falta de un templo en Jerusalén donde reunirse, surgió la alternativa de ese otro «pequeño templo» que representaba la sinagoga, tan eficaz entonces y después para mantener el espíritu del pacto. Mientras se afianzaba esa nueva institución comunitaria el pueblo siguió reconociendo como enviados de Yahvé a una serie de profetas que, aparte de condenar errores, recordaron constantemente la ruta a seguir o, como dice el escriturista español Abrego de Lacy, el «vigor original». Así habló Yahvé a Ezequiel:
«Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras. Pues no eres enviado a un pueblo de habla oscura y de lengua difícil, sino a la casa de Israel; no a pueblos numerosos, de habla oscura y lengua difícil, cuyas palabras no entenderías. Por cierto, si te enviara a ellos, te escucharían. Pero la casa de Israel no querrá escucharte a ti, porque no está dispuesta a escucharme a mí, ya que toda la casa de Israel es de dura cerviz y corazón obstinado. Mira, yo endurezco tu rostro como el de ellos, y tu frente tan dura como la suya; yo he hecho tu frente como el diamante, que es más duro que la roca. No les temas, no tengas miedo de ellos, porque son una casa rebelde.»
Y así obró Ezequiel, quien llegó cautivo a Babilonia en el 598 a.C., arremetió contra las quejas a Yahvé de los deportados, se enfrentó a sus vicios (idolatría, adulterios, perjurios, pecados contra la justicia social) y predicó «sobre todo [...] contra la falsa confianza fetichista en el templo de Jerusalén como garantía de permanencia de la nación judaica». Ezequiel mantuvo unido al «resto fiel» que no apostató, misión sin duda de enorme importancia. El famoso salmo 137, del que se han dado interpretaciones tanto políticas como religiosas, recuerda esos difíciles tiempos de vida sin tierra propia y añoranza de lo que por fuerza se tuvo que dejar:
«A orillas de los ríos de Babilonia, estábamos sentados llorando, acordándonos de Sión. En los álamos de la orilla colgábamos nuestras cítaras. Allí mismo nos pidieron cánticos nuestros deportadores, nuestros raptores alegría: “¡Cantad para nosotros un cántico de Sión!”. ¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahvé en un país extranjero? ¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la diestra! ¡Se pegue mi lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no exalto a Jerusalén como colmo de mi gozo! Acuérdate, Yahvé, contra la gente de Edom, del día de Jerusalén, cuando decían: ¡Arrasad, arrasadla hasta sus cimientos! ¡Capital de Babel, devastadora, feliz quien pueda devolverte el mal que nos hiciste, feliz quien agarre y estrelle a tus pequeños contra la roca!»
A partir de la segunda mitad del siglo VI a.C. el Imperio neobabilónico, controlado por los caldeos, comenzó a mostrar síntomas de debilidad. A las intrigas internas y a la mediocridad de sus últimos reyes se unió el fortalecimiento de los pueblos vasallos y de antiguos aliados. Así ocurrió en Persia, cuya dinastía meda, que dominaba la mayoría del territorio iraní, fue vencida hacia el 570 a.C. por Aquemenes, un jefe local. Se inició así la dinastía persa aqueménida, cabeza del Imperio persa (550-330 a.C.), que gracias a su habilidad guerrera y a sus avances tecnológicos extendió sus dominios por Oriente Próximo durante una larga etapa de la historia antigua.
Según parece nieto de Aquemenes, el rey Ciro II el Grande (559-529 a.C.) fue el auténtico fundador del Imperio persa. Sus huestes conquistaron el reino de Lidia, en Asia Menor, y diversas colonias griegas. Mayor éxito representó la incorporación a Persia de Babilonia, que desapareció como imperio. Desde entonces Babilonia se convirtió en región autónoma dependiente de Persia, se le impuso el arameo como lengua oficial y se le obligó a acatar determinadas medidas. Otros soberanos persas destacados fueron Cambises II (529-522 a.C.), que ocupó Egipto, y Darío I (521-486 a.C.), que extendió su poder desde el mar Negro hasta el océano Índico y desde el Mediterráneo oriental al río Indo, aunque no pudo vencer a Grecia en la primera guerra Médica.