El beso de la finitud. Oscar Sanchez

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Название El beso de la finitud
Автор произведения Oscar Sanchez
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788409379439



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en expandir también nuestra atención a todas las realidades no– humanas y hasta no-vivas, como el viejo cuclillo, la calidad del aire o, qué se yo, la Aurora Boreal o la Sucesión de Fibonacci.

      El que esto suscribe no es, ni por lo más remoto, ni el gran Aristóteles ni una pequeña flor de cerezo en primavera, qué más quisiera. Pero sí que entiende humildemente que la meta de cada ser (substantivo) es ser (verbo) en su máxima expresión, aunque luego se deteriore y muera, porque incluso muerta habrá servido de ejemplo de que tal objetivo es alcanzable, una y otra vez y para siempre. Los siguientes ensayos, escritos de un modo demasiado personal y bastaste crítico, en el fondo tienen el propósito pacífico y confiado de facilitar un hanami general respecto de ciertas cuestiones filosóficas controvertidas. Sólo espera, pues, que el bondadoso lector le sea en esto favorable…

      1 Excepto, claro, algo de los haikus clásicos de Matsuo Basho, s. XVII:

      Mi mente evoca multitud de recuerdos.

      ¡Estos cerezos!

      La secularización/naturalización de la ciencia

      La vulgaridad es un hogar. Lo cotidiano es materno. Después de una incursión larga en la gran poesía, por los montes de la inspiración sublime, por los peñascos de lo trascendente y de lo oculto, sabe mejor que bien, sabe a todo cuanto es cálido en la vida, regresar a la posada donde ríen los tontos felices, beber con ellos, tonto también, como Dios nos hizo, contento del universo que nos fue dado y dejando lo demás a los que trepan montañas para no hacer nada allá en lo alto.

      Fernando Pessoa

      Propongo un experimento mental fácil y casi tontorrón, a ver si con él consigo mostrar por qué los filósofos no están del todo locos ni se inventan los problemas como piensan, muchas veces sin decirlo expresamente, los legos. Imaginemos un mundo en el que, en efecto, los hechos existan y hablen por sí mismos, de modo que no puedan ser puestos en cuestión por charlatanes, sectas o ideologías políticas. No existirían los tribunales de justicia, para empezar, porque lo que el sospechoso haya cometido o no colgaría de su simple percepción inmediata como el color de su piel o su altura. Llevaría, como dicen en las películas noir, “el crimen pintado en la cara”, y a Bárcenas le pertenecería la propiedad “caja b” tan manifiestamente como su elegante pelo platino. No existiría la ciencia, tampoco, porque bastaría con dirigir tu interés a Venus en un atardecer cualquiera para conocer en el acto, como por una intuición perfecta, que Venus posee el día más largo del sistema solar –243 días terrestres–, que su movimiento es dextrógiro y que en un día venusiano el Sol sale por el oeste y se oculta por el este. No existirían tampoco, por tanto, las escuelas, ni la educación, ni esfuerzo mental alguno. ¿Para qué, si los hechos se manifiestan a sí mismos de modo nítido, inequívoco? Me siento en una silla sabiendo al detalle el número de electrones y protones que la componen, quién se ha sentado en ella antes y en qué vertedero terminará cuando yo ya haya muerto, o quizá mucho antes, a causa de la obsolescencia programada. El futuro... ya no habrá futuro. A la porra también los seguros, la lotería, el fútbol, Aramis Fuster y las ganas de vivir. No existiría el lenguaje, tampoco, haríamos todos como ese personaje de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, que llevaba en una mochila a su espalda todo lo que necesitaba comunicar a los demás, de manera que sólo tenía que señalarlo con el dedo –pero a ver cómo se señala objeto físico alguno que muestre un “oye, viniendo aquí casi me atropella un coche...” Nada estaría, pues, oculto, y si mi muerte es, como todo, un hecho, es ya, está manifestándose ahora, no habría que esperar, viviría yo en la constancia de su cómo y de su cuándo, igual que en La llegada de Villeneuve. Lo que quiero decir, en fin, por reducción al absurdo, es que resulta evidente que no vivimos en un mundo que consista en una colección de “hechos”, ni hay que entender por “mundo” el conjunto interelacionado de los hechos (“todo lo que es el caso”, decía la proposición del Tractatus), puesto que eso que he descrito muy rápidamente no se parece lo más mínimo al mundo tal y como lo conocemos, por fortuna, y lo que es aún más significativo: de ser así, expulsaría de su seno completamente al ser humano tal y como lo conocemos –vivir de ese modo requeriría la serenidad y la visión de un coro de ángeles…

      Es por ello que Martín Heidegger insistió tanto en Ser y tiempo sobre el punto de que Occidente ha tenido la peculiaridad de entender el ser como presencia. Un hecho es algo presente, eso significa precisamente “hecho”: lo dado en este mismo instante –pero en el propio uso del participio ya se adivina que es cosa del pasado, o no podría estar determinado… Y, bueno, quizá haya un Dios para el que todo es dado, como pensaba la Patrística cristiana, o animales que viven como en un “eterno presente”, como decía Borges, pero está claro que nosotros no. Los seres humanos, los mortales, son cosas muy raras: viven en y de la ausencia, en y de lo que no-es, de lo que no está presente ni se ve, y por eso existen los tribunales, la ciencia, las escuelas, la matemática probabilística, el lenguaje, los seguros y el fútbol, porque estamos forzados, no nos queda más remedio, que interpretar la realidad. Es una condición horrible, incierta, angustiosa, si eres un poseur como Jean Paul Sartre, el comunista de salón, pero un extraño privilegio, una revelación del abismo real que subyace bajo toda determinación, un “don” del ser, si lo miras como Heidegger, el odioso nazi. Porque sólo el animal que interpreta su entorno y también a sí mismo erige mundos a base de sus desciframientos, siempre precarios, pero siempre nuevos y fascinantes. Dile tú a un canguro que levante un mundo sobre su pobre base de hechos elementales. Ese mundo estaría compuesto de “salto”, “hembra”, “llueve”, “alimento”, y poco más. En cambio, el Dasein, nosotros, fabrica un coche, fabrica leyes de circulación, y es capaz de comunicarle a un amigo en la calle un no– hecho mediante palabras no-reales, esas que el enfermo de alogía de Swift es incapaz de concebir ni transmitir: “oye, viniendo aquí casi me atropella un coche...” (Heidegger, en su curso de 1929, Conceptos fundamentales de la metafísica, llamaba a las cosas welt-loss, sin mundo, a los animales, welt-arm, pobres de mundo, y al Dasein, welt-bilder, constructor de mundos…).