Название | El invencible |
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Автор произведения | Stanislaw Lem |
Жанр | Языкознание |
Серия | Impedimenta |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418668036 |
El comandante no les había permitido viajar de noche. Se pusieron en camino a las cinco, hora local, antes de que amaneciera. El necesario orden de la columna y la molesta lentitud de su avance hacían que la formación fuera conocida con el nombre de «cortejo fúnebre». La abrían y la cerraban los energobots, que con su campo de fuerza elipsoidal protegían todas las máquinas en el interior: aerodeslizadores universales, astromóviles con radioemisoras y radar, una cocina, un transportador con un barracón hermético automontable destinado a vivienda, y un pequeño láser de destrucción directa sobre orugas, al que la tripulación llamaba «lezna». En el energobot delantero iban Rohan y tres científicos, era una situación bastante incómoda, ya que apenas cabían sentados uno al lado del otro, pero al menos les daba una sensación de normalidad. Había que ajustar la velocidad a la de las máquinas más lentas del cortejo, los energobots. Ir a bordo de uno no era precisamente un placer. Las orugas aullaban y relinchaban en la arena, los turbomotores zumbaban como mosquitos del tamaño de un elefante, el aire de refrigeración se precipitaba por las rejillas justo detrás de los pasajeros y todo el energobot se bamboleaba como una pesada chalupa entre las olas. Pronto, la aguja negra de El Invencible desapareció tras el horizonte. Durante un tiempo, avanzaron por el monótono desierto bajo los horizontales rayos de un sol frío y rojo como la sangre; había cada vez menos arena, y de ella sobresalían oblicuas placas rocosas que había que sortear. Las máscaras de oxígeno y el aullido de los motores no invitaban a entablar una conversación. Observaban el horizonte con atención, pero el paisaje era siempre el mismo: rocas amontonadas, grandes peñascos erosionados… La llanura empezó a descender en pendiente y en el fondo de una suave hondonada apareció un arroyo estrecho, sin apenas agua, donde se reflejaba la luz del rojo amanecer. Los cantos rodados se extendían como en manadas a ambos lados, lo que indicaba que el caudal a veces era mucho mayor. Hicieron un alto para analizar el agua. Era muy limpia, bastante dura, con cierta cantidad de óxidos de hierro y una testimonial presencia de sulfuros. Reanudaron la marcha, ahora más rápida, ya que las orugas se arrastraban con mayor facilidad sobre el suelo pedregoso. Por el oeste se levantaban unos pequeños acantilados. La última máquina mantenía una comunicación ininterrumpida con El Invencible. Las antenas de los radares giraban y sus técnicos, ajustándose los auriculares a la cabeza, se inclinaban sobre sus pantallas sin dejar de mordisquear barras de concentrado alimenticio, a veces, desde debajo de alguno de los aerodeslizadores saltaba con ímpetu una piedra, como lanzada por una pequeña tromba de aire, y brincaba, repentinamente avivada, pedregal arriba. Más tarde se encontraron con unas suaves colinas, calvas y desnudas. Recogieron unas muestras sin detenerse, y Fitzpatrick le gritó a Rohan que la sílice era de origen orgánico. Finalmente, cuando apareció ante ellos la amoratada línea del agua, hallaron también rocas calizas. Bajaron hasta la orilla traqueteando por unas piedras pequeñas y planas. El cálido aliento de la máquina, el rechinar de las orugas, el aullido de las turbinas, todo eso se calmó de repente cuando a cien metros de distancia apareció el océano, que de cerca era verdoso y en apariencia absolutamente terrestre. Hubo que realizar una complicada maniobra porque para proteger al grupo de trabajo con un campo de fuerza había que meter al energobot delantero en el agua, a una profundidad considerable. Primero, la máquina fue convenientemente hermetizada y después, dirigida desde el segundo energobot, se adentró en las olas, revolviéndolas y llenándolas de espuma, hasta convertirse en un objeto más oscuro dentro del agua y apenas visible, solo entonces obedeció la señal enviada desde el puesto central, y el coloso sumergido sacó a la superficie un emisor Dirac y cuando el campo de fuerza se estabilizó, cubriendo con su invisible hemisferio parte de la orilla y de las aguas litorales, empezaron los análisis previstos.
El océano era algo menos salado que los terrestres, pero no obtuvieron resultados sorprendentes. Al cabo de dos horas sabían más o menos lo mismo que al principio. Entonces decidieron enviar a alta mar dos sondas de televisión teledirigidas y observaron su trayectoria en los monitores del puesto central. Pero las señales no transmitieron información importante hasta que las sondas no se alejaron más allá del horizonte. En el océano vivían unos organismos parecidos en su forma a los peces óseos terrestres. Pero en cuanto vieron la sonda huyeron a gran velocidad en busca de refugio en las profundidades. Las ecosondas establecieron que la profundidad del océano, en aquel primer encuentro con seres vivos, era de ciento cincuenta metros.
Broza se empeñó en tener al menos uno de aquellos peces. Intentaron, pues, pescar alguno; las sondas perseguían, disparándoles descargas eléctricas, sombras que se revolvían en la penumbra verde, pero los supuestos peces se movían con una incomparable agilidad. Fueron necesarios muchos disparos para conseguir capturar uno. La sonda que lo atrapó con sus tenazas fue dirigida inmediatamente a la orilla, mientras que Kochlin y Fitzpatrik manipulaban otra sonda con la que pretendían recoger muestras de unas fibras que flotaban entre las olas y que les parecieron una especie local de algas o plantas acuáticas. En última instancia, enviaron a la sonda hasta el fondo oceánico, a una profundidad de doscientos cincuenta metros. Una fuerte corriente submarina dificultaba considerablemente el pilotaje de la sonda, ya que se desviaba todo el tiempo hacia las grandes aglomeraciones de rocas del fondo. Sin embargo, tras muchos esfuerzos, consiguieron derribar algunos peñascos y, tal como pensaba Koechlin, debajo encontraron toda una colonia de pequeñas criaturas flexibles con forma de pincel.
Rohan, Jarg y otras cinco personas pudieron comer el primer plato caliente de ese día cuando ambas sondas regresaron al perímetro del campo de fuerza, y los biólogos se pusieron manos a la obra en el barracón montado mientras tanto, en el que por fin era posible quitarse las fastidiosas máscaras.
Se pasaron el resto del tiempo, hasta que llegó la noche, recogiendo muestras de minerales, examinando la radiactividad del fondo marino, midiendo la insolación y realizando otras mil tareas igual de laboriosas, todo debía ser realizado a conciencia, con una meticulosidad incluso exagerada, para así poder proporcionar resultados fiables. Para el atardecer, ya habían