Название | Religión y política en la 4T |
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Автор произведения | Raúl Méndez Yáñez |
Жанр | Социология |
Серия | Biblioteca de Alteridades |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786077116400 |
En marzo de 2020, cuando se declaró la emergencia sanitaria provocada por el Covid-19, López Obrador afirmó que para enfrentarla había que estar fuertes y, por tanto, evitar el desgaste mental que provocan las preocupaciones. Añadió también que para combatir la pandemia “el escudo protector es la honestidad, eso es lo que protege, el no permitir la corrupción” (Badillo, 2020). La apuesta por el buen comportamiento individual para combatir la pandemia se mantuvo por varios meses. Durante una conferencia celebrada a inicios de junio, el presidente hizo algunas recomendaciones sobre la sana alimentación y agregó que “[…] estar bien con nuestra conciencia, no mentir, no robar, no traicionar, eso ayuda mucho para que no dé el coronavirus” (Animal Político, 2020). El 13 de junio se publicó un decálogo de autoría del mandatario para incorporarse a la nueva normalidad; entre otras cosas, en éste se recomienda ser optimista, no dejarse llevar por el materialismo y aferrarse a un ideal o creencia, sea o no religiosa (Muñoz, 2020).
Aquí se suscribe que las acciones realizadas en el nivel individual y en el espacio privado tienen consecuencias para el ámbito colectivo en el espacio público. No obstante, se considera también que la administración gubernamental no habría de centrarse en ese recurso para dar solución a problemas que rebasan lo individual. En opinión de quien escribe estas reflexiones, apostar por el buen comportamiento personal resulta analíticamente ingenuo e irresponsable desde la perspectiva política; máxime si se toma en cuenta la feroz crítica del presidente en turno hacia el neoliberalismo y la disolución del Estado como rector del desarrollo nacional.
La religión no es un fenómeno de carácter individual y privado
A diferencia de sexenios anteriores, en los que se partió de la noción decimonónica de que la laicidad equivale a un confinamiento de lo religioso al ámbito privado, el proyecto de la 4T parece contemplar su carácter colectivo y público. Así, por ejemplo, desde la Segob se han hecho varios intentos por impulsar la inclusión y el respeto a la diversidad religiosa a través de espacios de diálogo incluyentes (Monroy, 2019).
Autores como Timothy Samuel, Alfred Stepan y Monica Duffy han sostenido que en un régimen democrático, el Estado debería garantizar la igualdad de condiciones para participar políticamente. Esa igualdad habría de incluir a personas y grupos religiosos, ya que forman parte tanto del sistema político como de la sociedad en la que éste opera (Samuel, Stepan y Duffy, 2012). Dicha consideración es razonable, y en principio apunta a la necesidad de repensar en el régimen de laicidad para adecuarlo a las condiciones actuales. Sin embargo, para el caso particular de nuestro país ese reto conlleva también algunas previsiones que no deben perderse de vista.
Abrir la posibilidad de que las iglesias participen políticamente en el espacio público hace necesario definir en qué asuntos pueden hacerlo, a partir de qué actividades y cuáles son los parámetros mínimos que habrían de conducir sus prácticas. Hasta ahora, ni el presidente de la república ni quienes componen la administración pública se han pronunciado al respecto.
En el momento en que se escribe este texto no se ha sugerido alguna modificación al sistema político para impulsar la participación de las iglesias a través de la vía partidista. Empero, no debe olvidarse que uno de los partidos que integraron la coalición por la que López Obrador participó en la contienda electoral es de raíz evangélica y de tendencia conservadora.12 No existe ninguna prueba de que la agenda de la 4T en materia de política pública esté comprometida en función de los intereses de ese partido, y sería irresponsable afirmar tal cosa. A pesar de ello debe admitirse que, en la medida en que se permita la participación política de grupos religiosos, existe la posibilidad de que quienes entablan alianzas con éstos impulsen una agenda fundada en sus principios morales. Por ese motivo, aquí se sostiene que fortalecer las instituciones a partir del principio de laicidad resulta trascendente para garantizar los derechos de una ciudadanía plural.
Es viable que quienes establecen alianzas con grupos religiosos trasladen sus valores al ejercicio de sus funciones públicas. Pero es necesario considerar también la condición inversa; es decir, que las negociaciones con dichos grupos no estén fundadas en convicciones similares sino en un afán por generar capital político. En ese caso, se presentaría un uso instrumental de los símbolos o de las creencias de una parte de la población con el único objetivo de conseguir bases de apoyo. Aquí se propone que la instrumentalización de lo religioso en función de lo político conlleva una falta de respeto, pues demerita las creencias fundamentales de un grupo de personas.
No está demostrado que las adscripciones religiosas se reflejen en filiaciones políticas en México, y tampoco que quienes pertenecen a una iglesia en particular voten en bloque. Sin embargo, vale la pena reflexionar en torno a las posibles consecuencias de generar alianzas entre lo político y lo religioso.
Los ejes de análisis que se consideran en este apartado apuntan que en la 4T el principio de laicidad y el régimen que de éste deriva se conciben de forma innovadora. Conscientes de la pluralidad religiosa en México, de la imposibilidad de relegar creencias y prácticas confesionales al ámbito privado, y de la importancia que adquieren las iglesias en términos de cohesión social, quienes forman parte de la actual administración no se muestran reacios a que éstas participen en el espacio público.
No hay duda de que las condiciones políticas y sociales de nuestro país se han transformado visiblemente desde que el Estado adquirió autonomía respecto de la(s) Iglesia(s), y en ese sentido debe admitirse que el intento del gobierno federal por repensar el régimen de laicidad es atinado. Sin embargo, hasta ahora éste parece desarrollarse más por inercia que a partir de objetivos claros. En el momento en que se escribe este texto, ni el presidente de la república ni alguna otra autoridad han referido explícitamente qué se entiende por laicidad, y tampoco cómo se pretende reformularla. Como se discutirá en las reflexiones finales de este capítulo, la falta de definición en torno a un principio constitucional puede acarrear graves consecuencias para el modo en que se tejen las relaciones entre lo religioso y lo político.
REFLEXIONES FINALES
En este texto se ha procurado hacer una distinción entre secularización y laicidad, enfatizando que la heterogeneidad de la primera repercute en el modo de entender la segunda. Para el caso de México, ese desfase es visible desde que se instauró la separación entre Estado e Iglesia(s) y que perdura hasta la actualidad. En tanto que la laicidad es un principio jurídico, y no un proceso social, éste permea leyes e instituciones pero no puede modificar las prácticas de quienes forman parte de la población nacional.
Ahora bien, en nuestro país la laicidad se gestó como parte de un proyecto político en el que la Iglesia católica se concebía como un enemigo político capaz de disputar la autoridad del Estado. La realidad social ha cambiado ostensiblemente desde entonces; las iglesias se han multiplicado, y lejos de recluirse al espacio privado éstas son cada vez más visibles. A diferencia de algunos gobiernos que le precedieron, la 4T no parece considerar que esta situación sea problemática. Por el contrario, desde las instituciones públicas se ha procurado entablar el diálogo y tejer alianzas con las organizaciones religiosas; su importancia social se reconoce, e incluso se usa para satisfacer algunos de los objetivos estatales en términos de lo que el presidente ha llamado “reconstrucción del tejido social” (lópezobrador.org, 2018).
Más allá de las continuas referencias a la divinidad, el discurso presidencial se asemeja con frecuencia al de algunos líderes religiosos que identifican la pérdida de valores como la causa única del desorden social. En este capítulo se sostiene que la recurrente referencia a dicha explicación desvía la atención respecto de las múltiples causas reales del desgaste político y social en nuestro país. Asimismo, la apuesta