Caña moral. Fernando Cruz

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Название Caña moral
Автор произведения Fernando Cruz
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789569896361



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Había llevado a su hija y nietos, que seguramente estaban gritando, llorando, pegando mocos en los sillones. La hermana de Bianchi llevaba días insistiéndole que tenía la obligación de despedirse de su papá. Era la última oportunidad de decirle con palabras lo que ambos se habían gritado por más de treinta años y quizás hacer un cierre. Él, aunque fuese el hijo, ahora era un adulto, y se había convertido en el responsable final de terminar con décadas de mala onda. Bianchi no entendía por qué era obligatorio. La relación con su viejo no funcionó. Punto. Para su hermana, la situación era un ahora o nunca. Para él, hace años que era lo último. Ahora el viejo era un cyborg, una vida que apenas se colaba a través de máquinas y sondas. El conflicto estaba cerrado por causas naturales.

      1.4. «¿Y ahora cómo vamos a estar “derretidos”?», se burló Valdés casi gritando, iluminando el pasto con una linterna para emergencias que encontró en la cocina. Por qué se nos ocurría decir derretidos, insistió, en vez de drogados, volados, pasados o tostados. Derretidos, derretidísimos, como si la pastilla fuese un chicle que se pega en el paladar y baja, lento pero eficiente, hasta los intestinos. Era curioso, dijo después de esperar que Bianchi se acercara tanto a los parlantes que no era factible que lo escuchara, que nosotros, ejecutivos de alto rendimiento, usáramos un lenguaje tan tierno para referirnos a las drogas ilegales que nos metíamos en el cuerpo. Parecía que estuviésemos hablando de un masticable de manzana (su favorito). Él, en cambio, iba a estar volado o drogado, sin duda. Como siempre se ha dicho.

      1.4.1. Schmidt volvió solo y con una piscola en la mano. Trató de buscar con nosotros, en cuclillas, pero Bianchi se lo impidió por miedo a que las pisara. Valdés siguió iluminando y yo me senté en el pasto. Schmidt no salía hace meses y lo necesitaba. Sentía cómo su cuerpo se lo estaba exigiendo, sentía cómo presionaba por estar en esa situación. Hizo castañear los hielos de su vaso y sus ojos claros brillaron como sonriendo. La paternidad era por lejos lo más demandante que había hecho en su vida, siguió, y más aún en estos tiempos. Ahora realmente se espera que hagas algo, no sólo financiar la casa y establecer reglas. Él creció como el cuarto de cinco hermanos, dos mujeres y tres hombres, y jamás vio a su papá hacer algo. Sus hermanas mayores ayudaban; aunque, por supuesto, tenían nanas puertas adentro y afuera. Ahora se espera que los papás laven, cambien, limpien. Para su papá, cambiarle los pañales a uno de sus hijos era un hecho de otra realidad, un mundo en el que él podía ser un satélite que espiaba a las mujeres y guardaba, en un disco duro de capacidad muy limitada, evidencia de una extraña forma de vida. Los viejos buenos tiempos, dijo Schmidt, donde los viejos salían, se perdían todo un fin de semana y se dedicaban a tomar, fumar y desarrollar enfermedades venéreas, y después, al regresar, jamás dar una excusa. Al revés: pedir explicaciones y golpear la mesa, indignados por lo que se hizo y lo que no se hizo en su ausencia. «¡Esa es la hueá, hueón!», dijo Bianchi, contento y en cuatro patas. «Caños, hueveo, copete, lo de siempre, el hueveo de siempre».

      1.4.1.1. Schmidt y Valdés comenzaron a probar las funciones de la linterna. Encendieron la radio y una luz intermitente. También una luz roja y una LED excesivamente blanca que parpadeaba, pero no consiguieron regresar a la función tradicional de la linterna.Volví a gatear con la luz de mi teléfono encendida. El pasto estaba un poco húmedo y despedía un olor decadente. Encontré una pastilla y grité. Bianchi se acercó, feliz, sudando. Las otras dos debían estar por ahí, cerca, era improbable que hubiesen saltado lejos. Su hermana seguía mandando mensajes y audios, dijo. Le insistía cada diez minutos que bajara a la clínica. Sus familiares estaban preguntando por qué él no estaba ahí y ella no sabía qué excusa inventar. La verdad era inconfesable; era una herramienta que ellos podían usar sin escrúpulos en el futuro. Le podían echar en cara que él no estuvo esa noche en la que todos estuvieron, en la que todos velaron la agonía del viejo. Casi que quería que eso pasara, que se muriera y ellos se lo tiraran encima para sacárselo de un golpe: patéticos, canallas, ratas. Bianchi quería estar con nosotros. Huevear, hablar, fumar, tomar, escuchar música. Bajar la guardia un rato. Engañarse y creer que la presión no existía, que nadie le estaba exigiendo una contraprestación. Nada existía: la pega, la familia, la ex. Su papá ya casi no existía y él lo notaba. Se llevaban pésimo. No se entendían y pensaban lo contrario en casi todo. Él tenía plata y poder, y ningún criterio que le impidiera ejercerlo sobre su familia. Pero estaba casi muerto y esa fuerza se desvanecía. Ya no sentía esa garra que lo obligaba a aparecer, aunque no quisiera, y tolerar a sus tíos y primos, siendo testigo de cómo le «chupaban el pico» al viejo para sacarle invitaciones y préstamos. Bianchi va a heredar bastante, pero es como si no heredara nada. «Con la Paula nos vamos a tener que encargar de todas las hueás que hay que encargarse cuando se muere tu viejo y está separado y nunca se volvió a casar», dijo, mientras acercaba la luz a las zonas en que el pasto cedía y se podían ver la tierra y las raíces. «Era un imbécil insoportable que va a dejar un cerro de plata pero ninguna instrucción, nada, sobre lo que pasa justo después de que el hueón se muere: qué hacer con el cuerpo, cementerio, cremación, ceremonia, todas esas mierdas».

      1.5. Con una cerveza importada en la mano, Valdés le aseguraba a Schmidt que esa fiesta era la rubiedad encarnada. Él no era ajeno a esos ambientes, porque estudió pre y postgrado en la Católica. En rigor, dijo, no todos los que estaban en el asado eran rubios. La mayoría era no-rubia, con colores más claros que el promedio, y quizás, en ciertos contextos, algunos serían considerados rubios. Lo que pasaba, siguió, es que era tanta la proporción de rubios en ese patio que una parte de la realidad se amplificaba y distorsionaba al resto, y parecía, realmente, que todos éramos rubios. Quizás todos somos rubios, dijo Schmidt, y no nos hemos dado cuenta. También flacos, le respondió Valdés, dándole un breve sorbo su cerveza, y altos, con la piel bonita, deportistas, hablamos idiomas, viajamos a Europa y Estados Unidos todos los años, y tenemos trabajos extraordinariamente bien pagados. Quizás nadie se ha dado cuenta de la rubiedad de Chile. Rubios y volaos, dijo Schmidt, y Valdés estuvo de acuerdo: el caño es el perfume del país. Todos fuman. De distinta calidad, pero todos fuman.

      1.5.1. «¡Dos!», gritó Bianchi, y estiró un brazo hacia atrás para pasármela. Schmidt le preguntó a Valdés, con sorna, si Talca también estaba infestada de rubios. «No hay ciudad más rubia y principesca en todo Chile», ironizó Valdés. «Cuando vivíamos allá hacíamos unas fiestas enormes y decadentes en las casas de las familias más nobles de la Región del Maule». Alumnos de los dos colegios pitucos de la ciudad. Gente levantada de raja, dijo, que se creía heredera de la aristocracia terrateniente de la zona central. Pero no es lo mismo ser cuico en Talca que en Santiago. A mí, un espécimen de lo más pituquito de su generación, un yerno que las abuelitas de apellidos vinosos adoraban, todos me habían visto vomitar en el pasto, recitar payas, gritar como huaso, cantar canciones de Tito Fernández con una guitarra de palo, borracho como pico. Me apuntó con el cuello de su botella y recordó la vez que nos habíamos fumado todo –los cigarros, los caños, todo– y yo, desesperado, me puse a fumar orégano con comino. Más tarde, absolutamente demolido, tomé una guitarra y transformé la situación en una ranchera de traición y venganza. Schmidt lanzó una carcajada sincera y aguda, conmovido por las singularidades de la gente de regiones. Después, seguro de conocer la respuesta, le preguntó a Valdés si había probado el X, y él le confesó que no, pero que sí había probado el ácido. El trip, le corrigió Schmidt. Lo había probado hace tres años, dijo, ignorando el comentario, conmigo, en el departamento de un amigo, de Vidaurre. Cada uno se tomó media dosis. Valdés se quedó encerrado en el departamento, atrapado en su volada. Había un cuadro rojo con una figura humana remando en el centro de la imagen, en un bote de pescador. Era un lago o río de sangre, le dijo a Schmidt. Él había entrado en el cuadro, se había sumergido, imaginando los detalles del bote, la ropa que llevaba la persona, y los sonidos, la sangre circulando en el cauce. Valdés creía que era el canal San Carlos y la corriente sonaba como agua, un sonido parecido al agua, pero inyectada de aire, gotas de sangre insufladas, casi burbujas, en el umbral de flotar o seguir en estado líquido. Un sonido hueco, vacío, dijo, con seriedad, y recordó que nosotros salimos a caminar por Pocuro y lo dejamos ahí con su problema. «Ustedes al éxtasis le dicen la hueá, la huevá o la otra hueá», dijo Valdés, encarando a Schmidt. «¿A quién quieren engañar?». A nadie, le respondió Schmidt, sonriendo, y le ofreció el caño