Название | Un reflejo velado en el cristal |
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Автор произведения | Helen McCloy |
Жанр | Языкознание |
Серия | Sensibles a las Letras º |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418918223 |
—¿Arruinar Brereton? —repitió Faustina con un hilo de voz—. ¿Cómo iba yo a arruinar Brereton?
—Digamos que por el ambiente que crea.
—No sé a qué se refiere.
La mirada de la señora Lightfoot se perdió en la ventana abierta. Fuera crecía la hiedra y las sombras de las hojas moteaban el ancho alféizar. Más allá, el sol del atardecer bañaba la descolorida hierba otoñal con una luz diluida y clara. El crepúsculo del día y el crepúsculo del año parecían confluir en una mutua despedida del calor y la luminosidad.
La señora Lightfoot exhaló un hondo suspiro.
—Señorita Crayle, ¿está segura de que no puede imaginárselo?
Tras una pausa momentánea, Faustina recuperó impulso.
—Por supuesto que estoy segura. ¿No podría decírmelo, por favor?
—No era mi intención llegar hasta donde he llegado. No diré nada más.
Faustina reconoció el tono concluyente y siguió con voz lenta y derrotada, como una anciana.
—No creo que consiga otro trabajo de profesora con el curso tan avanzado, pero si optase a algún puesto el año que viene, ¿podría remitirlos a usted? ¿Estaría dispuesta a decirle a la directora de otra escuela que soy una profesora de arte competente, que en realidad no ha sido culpa mía tener que abandonar Brereton de forma tan repentina?
Los ojos de la señora Lightfoot se tornaron fríos y firmes, la mirada de un cirujano o un verdugo.
—Lo lamento, pero de ningún modo puedo recomendarla como profesora a nadie más.
Todo lo que había de infantil en Faustina salió a la superficie. Sus claras pestañas se anegaron de lágrimas. Los desvalidos labios le temblaban. Pero no protestó más.
—Mañana es martes —añadió enseguida la señora Lightfoot—. Por la mañana solo tiene una clase, debería darle tiempo a hacer el equipaje. Y creo que por la tarde se reúne con el comité para la obra de teatro griega, a las cuatro. Si se marcha nada más terminar, podrá coger el tren de las seis y veinticinco para Nueva York. A esa hora, su partida llamará poco la atención. Las muchachas estarán vistiéndose para cenar. A la mañana siguiente, en la asamblea, anunciaré que se ha ido y que las circunstancias hacen imposible su regreso, muy a mi pesar. No tiene por qué haber habladurías. Será lo mejor para la escuela y para usted.
—De acuerdo.
Medio cegada por el llanto, Faustina se dirigió a trompicones hacia la puerta.
Fuera, en el amplio pasillo, un rayo de sol caía en oblicuo desde la ventana de la escalera. Dos chiquillas de catorce años bajaban también, Meg Vining y Beth Chase. La severidad varonil del uniforme de Brereton no hacía sino realzar la belleza femenina de Meg: piel sonrosada, rizos corlados, ojos de un brillo neblinoso como zafiros estrella; pero ese mismo uniforme sacaba a relucir los rasgos poco atractivos de Beth: pelo desmochado y parduzco como un ratón, rostro pálido y afilado y un cómico y caprichoso jaspeado de pecas.
Al ver a Faustina, las dos caritas se volvieron insulsas como agua de arroz mientras dos agudas vocecillas entonaban a coro: «¡Buenas tardes, señorita Crayle!».
Faustina asintió en silencio, como si no confiara en su propia voz. Dos pares de ojos la siguieron de soslayo mientras subía al siguiente rellano. Ojos abiertos como platos, pero no inocentes. Más bien curiosos y suspicaces.
Faustina apretó el paso y llegó arriba jadeando. Allí se paró a escuchar. Por el hueco de la escalera subía una diminuta risita, atiplada como la de unos duendecillos histéricos o como si fueran ratones.
Faustina se alejó de aquel sonido casi a la carrera por el pasillo del segundo piso. A su derecha se abrió una puerta. Una doncella, con cofia y delantal, salió y miró por la ventana que había al fondo del corredor. Su cabello rubio reflejó el último rayo de sol con un destello como de latón deslustrado.
Faustina logró serenar sus temblorosos labios.
—Arlene, me gustaría hablar contigo.
La muchacha dio un violento respingo y giró en redondo, sobresaltada y hostil.
—¡Ahora no, señorita, tengo que trabajar!
—Ah… Está bien. Más tarde, entonces.
Cuando Faustina pasó por su lado, Arlene retrocedió y se pegó a la pared. Las dos niñas la habían mirado con picardía, con sentimientos encontrados, pero aquel rostro de cutis irregular estaba marcado por una emoción dominante: el terror.
CAPÍTULO DOS
¿Qué víboras acudían a mudar la piel,
qué obscenas sierpes enroscadas
alargaban el suave cuello
para acariciar a Faustina?
Faustina entró en la habitación de la que acababa de salir Arlene. Una alfombra de piel blanca cubría el suelo de color caramelo. Blancas cortinas enmarcaban la ventana. La cómoda estaba pintada de amarillo narciso. Sobre la blanca repisa de la chimenea había varios candelabros de latón con colgantes de cristal y velas de arrayán, de cera verde y aromática. La butaca orejera y el banco de la ventana estaban forrados de cretona color crema con un estampado de flores violetas y hojas verdes. Los colores eran alegres como una mañana de primavera, pero… la cama estaba sin hacer, la papelera sin vaciar y el cenicero a rebosar de ceniza y de colillas.
Faustina cerró y cruzó la habitación hacia el banco de la ventana, donde yacía un libro abierto. Empezó a pasar las páginas con una urgencia frenética. Entonces llamaron a la puerta. Cerró el libro y lo escondió detrás de un cojín, que luego compuso de nuevo para que no se notase que lo habían movido.
—¡Adelante!
La joven del umbral parecía salida de un manuscrito iluminado con caligrafía cúfica, donde aún puede verse a esas damas persas —muertas hace dos mil años— a lomos de unas yeguas con los ojos tan negros, la piel tan blanca, tan ligeras y esbeltas como ellas. Podría haber llevado sus mismos brocados dorados y rosas con elegancia, pero el clima de Estados Unidos y el siglo veinte la habían vestido con una pulcra falda de franela gris y un suéter verde pino.
—Faustina, los trajes griegos… —Pero enseguida se detuvo—. ¿Qué ocurre?
—Por favor, entra y siéntate —contestó Faustina—. Quiero preguntarte una cosa.
La otra obedeció en silencio y optó por el banco de la ventana en lugar del sillón.
—¿Un cigarrillo?
—Gracias.
Despacio, meticulosamente, Faustina colocó la cigarrera de nuevo sobre la mesa.
—Gisela, ¿qué pasa conmigo?
Esta respondió con prudencia.
—¿A qué te refieres?
—¡Sabes de sobra a qué me refiero! —Faustina hablaba con voz seca y cascada—. Tienes que haber oído rumores sobre mí. ¿Qué es lo que dicen?
Unas pestañas largas y negras son tan prácticas como un abanico para ocultar los ojos. Cuando Gisela alzó otra vez las suyas, tenía una mirada ambigua. Hizo un leve gesto con la mano, que arrastró el humo del cigarrillo, hacia el cojín que tenía al lado.
—Siéntate