La cronología del agua. Lidia Yuknavitch

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Название La cronología del agua
Автор произведения Lidia Yuknavitch
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788412460803



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7.00 y empezaba las clases a las 10.00, que terminaban a las 15.00; a las 15.30 tenía entrenamiento con pesas; a las 16.30, natación, y la cena a las 19.00. Me pasaba todos los días menos el domingo con un montón de nadadoras buenorras, y las noches eran para nosotras.

      Toda la noche, todas las noches. Todo lo que pudieras disfrutar de la noche hasta las 5.30.

      Al mes de conocer a mi compañera de habitación ya estaba enamorada de ella, o algo parecido. Puede que fuera por su aguante bebiendo o por lo bien que se le daba insultar o por el rock and roll que escuchaba o por sus altavoces Bose y su estéreo, que estaban de puta madre; o por ser de Chicago y pensar que los texanos del oeste eran unos cretinos o por los hombros de machote que tenía de nadar a mariposa o por sus tetas grandes o por su bandana o sus vaqueros rotos o por su pipa monodosis. Puede que fuera solo por su nombre. Amy. Amy, ¿qué te apetece hacer? Creo que podría pillarme de ti, quizá un rato… o algo más.

      No sé si sabes cómo funcionan las fiestas de nadadores, pero son tremendas. La mayoría de los nadadores universitarios tienen beca. Beca igual a dinero. Había dos gemelas británicas con el pelo de punta y decolorado. Había un montón de barbies texanas, con su laca y su acento sureño. Había una lesbiana increíble que estaba en el último año y una mujer asiática con cuerpo de chico increíblemente guapa y mística. Exótica. Entre las pollas había un larguirucho con el pelo tan rubio que parecía blanco, como el mío; se apellidaba Creamer y caí rendida a sus pies. Había un surfista muy cervecero del sur de California fan de Bruce Springsteen y Elvis Costello. Había un salidorro de Dallas al que le gustaba el country. Había un chico del pueblo de Amy que se encargaba de organizar las fiestas en la residencia de los chicos. Y un buen grupo de nadadores que siempre estaban empalmados y que se afeitaban zonas desconocidas para los chicos normales.

      Cuando digo que son tremendas quiero decir que eran épicas.

      Hacia la mitad del curso, mis días consistían en ir a entrenar a las 5.30 de resaca con la cabeza como un bombo y saltarme los asquerosos huevos en polvo que daban para desayunar en la cafetería abandonada de la mano de dios y saltarme las clases de las 10.00 las 11.00 las 12.00 combatir la resaca con cerveza comer pizza fría y helado Häagen-Dazs y escuchar a Led Zeppelin colocarme hacer un examen a la semana y entrenar con pesas a las 15.30 y natación a las 16.30 y a tomar por culo las cenas de la cafetería de la residencia que saben a mierda y tienes que sentarte con un montón de subnormales de mierda del oeste de Texas vámonos a beber vamos a dar una vuelta por el Rock-Z y a bailar y bailar y bailar y beber y vomitar y follar todos los días y todas las noches.

      El segundo año me quitaron la beca. El tercero me expulsaron.

      El amor es una granada I

      Siempre quise ser esa clase de mujer a la que James Taylor le dedicaría esta canción: «I feel fine, anytime she’s around me now». Sabes de qué canción hablo. Something in the Way She Moves. ¿No te gustaría que alguien quisiera cantártela?

      Por desgracia, mi canción diría: «Blood on her skin, dripping with sin, do it again, living dead girl». Así es. Rob Zombie. Porque en la universidad era una muerta en vida.

      Mi primer marido, un hombrecito guapísimo, me recordaba a James Taylor. Tenía exactamente las mismas manos, la misma voz y el mismo cuerpo esbelto. Exactamente el mismo don introvertido para la guitarra acústica, los mismos ojos de artista, el mismo ego escondido en su delgadez. Tendría que haber salido con Rob Zombie, pero eso no pasó. Estuve saliendo unos años con un James Taylor llamado Philip en Lubbock, donde había conseguido una beca de natación.

      Botas militares Doctor Martens; mucho lápiz kohl en los ojos, como si fuera un mapache; medias rotas a muerte; falda a cuadros de niña católica y chupa motera negra de cuero. Sin laca, sin las uñas pintadas, sin bolso. Esa era yo. Estaba totalmente fuera de lugar en Lubbock.

      En aquellos años él se limitaba a pintar y a tocar la guitarra y yo a escucharlo, a colocarme, a hacer el amor y, ah, sí, a ir a la universidad, de la que me acabaron echando. El único sobresaliente que tuve fue en Filosofía. Y eso fue porque el profesor iba siempre colocado a clase, así que nos limitábamos a escupir mierda filosófica, hasta que todos empezamos a ir a clase colocados. Ir a clase, dormir con Philip. Intentar no enamorarme de Amy, mi compañera de habitación. Y nadar, aunque cada mes y cada año que pasaban la nadadora que había en mí se iba ahogando un poco más en el alcohol y en océanos de sexo.

      La primera vez que lo dejamos estaba nevando en Lubbock. Que nevara en Lubbock era un extraño sinsentido: es más plano que una mesa. No hay montañas, ni colinas ni bosques. Cuando nieva en Lubbock toca emborracharse y dar una vuelta con el coche. No pienses mal de mí. Recuerda lo que he dicho antes: en Lubbock hay ley seca. Y a una le puede entrar… sed. Y no hay mucho contra lo que «chocarse» en la oscuridad, y si lo hubiera se vería a kilómetro y medio.

      Así que simplemente fuimos a dar una vuelta nocturna con el coche. Paramos al rato. Yo estaba borracha como una cuba y me subí a los hombros de la estatua de Buddy Holly, que está en un parque que parece un cementerio.

      Por cierto, la estatua no es tan alta. Pero yo me sentía como si fuera la reina del mundo.

      El plato fuerte de la noche era Philip. Le había cortado la punta de los dedos a sus guantes y estuvo tocando la guitarra sentado en la base de la estatua de Buddy Holly. De repente, se puso a tocar la apertura acústica de Wish You Were Here de oído. También tocó Sweet Baby James. Y luego, Suzanne. A los pies de Buddy Holly con una rubia borracha que se levantaba la camiseta a un grado bajo cero. «¡Que os folleeen! ¡Comédmelo! ¡Sííí!» No iba por nadie en concreto, aparte de Lubbock.

      Llevaba como un año con Philip. Me enamoré de él cuando escuché su voz a mi espalda en el pasillo de la residencia justo después de pasar por delante de él. Nunca había escuchado a un blanco con la voz tan grave. Era una voz que se te enrollaba en la parte de arriba de la columna y en la mandíbula y te dejaba boquiabierta y con ganas de más. Y yo pensaba: «Mi padre está lejísimos mi padre está lejísimos mipadreestálejísimosmipadreestálejísimos».

      Cuando me di la vuelta, allí estaba él. El pelo le llegaba hasta los hombros y tenía las pestañas gruesas como cerdas. Llevaba botas indias y una guitarra.

      Y allí estaba esa noche, tocando Suzanne rodeado de nieve y cantando a pleno pulmón, y yo, encaramada a Buddy Holly con los ojos bizcos, mirando las estrellas y babeándole la cabeza de bronce a Buddy. Las chicas cabreadas también lloran.

      Las razones por las que lo nuestro se fue a la mierda son dos.

      Razón número uno: me pasé el año entero obligando al pobre de Philip, tan guapo, a colarnos de noche en casas ajenas para follar en el suelo. No sé por qué. Eso realmente le dejó marcado, doy fe. Le aterrorizaba, pero lo hacía, y yo iba corriendo a encender la luz y él casi infartaba y volvía a apagarla, con esa largura y ese culillo que gastaba. Yo cogía todo el alcohol que encontraba y él intentaba rellenar las botellas con agua, cambiar los tapones y devolverles su virginidad. Yo rebuscaba en los botiquines y él me perseguía en la oscuridad intentando rescatar pastillitas blancas.

      Y cuando follábamos me subía encima de él y cabalgaba a lo bestia sobre su artística polla, y mientras pensaba en que ojalá yo fuera su guitarra y no una chica malparada, para que me rasgara con los dedos hasta morir, hasta dejarme limpia, hasta apaciguarme, hasta convertirme en una mujer a la que le escribiría una canción. Sin camisa, con las tetas blancas como lunas al aire, la cabeza hacia atrás y el pelo revuelto. Y se corría de forma tal que pensaba que me iba a partir la espalda —porque los larguiruchos la tienen enorme—; luego nos quedábamos jadeando y mirándonos en la oscuridad de la casa en la que nos habíamos colado, y entonces a él le entraba el miedo de nuevo, se levantaba de un salto, se subía la cremallera más rápido que la luz, y me dejaba en el suelo, como los restos pegajosos de las salas de cine. Y yo me reía como se ríen las chicas malparadas.

      Dios. Pobre Philip. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo para pedirle perdón. Nunca estuvo hecho para una mujer como yo, llena de una ira más grande que Texas. Entonces aprendí que la pasividad extrema también es poderosa en cierto modo.

      Razón