El canto de la essentia. Gustavo Vaca Delgado

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Название El canto de la essentia
Автор произведения Gustavo Vaca Delgado
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788418996856



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otra botella de vino que abrimos y bajo el sofoco aún de tan extraña visita del insólito personaje.

      —Parece sacado de un cuento medieval —sentencié entre risas.

      Misán permaneció reflexiva hasta en algún momento añadir con un suspiro:

      —Un loco renacentista. ¡Pero adorable!

       CAPÍTULO III SOLANUM TUBEROSUM

      Aunque usamos los términos de «verano» e «invierno» en el mismo sentido que los países del hemisferio norte, Quito, por su ubicación sobre la franja ecuatorial mantiene una continuidad primaveral exasperante durante todo el año. Quizás se elevan las temperaturas un par de grados en el llamado verano, soplan vientos más recios y llueve menos, pero no se experimentan variaciones dramáticas entre ambas estaciones. Después de mis recientes doce años en Madrid no puedo desprenderme de la odiosa costumbre de comparar en muchos sentidos a ambas ciudades. Más por pasión que por verdad, aunque al parecer también por méritos de Carlos III que le dio en su día más de un retoque favorable a Madrid, hay un dicho que afirma que «de Madrid al cielo» ¡Pues no, imposible! Estamos mucho más cerca del cielo en Quito, a casi tres mil metros de altitud y esto nos otorga ventaja. La elevación de la ciudad y su ubicación encorsetada entre montañas y valles también influyen en el clima. Nunca sufrimos fríos tan rudos como aquellos que viven más cerca de los polos, y nunca padecemos olas de calor vehementes. Al igual que muchas naciones, nos creemos el ombligo del mundo, pero en nuestro caso esta definición se cumple a rajatabla. Por eso las condiciones climatológicas de nuestra urbe poseen un plus distintivo que se da porque en un mismo día, o en un intervalo de pocas horas, podemos soportar los más diversos fenómenos climatológicos, desde el sol abrigador y fulgente, pasando por cielos vaporosos y tristes, a lluvias torrenciales y tormentas, que luego terminan por purificar el cielo para dejarlo nuevamente en un azul lavanda.

      Así nos ocurrió el martes. Cerca del mediodía circulábamos con dificultad rumbo al centro histórico acompañados por un tráfico desordenado y por un buen chaparrón de agua. Al recogerlo en el hotel había tenido mis serias dificultades en reconocerlo porque, fiel a su palabra, don Piero había pasado por las manos de algún hábil peluquero que, obrando el milagro, le había trasquilado las greñas. Ni bien lo vi, me recordó al actor Sean Connery en la película La roca. Su cabello en tupé se había ordenado hacia atrás, resplandecía con reflejos azulados gracias a un champú violáceo que yo mismo usaba, se empataba a la perfección con una barba pulcramente desmochada, y el bigote se había afinado para liberar gran parte de la nariz. Había seguido mis recomendaciones y vestía un pantalón vaquero claro, de pinzas, una camisa guayabera que dejaba al descubierto un manojito de pelo en el pecho y los brazos pecosos y peludos.

      —Solo falta que me lleve a comprar uno de esos sombreros tan ligeros que usan aquí —había dicho en tono divertido y mofándose de mi sorpresa.

      —Los mal llamados «sombreros de Panamá», que nunca se hicieron allí, sino aquí en nuestro país. «El sombrero de paja toquilla» le había explicado yo.

      —¡Uno de esos! —había confirmado él con su incesante bamboleo de cabeza.

      Entramos al aparcamiento subterráneo del centro aún con lluvia, y salimos de él con el sol nuevamente abriéndose camino entre las nubes caprichosas. Cuando en una ciudad la lluvia ha apisonado la contaminación y mojado el asfalto, cuando el sol se abre paso y se refleja en la humedad, es cuando más me gusta, huele a urbe viva. No había plan trazado y nos dedicamos a deambular por el casco antiguo.

      En esencia y en arquitectura esta zona de Quito es un testimonio preciso de nuestra herencia colonial, la que inició con los españoles después de vencer a los incas. Con la emancipación, la independencia, mejoró su esplendor y, con permiso de las demás capitales americanas, es la ciudad con el centro colonial mejor conservado de todas ellas, por algo la UNESCO la declaró «Patrimonio Cultural de la Humanidad» en 1978. No difiere en mucho de los paisajes urbanos de otras ciudades clásicas españolas. Las edificaciones son solemnes, de balcones y ventanales sugerentes, de poca altura, las plazas muy señoriales, amplias y prestigiosas, propias a las costumbres de una naciente edad moderna que se alejaba del medioevo.

      —Me ha traído a un mundo tan diferente —exclamó don Piero mientras cruzábamos la Plaza de la Independencia, circundada por el Palacio de Gobierno, el Palacio Arzobispal, el Ayuntamiento y la Catedral.

      —El norte de la ciudad es extraño con sus torres grandes de viviendas, construcciones lineales y modernas. Aquí, todo es más familiar, más recogido, se parece mucho a Italia. O Francia…

      Quito fue fundada por los españoles en 1534 con el nombre de San Francisco de Quito sobre las cenizas de un asentamiento previo que había sido arrasado por un incendio ordenado por el general inca Rumiñahui. Este había sido hermano del gran inca Atahualpa, ambos hijos de Huayna-Cápac, y había regido en esta región. Había preferido incendiar el asentamiento que dejar que los españoles, comandados por Sebastián de Belalcázar, encontrasen riquezas con las que saciar su gula, pero es conocido por la historia que los barbados ibéricos habían terminado imponiéndose. La ciudad había iniciado su existencia de manera ordenada; se habían marcado los límites y la retícula de la futura urbe, y pronto se había abordado la tarea de construir los primeros monumentos, como la iglesia de San Francisco.

      Hice un esfuerzo real por estrujarle a mi memoria algunos datos más que sabía y para ilustrar a mi amigo turista. Siguiendo la ortodoxia de las costumbres turísticas, imaginé que don Piero se volcaría con ganas en descubrir la monumentalidad de nuestro centro, sobre todo las iglesias, de las que tenemos unas cuantas y de extraordinaria importancia y bella factura. Le sugerí la clásica peregrinación por la calle de las Siete Cruces, que es como se conoce a la calle García Moreno por albergar en su ruta siete de las iglesias más ensalzadas de la ciudad. Sin embargo, el italiano me frenó con llaneza y una lógica apabullante.

      —He visto demasiadas iglesias en mi vida, amico mio. No dudo de la belleza y de los atributos de las quiteñas, pero en el fondo se parecerán a cuantas haya visto antes en Italia o Francia. Dejemos eso para más adelante, lo que me tiene encandilado es esta plaza y toda esta gente.

      Hice un veloz ejercicio mental para encontrar argumentos que desmontaran el equívoco de que nuestras iglesias fueran comparables con otras del montón. Pero, por mucho que excitara mis neuronas, mis limitaciones por falta de conocimientos se impusieron. De todas maneras, creí entender que el aparente desinterés de don Piero se debía a que realmente se sentía atraído por la estampa variopinta que dibujaba la Plaza Grande y no forcé ningún comentario más.

      Nuestra similitud en gustos quedó manifiesta cuando el hombretón sugirió que nos acomodásemos sobre la escalinata que asciende a la Catedral porque desde aquel punto se abría la mejor perspectiva de la notable plaza. Un corrillo de estudiantes de bellas artes o arquitectura, difícil es distinguirlos, ocupaba el centro del graderío para dibujar bocetos de rincones del lugar.

      —Son aprendices —comentó mi compañero—. Pero están practicando el dibujo sin antes haber aprendido a mirar.

      A estas alturas de nuestra naciente amistad, saber a don Piero entendido en dibujo no debía sorprenderme y quise ahondar en el tema.

      —Yo pinto y, sin ser un gran experto, le aseguro, don Piero, que la mejor manera de perfeccionarse uno en dibujo es dibujando.

      Mi amigo alzó la mirada hacia Libertas, la diosa romana de la libertad que corona el Monumento a la Independencia, el elemento central de la plaza, una escultura sobre columna y con una infinidad de simbolismos.

      —Dibujan lo que ven desde aquí, pero no estudian el monumento desde todos sus ángulos. Para dibujar una vista hay que haber estudiado también sus ángulos ocultos, las caras que no se verán en el dibujo, pero que están ahí.

      Fue una elucidación demasiado metafísica cuya practicidad no lograba comprender. ¿No es el dibujo una representación bidimensional de una realidad tridimensional? Ahora que escribo estas líneas,