En 1983, el ciclismo español se encontraba en un coma profundo: la secreta línea de continuidad que llevaba de Trueba a Fuente y Ocaña, pasando por Berrendero, Ruiz, Loroño, Bahamontes o Jiménez, se había roto. Con la retirada del conquense y del asturiano, con la decadencia del legendario Kas, con la ausencia cada vez más notable de ciclistas hispanos en las carreteras del Tour, una de las tradiciones más ricas de este deporte se había quebrado. Evidentemente, hubo excepciones. Pero, en general, todo era un páramo. Un larguísimo túnel del cual Pedro Delgado salió como una centella. "¿Qué se te ha perdido a ti en el Tour? —le preguntaban a José Miguel Echavarri, director deportivo, en las vísperas de julio de 1983—. Si allí no tienes nada que ganar, si no vais a terminar ninguno". Y Echavarri callaba. Sonreía. Esta es la historia de un ciclista diferente, de una figura irrepetible, carismática, imperfecta y genial. Es la semblanza de un momento en la historia de España, de un instante en el que todo un país aspira a imaginarse otro, en el que tantas personas se dejaron seducir por un deportista de sonrisa fácil y gesto carismático. Una leyenda.