En camino hacia una iglesia sinodal. Varios autores

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Название En camino hacia una iglesia sinodal
Автор произведения Varios autores
Жанр Документальная литература
Серия GS
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788428836913



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que vivimos en el Concilio Plenario de Venezuela fue la universalidad: nuestra Iglesia es católica, porque ante todo es asamblea de todos. En las seis sesiones conciliares tomamos parte muchos sujetos. En la primera sesión participaron 56 obispos, 96 sacerdotes del clero diocesano; 39 sacerdotes religiosos; 2 diáconos permanentes; 2 hermanos religiosos; 24 religiosas; 71 laicos, de los cuales 27 eran damas y 44 caballeros. Además estuvieron presentes: 9 peritos conciliares, 21 expertos y 13 observadores. Los números se mantuvieron regularmente, aunque solo a la primera y a la última sesión se invitó a los representantes de otras Iglesias.

      Por su mismo carácter plenario, en el concilio estuvieron representados todas las instancias y sectores eclesiales: obispos, sacerdotes diocesanos y religiosos, rectores de seminarios, religiosas y miembros de institutos seculares, movimientos de apostolado seglar, laicos asociados y no asociados. Algunos fueron como representantes de las diócesis y otros invitados por la Conferencia Episcopal Venezolana. Se trató de una asamblea conciliar plural en su composición.

      Entre los participantes se contaba con la presencia de gente sencilla y popular, de indígenas y también de profesionales: médicos, abogados, comunicadores sociales, ingenieros, educadores, rectores de universidad... El concilio, en este respecto, fue un reflejo de la universalidad de nuestra Iglesia. Personas muy diferentes no solo por su vocación, sino también por edad, espiritualidad, mentalidad y formación. El 20 % de la asamblea eran obispos. Esta cifra es muy significativa, habida cuenta de que un concilio, en rigor canónico, es una reunión solo de obispos.

      b) Romper los miedos iniciales

      El concilio es, hasta ahora, la asamblea más cualificada vivida por la Iglesia en Venezuela. Como todo lo nuevo, también en el concilio experimentamos un ambiente caracterizado por un cierto miedo inicial, por prejuicios, rumores, incluso desconfianza. En la primera sesión emergieron muchos temores, entre ellos el de los obispos con respecto a los sacerdotes y viceversa. Progresiva y crecientemente, la asamblea se desarrolló en un clima de gran libertad e igualdad de participación. Para algunos no estaban suficientemente demarcadas las fronteras entre el respeto a la autoridad y la libertad de expresión por parte de los presbíteros.

      No estaban tampoco ausentes los miedos entre los sacerdotes diocesanos y los religiosos y religiosas. Prejuicios que provenían fundamentalmente del desconocimiento mutuo. Formaciones y mentalidades diversas distanciaban a unos de otros. Esto se evidenció en la primera sesión, al ser presentada por los religiosos una propuesta metodológica alternativa que suponía asumir otro camino. Más allá de las motivaciones esgrimidas, muchos recurrieron a argumentos ad hominem, que revelaban desconfianza y hasta cierta hostilidad.

      Hubo prejuicios también entre los diferentes movimientos apostólicos, animados por carismas y espiritualidades diferentes. Afloraban prejuicios fruto del desconocimiento mutuo. Diferencias, por último, entre los laicos asociados y los no asociados. Un número creciente de laicos participaban activamente en movimientos de apostolado y grupos organizados, pero la gran mayoría de los laicos católicos no estaban asociados y vivían su fe individualmente, integrados en su comunidad eclesial o bien sin participar regularmente. Los primeros mostraban un gran compromiso y visibilidad eclesial, pero a veces corrían el riesgo de arrogarse la totalidad de la representación laical. Los otros encarnaban más bien el testimonio diseminado en el pueblo de Dios, pero, tal vez, con escasa comunión y sensibilidad hacia los desafíos más amplios y novedosos.

      Un prejuicio que afloró inicialmente fue el excesivo respeto y diferenciación de las categorías, según una Iglesia piramidal, que se expresó en el «no superar las barreras del protocolo». De hecho, en la primera sesión, hasta la composición física de la asamblea revelaba las diferencias entre las respectivas categorías: en la parte central, primero, los arzobispos y los obispos, por estricto orden de precedencia; luego, los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. En la parte derecha, los invitados de otras Iglesias hermanas. En la parte izquierda, los peritos y expertos, quienes tenían derecho a hablar en los grupos, pero no en la asamblea. A partir de la tercera sesión, este miedo se rompió y se pasó a un clima más familiar y menos artificial, propio de una Iglesia-comunión: todos estábamos mezclados, sin que esto supusiera una falta de respeto a los obispos.

      c) Algunos procesos: del encontrarse al quererse

      Durante los seis años que duró la fase celebrativa del Concilio Plenario, los que participamos en las diferentes sesiones pudimos vivir distintos procesos:

      Reunirnos. La primera experiencia fue la de reunirnos. Los miembros conciliares proveníamos de todos los rincones de Venezuela, de las distintas diócesis y vicariatos, del norte al sur, del este al oeste. El día de llegada e inscripción significó dar rostro y color a los nombres de los participantes recogidos en las listas de la secretaría: cada nombre era una persona con una historia bien interesante y un cúmulo de experiencias familiares, sociales, eclesiales. Las reuniones plenarias, por grupos, por comisiones, por categorías, mostraron una primera realidad de lo que es la Iglesia: una reunión, una asamblea.

      Reconocernos. Cuando llegamos, casi no nos conocíamos. Era imposible de otro modo, tratándose de una asamblea muy plural. Poco a poco, a medida que comenzó el trabajo conciliar, fuimos conociéndonos, compartiendo las experiencias, identificando y ubicando a cada uno: de dónde venía; a qué Iglesia, comunidad o grupo representaba; qué pensaba, qué hacía. Para quererse es necesario conocerse: abrir la propia persona a la persona del otro.

      Aceptarnos. El mero conocerse no implica aceptarse. Yo puedo conocer al otro como otro, en su diferencia, y no aceptarlo, no «re-conocerlo». Una de las experiencias más ricas fue la de aceptar las diferencias internas: la Iglesia no es, ni puede ser, un grupo totalmente homogéneo gobernado por un pensamiento monolítico o hegemónico. El Espíritu Santo suscita una gran multiplicidad de carismas variados para bien de la comunidad. Progresivamente nos fuimos aceptando en la diversidad.

      Compartir. Una vez que se acepta a las personas, aun en la diversidad de opiniones sobre un tema, es más fácil compartir. Compartir no consiste en imponer mi visión de las cosas, sino en escuchar qué piensa el otro, qué experiencias son más significativas, en buscar la unidad en la diversidad, sabiendo que son más las cosas que nos unen que las que nos separan. El concilio fue una gran oportunidad para conocer a gente de Iglesia y para compartir experiencias espirituales, vivencias, historias, proyectos, esperanzas.

      Querernos. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, comenzamos a hacer amistades, a querernos, aun en el respeto de la diversidad. Qué imágenes tan bonitas las de las últimas sesiones cuando el día de llegada nos encontrábamos con los amigos: abrazos, saludos, conversaciones… Muestras todas de un gran aprecio y una amistad cultivada. Uno de los frutos mejores del concilio fue reunirnos en el amor de Cristo, como sus seguidores que vivimos la comunión y, unidos, nos lanzamos a la misión encomendada.

      d) Experiencia de Dios

      Un punto importante que quisiera señalar es el carácter trinitario que moldea a la Iglesia y que inspiró el ambiente creado durante las sesiones conciliares. Podemos decir que desde ahí se constituyó la unidad en la pluralidad.

      Humanamente, en efecto, es muy difícil la concertación de tantas y tan distintas voluntades. Pero nuestro concilio fue una auténtica experiencia de Dios. Nos reunió un motivo de fe: la profesión del Dios uno y trino, en el que el Padre es origen; el Hijo, la Palabra que revela; el Espíritu Santo, el vínculo de amor y unidad. Como Iglesia en Venezuela nos propusimos ir formando una gran armonía de muchos instrumentos, tonos, notas y sonidos, en un único canto de alabanza a la Trinidad. Era el compromiso por realizar la misión de evangelizar y por construir la unidad en la aceptación de la pluralidad de dones y carismas.

      Vivimos el encuentro como experiencia espiritual, marcada por los momentos de oración, las eucaristías al final del día, los días de discernimiento espiritual o de retiro sobre temas específicos, la recitación de la oración del concilio por parte de tantas personas y comunidades cristianas, que acompañó y sostuvo el proceso conciliar.

      Los que participamos en las sesiones podemos asegurar que no se trató de un congreso académico, de debates