Tenerlo por escrito. Lucía Lorenzo

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Название Tenerlo por escrito
Автор произведения Lucía Lorenzo
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789915931333



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-dice.

      Él la mira, incómodo, la cabeza esforzándose por mantenerse de perfil, desacomodado.

      -Dicen que va a haber un temporal.

      Él continúa mirándola, esperando.

      -En eso y en mañana -agrega ella.

      -¿Mañana? -pregunta él, la cabeza en el aire ahora.

      Ella sonríe, le sonríe.

      -¿Quiere agua? -pregunta.

      -Agua no -dice él, volviendo la cabeza a su lugar.

      Un día entrará a la habitación y él estará muerto. Piensa eso mientras cierra la ventana y mira (amarillo, dice para sí, ya todo es amarillo). Él estará muerto y ella sin trabajo; despedida de la forma violenta de los que cuidan, de los que cuidaron algo, mucho, un día. Será vieja entonces, aunque no lo sea. Él pide que le acomode un poco las almohadas. Ya se hace la hora. El enfermero, un hombre grande, casi musculoso, llegará en un rato para hacerle la higiene. ¿Quién es, cómo se llama ese hombre?, le pregunta, para testear su memoria. Con R. Es con R. ¿Raúl? No. ¿Ricardo? No. Se llama Roberto, dice ella y le sonríe. Le sonríe, mirándolo y despidiéndose, ahora que ya casi está afuera, en la calle, del otro lado de la ventana. Y enseguida se inclina para acomodarle las almohadas y él la mira acomodándole las almohadas. Y siente su olor básico, ajeno, su delicioso olor básico, ajeno. ¿Mañana?, le pregunta. ¿Mañana qué?, dice ella, olvidada ya del resto de aquella conversación. Mañana qué. Se sostiene eso en el aire. Ella sonríe. Mueve los brazos alrededor suyo y esparce su perfume personal. Amarillea. El libro, le dice después, y ella lo lleva y lo coloca en algún lugar de la biblioteca. ¿Otro? ¿Uno marrón? ¿Uno anaranjado? (si es que todos fingían leer). Él niega sin mirarla. Sabe que ya se va, que ya está afuera. Sabe que eso se termina. Sabe que se terminó.

      Épocas

      La soledad, como la fiebre, medra en la noche

      Truman Capote

      Los niños volvían a la escuela después de unos días de ausencia y decían: se murió mi abuelo. Si estabas cerca, podías intentar imaginártelo. Pero era imposible. La palabra murió al lado de la palabra abuelo era un error del lenguaje. Ni siquiera se podía sentir lástima por el niño. Sólo se podía identificarlo después en medio del patio. Y mirarlo correr en la distancia, subiendo y bajando, desplazándose hacia los costados, con todas las características de un niño pero siempre demasiado liviano, demasiado imposible, como si sólo fuese el viento arrastrando y empujando algo. Eso es todo lo que había sabido sobre duelos, durante su infancia. Y ahora ella lo vivía, ahora lo vivía en carne propia, y hasta le daba gracia la expresión “en carne propia”. Aunque no se tratara de la muerte de nadie, dolía como un duelo. Era como estar inmersa en algo, soñando. Sentada, soñando, fingiendo algo. Fingiendo tener un nombre, un cuerpo, una cara. Fingiendo un movimiento y, enseguida, otro movimiento. Repitiendo, para el que quisiera oírlo, que algo había pasado. Sólo esa información mínima, dicha así, mientras la muchacha daba un vuelto, y uno estiraba mecánicamente la mano. Dicha en medio de cualquier actividad cotidiana. Y la voz sonando dentro de su cabeza como si se tratara de una voz grabada, refiriendo el hecho casi sin cambios, sin cambiar nada. Nada que fuera sustancial. Quizá tenía miedo. Miedo del tiempo, de lo que el tiempo pudiese hacer con las palabras, de lo que no pudiese hacer. ¿Sentían lástima por ella? No se detenía en averiguarlo. ¿La culpaban?, ¿creían que algo en ella la había colocado donde estaba, doliente y sin significado? No lo sabía. Sólo sabía que a las personas no les importaba. No del todo o no lo suficiente. Y que si la veían levantarse de una silla, y volverse a sentar, creerían que no era, finalmente, tan grave.

      Nada era tan grave, si es que uno podía seguir levantándose de una silla. Si uno podía salir al patio como en un día cualquiera, entreverarse con los otros, correr y sudar, mostrarle a los demás que todavía podía gritar cualquier cosa banal y, una tras otra, infinitas cosas banales. Nada era tan grave si uno era todavía capaz de reaccionar. Ese día el niño volvía del recreo completamente rojo. Agotado porque había corrido el doble y gritado el doble y gesticulado el doble. Entraba al salón casi tembloroso, una vena latiéndole en el cuello, la cara entera latiéndole, como si dijera que no, como diciéndoles a todos que no, que él estaba bien, que no era nada y todo estaba bien. Todo está bien, decía ella cuando contestaba a las preguntas y tenía la delicadeza de usar eufemismos, o metáforas simples y conciliadoras. Y todo estaba bien, les decía cuando, aun sin ganas, atendía el teléfono y les hacía creer que no era ninguna molestia, por el contrario, siempre era bueno saber que había alguien del otro lado. Los límites entre ella y los demás, no eran demasiado claros. Podía, incluso, haber dejado que la invadieran, que la asediaran, llenándola de respuestas, de consejos, y de opiniones. Podía haber dejado que decidieran por ella. Y hasta podría haber dejado que ellos la alimentaran.

      En las noches, cuando llegaba la angustiosa pregunta, ¿qué soy?, ¿qué soy ahora, entonces?, recorría zonas lejanas de su niñez, sitios que nunca había vuelto a ver. Repasaba con obligada lentitud su biografía. Lo que había vivido, y también lo que había imaginado. Se buscaba allí como a un reflejo, su nombre, su cuerpo, su cara; el nombre y el cuerpo y las caras de los demás. Ella, sus primos, sus hermanos, todos los desconocidos niños que nunca había vuelto a ver. Y antes todavía. Antes también. Cuando ella no era nada. Sólo un cuerpo que se podía desnudar, vestir y volver a desnudar. Sólo ese cuerpo levantado en el aire. Y una suave mano puesta allí, dirigiendo su cabeza para que saliera de frente en las fotografías. Lo posible y lo imposible, todo lo repasaba. Y al niño todavía en el patio, repitiendo para el que quisiera oírlo que su abuelo había muerto, diciéndolo en voz baja y tenue, como si evocara un recuerdo lejano y triste, o diciéndolo en voz alta y fuerte, como una dolorosa amenaza, una advertencia, un presagio. Ensayando formas y alternando estilos.

      Y algunas noches le parecía que el niño no corría ni gesticulaba trágicamente, y que era apenas una sombra quieta contra el alto paredón del patio. Sólo una silueta allí, igual que ella, quieta y esperando, contando minutos y comparando tardes, sufriendo las burlonas semejanzas. Sabiendo ahora que los días podían separarse unos de otros, que podían diferenciarse, juntarse todos y apartarse, dejarse a un costado, llamarles después época, adjuntarles ese nombre como una etiqueta, y dejar que fueran esa pequeña carga que se desprende, quedando siempre a la vista, a la deriva e insólita.

      Helechos

      Como un mundo aparte. Ser viuda, alcohólica quizá, ser vieja. Ser demasiado vieja para todo. Para cualquier cosa congruente. No responder ya a nada, ni a nadie. Una parte de su cuerpo, muriendo. Y la otra, también. En salud, incluso en salud. Mira el jardín que una vez improvisó. Lo repasa sin amor. Preguntándose cómo, a partir de qué idea, de qué impulso. Deambula un poco más. Con su alma arrastrada hacia atrás, como un resabio inútil, un lastre que no se desprende.

      Mira los helechos, crecidos, creciendo aún. Mientras el cerebro registra otra actividad paralela. ¿Tiene algo para tomar, ahora, enseguida, después? Vieja y alcohólica, qué raro eso. Llegarán sus hijos, sus nietos, esos, los reporteros de su infortunio. Vendrán a almorzar, otra vez, como cada domingo. En masa, casi militarmente, con ese, y otros beneficios. Y ella fingiendo cuidar, todavía, los helechos. ¿Cuida, todavía, la abuela, los helechos? Alcanza con verlos, esas enormes cosas verdes, creciendo incluso así, solos, y apartados. Un dato (crudo) de la realidad.

      Tendrá que cocinar, también. Incluso hablar. Ser congruente. Y no dejarles saber (nadie, nada, nunca) que ella es, ya, otra cosa. ¿Y qué, qué cosa es? Avanza por el patio insistiendo en nombrar esa planta, y la otra. Aliviada, o asustada, por poder recordar sus nombres. Llegarán y tendrá que estar atenta, un poco seria y un poco alegre, siempre maternal y eficiente. Le recordarán la vida, afuera. La obligarán a hacer ese repaso. La someterán a ese interrogatorio. Algunas consultas médicas, exámenes nunca hechos, resultados jamás retirados. Cuidar el cuerpo era otro dato (crudo) de la realidad.

      Se queda viendo las plantas altas, colgantes, allí, junto al muro. Y enseguida aparece una vieja, una normal, del otro lado. La vieja la mira, le hace un