Descomposición vital. Kristina M Lyons

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Название Descomposición vital
Автор произведения Kristina M Lyons
Жанр Социология
Серия Ciencias Humanas
Издательство Социология
Год выпуска 0
isbn 9789587845082



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para la Gestión Sostenible del Suelo, organizado por el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, en Bogotá, Colombia; el espacio de seminarios del antiguo Centro para el Estudio de la Ecología Política en Bogotá, Colombia; el seminario semanal del Laboratorio de Microbiología Agrícola del Instituto de Biotecnología de la Universidad Nacional de Colombia, seccional Bogotá; y el Museo Etnográfico del Área Cultural del Banco de la República en Leticia, Amazonas, Colombia.

      La vida es relación y me siento bendecida por contar con una red increíble de familiares cultivados. Estoy infinitamente agradecida por el amor y el apoyo de mi querida hermana Oneida Giraldo y toda la familia Giraldo Camargo; la profunda amistad de Astrid Flórez, Raquel Díaz, Felicity Aulino, Karina Hof, Rachel Cypher, Catalina Giraldo y Juan Diego Prieto; los impulsos colaborativos de mis inspiradoras colegas feministas Tania Pérez-Bustos, Lina Pinto-García, Alejandra Osejo, Carolina Botero y Juana Dávila; el espíritu afín de Diana Bocarejo; y la hermandad y compañía intelectual de Iván Vargas Roncancio. A Tom Chauvin le agradezco su lealtad incondicional y por presentarme la antropología. Mis más sentidos agradecimientos a la familia Ganley-Roper, por acogerme entre ellos, y especialmente a Barbara por animarme a adentrarme de lleno en la poesía etnográfica. Siempre estaré agradecida con Sylvia Sensiper, por su alma generosa y por acogerme en un momento oscuro. Por último, estoy muy agradecida con mi querido padre Everett Lyons, y con mi encantadora y terca abuela Evelyn Pilbin-Lyons, mi ángel protector, cuyo apoyo en este mundo y más allá de él me ha dado fuerzas todos los días de mi vida. A mi madre, siento mucho que no haya podido estar aquí para ver esta publicación hecha realidad, pero confío en que está dibujando un corazón en el aire con sus manos. Finalmente, agradezco a mi marido Gustavo Rebolledo que se ha vuelto mi gran compañero en todos los sueños, aventuras y propuestas de vida. Su apoyo y amor es el más lindo y generoso regalo.

      La investigación para este libro no hubiera sido posible sin la financiación de la Fundación Wenner-Gren, el Consejo para la Investigación en Ciencias Sociales (Social Science Research Council), el Programa de Investigación sobre la Cuenca Pacífica de la Universidad de California y el Programa Presidencial de Becas Posdoctorales de la Universidad de California. La escritura fue facilitada por la Fundación Andrew W. Mellon y la Universidad de California, Davis, en particular el Seminario Sawyer “Cosmopolítica Indígena: Diálogos sobre la Reconstitución de Mundos”, así como una generosa Beca Posdoctoral Hunt de la Fundación Wenner-Gren.

       Introducción La vida en medio del veneno

      Durante los años que estuve inmersa en mi trabajo de campo oficial en el sur de Colombia, los retenes militares al borde de la carretera eran una forzosa realidad cotidiana para los habitantes y visitantes de la región. Según la situación de orden público del momento, estas paradas podían repetirse cada 45 minutos. En el mejor de los casos, un viaje nocturno desde el departamento andino-amazónico del Putumayo hasta la capital andina de Bogotá contaba por lo menos con tres de estas paradas. Aunque normalmente el viaje en bus dura entre 13 y 16 horas, todo depende del estado del tiempo y de las variables condiciones viales a lo largo de un trayecto marcado por fallas geológicas categorizadas como inestables, las cuales suelen causar derrumbes y deslizamientos en épocas de lluvia. La rutina en los retenes siempre era la misma.

      La cédula.

      Quítese las botas.

      El bolso.

      (Un labrador olfatea)

      No le sonría (al perro). Ni siquiera lo mire.

      ¿Para dónde va? ¿De dónde viene?

      Con frecuencia los soldados repartían volantes que decían: “Guerrilleros de los frentes 32 y 48 de las FARC, ¡desmovilícense ahora! Sus familias los esperan. Vuelvan a sus casas. Vuelvan con nosotros. ¡Vuelvan a la vida digna!”.

      Siempre que esas escenas regresan a mi memoria, oigo el ruido de los soldados rompiendo los paquetes y cajas de la gente. Esos paquetes, revueltos entre guacales de gallinas, bolsas plásticas y maletines en la bodega del bus, llevaban queso casero y otros productos del campo preparados como regalos para sus familiares de otros lugares del país. Siempre había murmullos de protesta entre los pasajeros, pero ante todo dominaba una silenciosa resignación. Con los brazos cruzados, la gente veía cómo los soldados abrían sus bloques de queso y esculcaban sus bolsos esperando encontrar paquetes de cocaína. Eran actos de violencia repetitiva y mundana marcados por el ruido de cuchillos cortando cinta pegante y rompiendo cuerdas cuidadosamente anudadas.

      La primera vez que viajé al Putumayo en 2007 lo hice como parte de una delegación de derechos humanos y monitoreo de la política antidroga con la organización no gubernamental estadounidense Witness for Peace, mejor conocida en Colombia como Acción Permanente por la Paz. La delegación tenía como propósito hacer seguimiento al impacto de la política antidrogas estadounidense y sus vínculos con la guerra que se libraba desde hacía más de 50 años entre el gobierno colombiano y la guerrilla más grande y antigua del hemisferio occidental, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP). Conocido como la puerta a la Amazonía colombiana, el Putumayo tiene fronteras con Ecuador y Perú y se extiende desde el piedemonte de la Cordillera Real de los Andes hasta las extensas planicies amazónicas que abarcan el 85 % de su territorio. En el año 2000, cuando se inició la política bilateral antinarcóticos entre Estados Unidos y Colombia, el Putumayo producía aproximadamente el 40 % de los cultivos de coca de uso ilícito en el país (UNODC 2005). La región pronto se convirtió en el epicentro de la erradicación militarizada y de los programas de sustitución de cultivos del Estado junto a la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional.

      Entre los años fiscales de 2000 a 2012, el Congreso estadounidense destinó más de 8000 millones de dólares para la implementación del Plan Colombia. Cerca del 80 % de la ayuda estadounidense consistió en la provisión de armamento, equipos, infraestructura, personal y entrenamiento para las fuerzas militares y la policía colombianas, así como contratos con multinacionales estadounidenses como Monsanto, Sikorsky Aircraft y DynCorp International, todas ellas parte del complejo militar-industrial (Beittel 2012). Desde finales de la década de los setenta, las estrategias de erradicación de cultivos ilícitos en Colombia han utilizado tácticas de guerra química, incluido el uso de Paraquat, Garlon 4, Imazapyr y Tebuthiuron.1 Para el 2000, el principal componente de la política antidrogas era un programa de fumigaciones aéreas con aviones aspersores utilizados para aplicar una fórmula concentrada de glifosato —herbicida fabricado por Monsanto— en cultivos sospechosos de contener plantas de marihuana, coca y amapola.2 Debido a la volatilidad de la aspersión aérea como método de aplicación de sustancias químicas, el glifosato suele caer con regularidad en potreros, bosques, suelos, ganado, cultivos de pancoger, fuentes de agua y cuerpos humanos. Más de 1,8 millones de hectáreas de coca se han fumigado en Colombia desde 1994; en el Putumayo, 282.075 hectáreas de coca han sido asperjadas a partir de 1997.3 A pesar del fracaso generalizado de esta política para reducir la cantidad de cultivos ilícitos de coca, esta siguió ejecutándose hasta el 1 de octubre de 2015, meses después de que el gobierno aprobó una resolución nacional para suspender oficialmente las aspersiones aéreas con glifosato.4 La Resolución 006 fue expedida a la luz de un informe de la agencia de investigación sobre el cáncer de la Organización Mundial de la Salud, que clasificó el herbicida más usado en el mundo como una sustancia probablemente cancerígena. A pesar de esta suspensión, el Consejo Nacional de Estupefacientes aprobó la continuación de la aplicación manual del herbicida para la erradicación de cultivos ilícitos, y en 2019 la administración de Iván Duque propuso reiniciar las fumigaciones aéreas, lo cual ha producido nuevos debates jurídicos y científicos, manteniendo activa la controversia política en el país.

      En años siguientes, a lo largo de mis múltiples regresos al Putumayo para continuar con varios proyectos de investigación, filmar un proyecto de educación popular y acompañar a las comunidades rurales durante el Paro Nacional Agrario, Étnico y Popular, lo que me impactó, más que las distintas formas de violencia y destrucción