El agente secreto. Джозеф Конрад

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Название El agente secreto
Автор произведения Джозеф Конрад
Жанр Языкознание
Серия Clásicos
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786074570410



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      El agente secreto

Editorial

      El agente secreto (1907) Joseph Conrad

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Traducción: Benito Romero

      Edición: Marzo 2021

      Imagen de portada: Pixabay

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      Nota del autor

      El origen de El agente secreto, en cuanto a asunto, tratamiento, intenciones artísticas y cualquier otro motivo que pueda inducir a un autor a asumir su tarea, puede situarse, creo, en un periodo de reacción mental y emotiva.

      Los hechos muestran que comencé el libro siguiendo un impulso, y que escribí sin interrupciones. Cuando a su debido tiempo se imprimió la novela, y se presentó a la atención del público, me encontré con que se me reprochaba el haberla escrito. Algunas de las amonestaciones fueron muy severas, otras tenían cierta nota de tristeza. No las tengo ante mí, pero recuerdo muy bien las líneas generales de los juicios, que eran muy sencillos; y también recuerdo mi sorpresa por la índole de estos juicios. ¡Ahora todo suena como a vieja historia! Sin embargo, no ha pasado tanto tiempo. He de creer que aún conservaba mucha de mi antigua ingenuidad en el año 1907. Pienso que incluso hoy una persona no muy sagaz podría haber previsto que las críticas se fundarían sobre la base de los míseros ambientes, y sobre la mezquindad moral de la historia.

      Son éstas, por supuesto, objeciones graves. Pero no fueron generales. En realidad, hasta parece ingratitud recordar tan insignificantes reproches entre los abundantes comentarios llenos de simpatía e inteligencia; y confío en que el lector de este prólogo no se apresure a atribuirlo a la vanidad herida, o a una inclinación natural hacia la ingratitud. Un corazón compasivo, me atrevo a sugerir, atribuirá esta elección a mi natural humildad. Pero tampoco es precisamente la humildad lo que me ha impulsado a elegir las amonestaciones para ilustrar este caso. No, no es exactamente humildad. No tengo la seguridad de ser humilde, pero confío en que quienes hayan leído mi obra me otorguen la suficiente dosis de delicadeza, tacto, savoir faire, y lo que les plazca, como para impedirme cantar mis propias alabanzas con palabras impropias. ¡No!, no, el motivo verdadero de mi elección ha de atribuirse a un rasgo de mi carácter totalmente diferente. Siempre he tenido tendencia a justificar mis actos. No a defenderlos, sino a justificarlos. No para insistir en que tenía razón, sino, simplemente, para mostrar que no tenía un propósito equivocado, no había un desprecio oculto hacia la sensibilidad natural de la humanidad en el fondo de mis impulsos.

      Esa clase de debilidad es peligrosa sólo en la medida en que lo expone a uno al riesgo de volverse un aburrido, porque al mundo, en general, no le interesan los motivos de cualquier acción pública, sino sus resultados. El hombre puede sonreír sin parar, pero no es animal que averigüe. Le fascina lo evidente. Evita las explicaciones. No obstante, continuaré con la mía. Es obvio que yo no necesitaba haber escrito esta novela. Ninguna necesidad me suplicaba que hablara de este asunto, y me sirvo de la palabra ‘asunto’ tanto en el sentido en que se refiere a la propia narración, como en el más amplio, que se refiere a una manifestación particular de la vida de la humanidad. Lo admito sin reparos. Pero la idea de mostrar la fealdad para asustar o incluso sorprender a mis lectores con un cambio de dirección nunca ha tenido cabida en mi cabeza. Espero que esta afirmación sea creíble, no sólo por las pruebas que ofrece mi carácter en general, sino por otra razón, al alcance de cualquiera: que el tratamiento que hago de la narración, su inspirada indignación y su piedad y desprecio subyacentes, muestran mi distanciamiento de la miseria y sordidez que, sencillamente, se hallan entre las circunstancias externas del medio ambiente.

      El agente secreto siguió inmediatamente a un periodo de dos años de intensa absorción en la tarea de escribir esa novela remota, Nostromo, con su lejana atmósfera latinoamericana; y El espejo del mar, obra profundamente personal. La primera es un intenso esfuerzo creativo que nunca dejará de considerarse mi lienzo más ambicioso, el segundo es un sincero intento de mostrar durante un momento las intimidades más profundas de la mar, y las influencias formativas de la primera mitad de mi vida. Fue un periodo, además, en el que mi sentido de la verdad de las cosas se veía acompañado por una disposición emocional e intensamente imaginativa que, siendo abierta y apegada a los acontecimientos, como lo era, no obstante me hacía sentir (terminada la tarea) como si me hubiera perdido en ella, extraviado entre las cáscaras vacías de las sensaciones, y perdido en un mundo de valores distintos, inferiores.

      Ignoro si en verdad sentía que me hacía falta algún tipo de cambio de imaginación, de visión y actitud mental. Pienso más bien que ya había habido un cambio en mi sensibilidad esencial que me había afectado de forma sigilosa. No recuerdo que hubiera sucedido nada concreto. Cuando hube concluido El espejo del mar, con plena conciencia de haber escrito honradamente sobre ese asunto, me entregué a un descanso no del todo infortunado. En ese momento, mientras aún me mantenía ocioso, y, a decir verdad, sin pensar en virar de mi camino para ir en busca de la fealdad, el asunto de El agente secreto, es decir, la anécdota, se me presentó bajo la forma de unas palabras pronunciadas por un amigo durante una plática casual sobre anarquistas o, mejor dicho, sobre actividades anarquistas; no recuerdo cómo habíamos llegado a este punto de la conversación.

      Sí recuerdo, sin embargo, mi comentario sobre la inutilidad delictiva de todo aquello: doctrina, acción y mentalidad; y el lado indigno de esa propuesta política medio estúpida; y el desvergonzado engaño que explotaba la amarga debilidad y la apasionada credulidad de una humanidad demasiado ansiosa por autodestruirse. Esto me movía a considerar que sus presunciones filosóficas eran imperdonables. En ese momento, tras haber considerado algunos ejemplos específicos, recordamos aquel viejo asunto cuando se intentó volar el Observatorio de Greenwich: un sangriento sinsentido, de tan estúpido linaje que era imposible rastrear su origen mediante un proceso de pensamiento racional o irracional. La sinrazón contumazmente equivocada tiene sus propios procesos de pensamiento. Pero no había forma racional de explicar aquella infamia, de tal manera que lo que quedaba era el hecho de que un hombre hubiera volado en pedazos a causa de algo que ni remotamente podría considerarse una idea, anarquista o de cualquier otro tipo. Y en cuanto a la muro del Observatorio, la verdad es que no sufrió daño alguno.

      Recordé todo esto a mi amigo, quien se quedó en silencio durante un rato, y a continuación dijo, con su estilo desenfadado y omnisciente: “Ah, era un individuo medio idiota. Su hermana se suicidó al poco tiempo.” Fueron éstas las únicas palabras que cruzamos, porque me había quedado mudo por la sorpresa al escuchar esta inesperada información, y al punto comenzó a hablar de alguna otra cosa. No se me ocurrió hasta que ya era demasiado tarde el preguntarle cómo había llegado a él esa información. Estoy convencido de que, a lo largo de su vida, toda la relación que había mantenido con esa particular sociedad de delincuentes había consistido en ver la espalda de un anarquista. No obstante, se trataba de una persona que gustaba de relacionarse con toda suerte de gentes, y bien podía haberse enterado de segunda o tercera mano de esa información esclarecedora, mediante algún barrendero, algún inspector de policía retirado, alguien vagamente conocido en el club, o incluso, quizá, mediante algún secretario de Estado a quien hubiera conocido en alguna recepción pública o privada.

      Pero no cabían dudas sobre el carácter esclarecedor de la información. Le hacía sentirse a uno como si acabara de salir de una selva oscura y llegase a una gran llanura: no había gran cosa que ver, pero había luz en abundancia. No, la verdad es que no había mucho que ver, y, francamente, durante un tiempo ni tan siquiera intenté ver nada. Sólo permaneció la impresión de esclarecimiento. Era una impresión satisfactoria, pero pasiva. Poco después, al cabo de una semana, cayó en mis manos un libro que, por lo que yo sé, nunca logró el favor del público; se trataba de los recuerdos notablemente resumidos de un subdirector de la policía, un hombre evidentemente capaz que había recibido el nombramiento