Название | ¡Corre! Historias vividas |
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Автор произведения | Dean Karnazes |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788499104744 |
Soy consciente de que esta noción va a contracorriente de la tendencia actual del omnipresente pensamiento moderno. Algunos entenderán esta mentalidad, otros no. Al volver de mi carrera diaria una mañana, me encontré con un vecino que había salido en pantuflas a recoger el periódico matutino. Se fijó en mi ropa de deporte y preguntó: «¿No duele correr?». Pensé un momento mi respuesta. «Si lo haces bien, sí». Me miró burlonamente, intentando comprender mi respuesta, que parecía ir contra toda lógica. Como he dicho, algunos entienden esta forma de pensar, otros no.
Con independencia de lo que pienses, espero que disfrutes del libro. A diferencia de muchos libros de otros deportistas, he sido yo quien ha escrito el libro de principio a fin… o quien ha dictado todos sus párrafos. Siguiendo la afirmación de que estamos hechos para el movimiento, «escribí» gran parte de este libro dictándolo en la grabadora digital de mi Smartphone mientras corría. No lo hice sentado delante de un ordenador. Este libro se escribió «sobre la marcha».
Espero que mi voz suene sincera. Aunque sólo sea eso, quiero que sepas que cada pasaje se ha elaborado con dolor, esfuerzo y sudor. Como cabía esperar, no me hubiera gustado que fuese de otro modo.
1.0
Cuando todo lo demás falle, echa a correr
«Aunque no te lo creas, cuando corro soy como el viento. Desde ese día, si tenía que ir a algún sitio… ¡iba corriendo!»
–FORREST GUMP
TAL VEZ FUE LA LUNA LLENA la que hizo que el episodio fuese irreal. Mi mujer, Julie, siempre ha insistido en que los hechos más extraños suceden cuando hay luna llena, aunque yo siempre he considerado que exageraba y he preferido fiarme de la razón, que apunta desapasionadamente lo contrario.
Al salir de la ciudad temprano aquella noche, un colosal orbe blanco se alzó por el este recortando la silueta de San Francisco e iluminando el contorno de los edificios con asombrosa claridad. Aquella noche la luna parecía extraordinariamente grande y se distinguían con claridad y a simple vista los cráteres y cacarañas que agujereaban su superficie.
El aire otoñal fue inusualmente seco y cálido; pensé en lo curioso que resultaba estar tan cómodo al cruzar el siempre ventoso puente de Golden Gate. «Esta noche es rara, no cometas errores».
El camino me era conocido. Al llegar al Promontorio Norte, me metí por una senda estrecha que cruza por debajo del puente y se adentra por los caminos del Condado de Marin. El rumor del tráfico se fue alejando a medida que corría, para acabar reemplazado por el rumor de las ramas de los árboles y el sonido de los animalitos que buscaban refugio a escape al oírme llegar.
Una vez en plena naturaleza, encendí el frontal para iluminar los caminos de tierra, aunque apenas lo necesitaba con la luz de la luna. Los montes estaban bañados en un tono plateado; parecían moverse como olas gigantes en el mar.
Corrí kilómetros por aquellos montes, totalmente embebido en la belleza natural del entorno. Llevaba horas cuando llegué a una carretera, aunque apenas estaba cansado.
La intersección donde el camino cruza la carretera estaba tranquila. Además de ofrecerme una ruta más bucólica, utilizar la red de caminos me permitía sortear las carreteras atestadas del Área de la Bahía y aparecer en Marin por esa carretera secundaria y menos transitada. La senda me llevó, ya bien entrada la noche, hasta una carretera tranquila de dos carriles que seguí en dirección oeste hasta tramos incluso más remotos de la autopista. Cuanto más lejos me mantuviera del tráfico rodado, mejor.
Habría podido mantenerme en el camino más tiempo si cabe, pero necesitaba repostar. Mi ruta estaba calculada. Cerca del punto de salida de esa pista se encontraba el último rastro de humanidad, las últimas manifestaciones de vida inteligente antes de desaparecer en la oscuridad total: una tienda de licores.
Vale, no es el lugar ideal para que un corredor de fondo se reabastezca, pero era la única opción.
Si alguna vez has frecuentado esos locales tan buscados entrada la noche, sabrás que la mayor parte del negocio a horas intempestivas procede de la venta de cigarrillos y alcohol. Yo no quería ninguna de las dos cosas.
Al entrar en la tienda, no vi a nadie. El mostrador donde cobraban estaba atestado de expositores con bebidas y alcohol, la mayoría de las cuales se vendían en recipientes pequeños de menos de un dólar, estando las botellas más grandes detrás del mostrador. Aparentemente, a alguien que no era McDonald’s se le había ocurrido ofrecer «precios competitivos» y la posibilidad de comprar tamaños extra si se deseaba.
Detrás de los expositores, asomó una cabeza y me sobresalté. Di un salto hacia atrás. Después de mi retirada inicial, le miré y me di cuenta de que llevaba un buen rato observándome, como si estuviera intentando «ubicarme». Alargó el cuello y me inspeccionó de la cabeza a los pies. No pareció llegar a una conclusión. No frunció el ceño ni tampoco sonrió.
Yo dije hola y él algo que no llegué a entender, todavía receloso de mi presencia. Mientras me movía por el pasillo, sentí sus ojos siguiéndome, tomando nota de mis movimientos. Era un hombre alto, moreno y bronceado, con vello facial, aunque no la típica barba de tres días de alguien descuidado; en la mejilla le crecían largos pelos que flotaban. Sus ojos eran penetrantes, como si hubiera visto cosas que le hicieran sospechar incluso de las personas más inofensivas. Me dio el pálpito de que su principal preocupación era que nadie le atracara a mano armada.
Debajo del expositor de caramelos, las barritas energéticas estaban cubiertas de polvo. ¿Me importaba que estuvieran pasadas? No. Agarré unas cuantas, y dos paquetes de almendras. En la pequeña sección paramédica, reparé en la presencia de una botella de suero oral Pedialyte. Pensado para niños con diarrea y vómitos, en caso de necesidad es la bebida definitiva para rehidratar a deportistas. Gatorade, en comparación, es agua con azúcar.
Fui con todo al mostrador y descubrí con deleite un cuenco de plátanos muy maduros.
–¿Cuánto valen los plátanos? –pregunté.
–¿Qué haces? –replicó con acritud.
–¿Preguntar el precio de los plátanos?
–¿Qué estás haciendo? Está oscuro ahí fuera. –Aunque desconcertado porque estuviera corriendo a esa hora de la noche, el interés de sus ojos era sincero, su curiosidad, genuina–. ¿Eres uno de esos maratonianos o qué?, –preguntó.
–Pues sí… así podríamos decirlo.
–Yo corría cuando era pequeño. Quiero volver a empezar. ¿Cuánto corres?
–¿Esta noche?. –No quería decirle que estaba corriendo entre sesenta y ochenta kilómetros por miedo a enfriar su entusiasmo–. Bueno, deja que te explique…
Por suerte me interrumpió antes de que pudiera seguir.
–Voy a volver a correr. –Comenzó a hacer la cuenta y a meter las cosas en una bolsa–. Empezaré mañana por la mañana –afirmó.
–¿Cuánto valen los plátanos? –pregunté.
Pareció molesto por la pregunta.
–Coge los que quieras, amigo.
Comencé a meter plátanos en la bolsa, uno a uno, dando por supuesto que eran gratis, aunque sin estar seguro del todo. Él siguió hablando de empezar a correr de nuevo y le escuché con paciencia. Por fin, le interrumpí (sólo cabían unos pocos plátanos).
–Buena suerte. Parece usted muy determinado.
Mis palabras parecieron sacarle del ensueño. Parpadeó y volvió a fijarse en mí.
–Volveré a correr –dijo con convicción.
Personalmente,