Sangre helada. F. G. Haghenbeck

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Название Sangre helada
Автор произведения F. G. Haghenbeck
Жанр Языкознание
Серия El día siguiente
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786075572420



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licenciado Salinas se levantó de su silla dando una señal a los militares para que direccionaran al cautivo:

      —Pediré al capitán Alcocer que lo interne un par de días en el calabozo para que se acondicione. Ya pensaré qué hago con usted. Espero disfrute su retiro, señor Von Graft.

      Caminaron por entre los pasillos hasta llegar a un ala que servía de retención para los presos peligrosos: pequeñas cámaras con una puerta de reja, apenas iluminadas por una serie de focos colgando de las paredes. Le quitaron las esposas a Von Graft y el mismo capitán lo arrojó al interior y cerró la puerta. El prisionero lo enfrentó cuando se alejaba:

      —Lo nuestro no va terminar así, capitán.

      El capitán y el licenciado Salinas salieron al amplio patio, donde el día a día de la prisión continuaba. La vida en la estación de confinamiento era bastante monótona. Trataban de llevar un horario fijo para los internos, al menos para mantener el control de éstos. Comenzaba a las seis de la mañana, en espera del desayuno, otorgándoles tiempo para ejercitarse o lavarse. Ese almuerzo era prolongado por una hora, hasta las once que llegaba el correo y se pasaba lista. Con una comida al mediodía y toque de queda a las nueve, la invariabilidad imperaba entre los confinados.

      Ambos se colocaron en las arcadas de medio punto que rodeaban al patio, protegiéndose con la refrescante sombra. Les sacudió un viento invernal, haciendo que el capitán se colocara sus lentes oscuros mientras fumaba un nuevo cigarro. El militar y el funcionario se recargaron en la columna, observando lo que sucedía en la parcela. Eran las rutinas comunes: al centro, los prisioneros de los barcos alemanes jugaban futbol con una pelota vieja y sucia. Algunos caminaban alrededor, charlando. Se mezclaban entre los cautivos pudientes que habían sacado mesas y sillas para tomar limonada mientras pasaban el tiempo entreteniéndose con un juego de cartas como si se tratara de un pícnic. Algunos soldados con rifles al hombro resguardaban a todos dando rondines. Incluso un par de niños daban vueltas en bicicleta soltando contagiosas carcajadas. Tal como lo había narrado el alcaide, eran una pequeña comunidad.

      —¿Es verdad lo que le dijo? —cuestionó el capitán Alcocer.

      —Sí, recibí el telegrama del licenciado Alemán antes de que llegaran ustedes. No quiero tomar partido en esto, es labor del ejército encontrar posibles espías, pero creo que algunas veces hay tendencias equivocadas.

      —Su confinamiento es motivo de seguridad nacional.

      —No me trate de lavar el coco, capitán. Aquí todos cojeamos de la misma pata. Sabemos que hay manga ancha con ciertos personajes. ¿Leyó bien el archivo ministerial del señor Von Graft?

      —Desde luego, es mi prisionero. El mismo general Cárdenas me instruyó que lo escoltara todo el tiempo hasta que se definiera su situación.

      El licenciado Salinas alzó su bigote en un gesto sarcástico ante la respuesta oficial, que sonaba más hueca que un pozo vacío.

      —Se le imputa el asesinato del empresario Lionel Dalkowitz, pero hay muchas cosas que no me cuadran. En efecto, Von Graft estaba en San Ángel. Aparece en el periódico como parte de los invitados a una fiesta de artistas de cine —narró pensativo el alcaide.

      —Eso es trabajo del juez, alcaide, no nuestro.

      —¿No le parece que le armaron un chanchullo? Si se tratara de un espía, no dejaría cadáveres por todos lados. El punto de ser espía es que no lo vean.

      —Tal vez su misión era matarlos.

      —Creo que ve muchas películas de Hollywood, capitán. En México las cosas no son así, son simples. Nos chingamos gente por dinero, mujeres o despecho. No por intrigas internacionales.

      El capitán César Alcocer sonrió divertido por los comentarios del licenciado. Le gustaba la forma de ser de su contraparte de Gobernación, pues a diferencia de los políticos de la capital era más dicharachero, relajado. Como que eso de ser cabrón y una piedra en el culo no se le daba. Y se agradecía, por eso no era extraño que fuera respetado y querido por los internos, más que su antiguo jefe el licenciado Tello. Dio una chupada a su vicio mientras atestiguaba en las mesas de los reclusos cómo servían limonada en grandes vasos. Algunas veces intercambiaban productos con los habitantes del pueblo, o se conseguían bastantes cosas en un mercado negro permitido por los guardias. Las pocas mujeres estaban vestidas de blanco y algodón, como si fuera una kermese. La señora Federmann resaltaba de entre todas ellas con un vestido de amplia falda a la rodilla, de tirantes en color verde pastel, con una pañoleta y lentes oscuros. Sus aires de estrella de la pantalla grande casaban a la perfección en ella. Por eso para muchos de los hombres de la prisión era imposible quitarle la mirada. Su esposo permanecía sentado a su lado en camastros de madera jugando una partida de ajedrez con su hija menor.

      —¿La familia Federmann? —cuestionó el capitán señalándolos.

      —¿Qué con ellos? —repuso admirado el alcaide.

      —¿Por qué están aquí?

      —En verdad, por las burradas de su hijo —torció la boca molesto, pues los estimaba y sentía que la situación hacia ellos no era placentera—. El chamaco decidió ser soldado del enemigo. Y hay un cabrón que les quiere hacer mala obra, el general Maximino.

      —Me he enterado que todos tienen problemas con él. No dudaría que a él sí lo mandaran matar, colecciona enemigos —aceptó el capitán sin retirar la mirada de Greta. La rubia se dio cuenta y al encontrarse la vista entre ambos, en su rostro asomó una coqueta sonrisa. El capitán la disfrutó como un caramelo.

      —Veo que está interesado en Greta —interrumpió su coqueteo el alcaide. El capitán lo miró sorprendido, pues lo habían descubierto—. Déjeme advertirle que es toda una viuda negra. No se haga muchas ilusiones, ellos están fuera de su nivel.

      —Ya soy mayor de edad, licenciado. Ya puedo ir al baño solo —gruñó molesto el militar, arrojando su cigarro y encaminándose con grandes zancadas a la zona de las mesas.

      IX

      Desde muy joven, Marina Guerra había ocupado puestos académicos y políticos importantes. Para ella era normal el día a día de codearse con los intelectuales y científicos de la época. Se sentía privilegiada, suponía que era una situación inu­sual para una mujer. Más aún para una de su tipo: regordeta, de rasgos indígenas, bajita y poco agraciada. Era su orgullo, había roto las barreras racistas y clasistas en el universo elitista del conocimiento. Incluso representó a México en conferencias internacionales, colocándose como una voz importante del medio erudito. Ella sabía que todo ese éxito era fruto de su labor, pues había cincelado su carrera profesional, golpe a golpe, a detalle, para ser lo perfecta que era.

      Una mujer con decisión, activa políticamente desde la Revolución mexicana. Una revolución que, aunque permitió a las mujeres participar en espacios que habían sido anteriormente negados, no le otorgó el voto a su género. Aun así, Marina Guerra se benefició de las políticas sociales cuando se abrió la posibilidad de que las mujeres tuvieran acceso a la educación superior y pudieran convertirse en profesionistas. Y aunque Marina siguió el camino para ser educadora, se decantó por la arqueología, entrando en un ambiente académico que hasta entonces era eminentemente dominado por hombres. No era extraño descubrirla en las fotografías de los periódicos al lado de grandes como Alfonso Caso, en Monte Albán; José García Payón, excavador de importantes zonas en Veracruz; y Jorge Ruffier Acosta, famoso por sus hallazgos en Tula. La prensa le llamaba la Exploradora de Pirámides y ese mote era un orgullo para ella.

      Ese noviembre de 1943, un miembro de la familia Juárez, de nombre Camilo, quien vivía en el pueblo de Alchichica, con tierras de cultivo cercanas al volcán llamado Cofre de Perote, declaró a las autoridades locales que había localizado un posible vestigio prehispánico en la zona media entre la cultura totonaca o mexica. El hombre y su hijo al parecer fueron a la capital en búsqueda de un pago, pues no se supo más de ellos. Sin embargo, en su comunicado a las autoridades del pueblo, se mencionaba la presencia de figuras de barro o piedra esculpidas con motivos que asemejaban calaveras, resaltando la reverencia