Maureen. Angy Skay

Читать онлайн.
Название Maureen
Автор произведения Angy Skay
Жанр Языкознание
Серия Saga Anam Celtic
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416609475



Скачать книгу

hice caso y entré al cuarto donde estaba. Era oscuro, con una tenue luz, fotos colgadas con pinzas, cubetas con líquido…

      —Es un cuarto de revelado.

      —¡Ajá! —Me dio la razón mientras repasaba unos papeles de encima de una mesa—. ¿Entiendes algo de esto?

      —Nada —me avergoncé y me maravillé a la vez.

      Me enseñó con rapidez cómo retocaba las fotos, las pintaba, las revelaba, las secaba, y los lugares donde se habían publicado algunas de ellas.

      —¿Te pagan mucho por esto?

      —Algunas valen bastante dinero, pero no todas valen. ¿Quieres tomar algo? ¿Té, café, agua, soda…?

      —Un té estará bien, gracias. —Apenas lo miré a la cara al contestarle, tenía la vista fija en una instantánea preciosa de un atardecer.

      A los pocos minutos llegó con una taza para mí y una lata de cerveza para él. Se sentó en la cama después de dármela.

      —Aidan, esto es precioso.

      —Veo que te gustan.

      —Me encantan. —Me senté junto a él en la cama, pero no aparté mi mirada de otra fotografía de un acantilado—. Lo siento. —Me reí—. No te lo tomes a mal, pero no te imaginaba con todo esto.

      —¿Con la fotografía?

      —Sí. —Sorbí mi infusión—. ¿Desde cuándo te dedicas a esto?

      —De pequeño jugaba en un callejón cercano, donde vivían un matrimonio de ancianos. Él había sido fotógrafo durante la Segunda Guerra Mundial y me enseñó a apreciar la fotografía. Mis padres nunca estaban en casa y siempre me llevaba con él al campo, al puerto o al centro de la ciudad.

      De repente se hizo un silencio y los dos nos quedamos mirando la pared. No comprendía por qué no me sentía incómoda con él en aquel lugar. Me vino a la mente los días que había pasado en casa, estando al cuidado de John y mío. Al volver a sorber la taza, alcé la vista y vi que justo encima de la cama había cuatro fotos.

      —¿Y estas?

      —Este es el callejón que te dije. La del árbol es la primera fotografía de la que me sentí orgulloso. Ese fue… —se calló— un simple amanecer, y esta otra es mi moto en un prado.

      —¿Tienen algún significado en concreto?

      —Cada una tiene su significado.

      —¿Y cuál es?

      Aquello estaba absorbiéndome cada vez más.

      —Ya te lo conté. —Se calló y se tumbó en la cama mirando hacia arriba.

      No habló durante un rato y allí me quedé yo, como una tonta, sin saber qué hacer. Hasta que decidí imitarlo. Dejé mi taza en el suelo, me eché en la cama y clavé mi mirada en aquellas cuatro fotografías.

      Eran bonitas, las cuatro eran verdaderamente bellas, y la razón por la que las exponía allí tenía su lógica. Los dos estábamos en la misma posición, hasta que él decidió ponerse de lado, apoyar su codo en la cama y la mano en su cabeza. Lo miré sin decir nada. Aquella habitación, aquellas fotografías, su presencia, era como si estuviéramos dentro de una burbuja. Hasta que acercó su mano y acarició mi mejilla.

      Cerré los ojos, para sentir el roce de aquellos dedos en mi piel y noté cómo mi respiración comenzó a acelerarse. Se acercó y me dio un simple beso en los labios. Un minúsculo roce de nuestros labios. Abrí mis ojos y vi que él seguía mirándome. Me quedé inmóvil, pero algo por dentro me pedía más. Levanté mi mano y rocé su brazo, sin apartar la mirada de sus ojos. Volvió a acercarse y repitió el gesto, con la diferencia que entreabrí mis labios. Con ellos aprisioné los suyos y mi mano volvió a subir para acariciarle su cabello por detrás. Él colocó su mano en mi estómago y ahí comencé a ponerme algo nerviosa. Mi pulso se aceleró, al igual que mi respiración. Volvió a besarme, bajó su mano para meterla por debajo de mi falda y subirla a la altura de mis muslos. Comencé a jadear en su boca. Me notaba algo incómoda, pero no podía parar.

      —Espera. —Lo paré poniendo mis manos en su pecho.

      —¿Qué pasa? —se extrañó.

      —Aidan, yo… —Le retiré la mirada—. Yo no…

      —No me digas más. —Se echó hacia atrás y pasó su mano por su cabello—. Comprendo.

      —¿Comprendes?

      —Maureen, el que no quisieras la otra vez en tu casa y que ahora que lo tienes a huevo, tampoco. Solo puede significar una cosa. Eres virgen, ¿verdad?

      —Sí —tardé en contestar con timidez, bajando mi mirada—. Seguro que te extraña, teniendo diecisiete años. Supongo que me he puesto unas metas concretas en mi vida y, hasta que las consiga, el tema chicos-sexo no entraba en mis planes. Tienes delante de ti a la típica chica que se pasa el día estudiando y apenas tiene vida social, a excepción de los clientes del pub. El sexo siempre ha sido secundario para mí.

      —Pero… ¿estás preparada?

      —¿A qué te refieres? —no comprendía la pregunta.

      —Vamos, nena. Las veces que nos hemos besado en ningún momento te has negado. Sé que te apetece tanto como a mí. Pero ¿sabes cuándo quieres hacerlo? ¿O tienes alguien en mente para estrenarte?

      —No —contesté por lo bajo.

      —¿Entonces?

      —No sé, estas cosas las esperas durante años, pero nunca sabes con quién.

      —Mira, no vamos a irnos por las ramas. —Se sentó en la cama—. Has aceptado venir conmigo con la moto, has venido a mi casa y ahora estás tumbada en mi cama. ¿Qué quiere decir esto?

      —No lo sé —estaba tan confundida—. Supongo que me da pudor que no quieras estrenar a una pobre virgen como yo.

      —Oye, oye, oye —se defendió—. Que yo no me dedico a lo que te imaginas. No soy un santo. No te diré que me he acostado solo con cuatro chicas, pero, por ahora, yo elijo a quién meto en mi cama y a quién no.

      —¿Va a dolerme? —fue lo primero que me vino a la mente. No había frase más estúpida que pudiera elegir para aquel momento.

      —¿Que si va a dolerte? —preguntó incrédulo—. ¿Eso es lo que te preocupa?

      —No sé. —Me senté junto a él—. Mis amigas dicen que la primera vez duele y que no disfrutaron en absoluto.

      —Tus amigas son tus amigas y tú eres tú.

      —Lo siento.

      —¿El qué?

      —No sé, me siento ahora mismo como una calienta braguetas que ha venido aquí y resulta que tú esperabas otra cosa.

      Me sentía ridícula con todo ese asunto, no sabía cómo actuar o reaccionar.

      —Mira, déjalo. —Se levantó—. Quizá ha sido un error por mi parte. Si quieres irte, vete.

      Me sentí avergonzada. Dirigí mi mirada a la ventana, me levanté, me acerqué y corrí la cortina. Pude ver la calle.

      —¿Desde aquí me ves pasar?

      —A veces sí —me contestó sin dirigirme la mirada y encendiendo su ordenador portátil.

      Entonces reflexioné, aquel chico llevaba semanas viéndome por la ventana mientras yo acudía al instituto. Estuvo en mi casa, nos habíamos besado más de una vez. En clase, había estado ausente pensando en él y más de una noche había intentado conciliar el sueño recordando sus besos. Creo que aquello fue una señal. Aidan tenía que ser el elegido.

      Me acerqué