Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

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Название Crimen y castigo
Автор произведения Fiódor Dostoyevski
Жанр Языкознание
Серия Colección Oro
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418211355



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de estas suposiciones se quedó inmóvil cuando vio que Nastasia se encontraba en la cocina y, además, trabajando. Estaba sacando ropa de un cesto y la tendía en una cuerda. Cuando apareció Raskolnikof, la criada se volvió y lo siguió con la mirada hasta que desapareció. Él pasó simulando no haber notado nada. No había ninguna duda: se quedó sin hacha. Lo afligió hondamente este contratiempo.

      “¿De dónde me saqué yo —se preguntaba al tiempo que descendía los últimos escalones— que era seguro que a esta hora Nastasia se habría ido?”. Estaba desanimado; incluso sentía mucha humillación. Su furia lo llevaba a mofarse de sí mismo. En él hervía una rabia sorda, salvaje.

      Cuando llegó a la entrada se detuvo muy indeciso. No lo seducía la idea de ir a caminar sin rumbo, y todavía menos la de regresar a su cuarto. “¡Haber perdido una oportunidad tan maravillosa!”, susurró, aun paralizado y vacilante, ante la sombría garita del portero, cuya puerta se encontraba abierta. De repente sintió un estremecimiento. A dos pasos de él, en el interior de la garita, debajo de un banco que estaba a la izquierda, un objeto resplandecía... Raskolnikof miró alrededor de él. Nadie. Se aproximó a la puerta caminando de puntillas, bajó los dos escalones del umbral y, con voz débil y muy baja, llamó al portero.

      “No se encuentra. Pero no debe estar muy lejos, ya que dejó abierta la puerta”.

      Se abalanzó sobre el hacha (ya que el objeto resplandeciente era un hacha), la extrajo de debajo del banco, donde se encontraba entre dos leños. De inmediato la colgó en el nudo corredizo, metió las manos en los bolsillos del sobretodo y abandonó la garita. Nadie lo vio.

      “Quien me ayuda no es mi inteligencia, sino el demonio”, pensó con una rara sonrisa.

      Esta dichosa casualidad lo animó sorpresivamente. Cuando se encontró en la calle, comenzó a caminar tranquilamente, sin apuros, con la finalidad de no levantar sospechas. Veía apenas a los transeúntes y, por supuesto, en ninguno fijaba su mirada; quería pasar lo más inadvertido posible.

      De repente recordó que su sombrero atraía las miradas de la personas.

      “¡Pero qué imbécil he sido! Tenía dinero anteayer: me pude comprar una gorra”.

      Y agregó una maldición que le brotó de lo más profundo.

      Casualmente, su mirada se dirigió al interior de una tienda y miró un reloj que indicaba las siete y diez minutos. No podía perder tiempo. No obstante, tenía que dar un rodeo, ya que deseaba entrar por la parte posterior de la casa.

      Cuando recientemente pensaba en la circunstancia en que se encontraba en ese instante, se imaginaba que se sentiría aterrorizado. Pero en este momento veía que no era de esa manera: no sentía temor alguno. Por su cabeza desfilaban ideas, breves, fugitivas, que no tenían nada que ver con su plan. Al pasar frente a los jardines Iusupof pensó que en sus plazas debían construirse fuentes monumentales para refrescar el ambiente, e inmediatamente comenzó a suponer que si el Jardín de Verano se prolongara hasta el Campo de Marte, e incluso se uniera al parque Miguel, con ello la ciudad ganaría mucho. Después se hizo una pregunta muy interesante: ¿por qué las personas que viven en las grandes poblaciones tienen la predisposición, incluso cuando no las obliga la necesidad, a habitar en los barrios que no poseen jardines y fuentes, sucios, llenos de basuras y en consecuencia, pestilentes? Entonces vinieron a su memoria sus paseos por la plaza del Mercado y regresó a la realidad momentáneamente.

      “¡A uno se le ocurren unas cosas tan absurdas! Es preferible no pensar en nada”.

      No obstante, inmediatamente, como en un rayo de lucidez, se dijo:

      “Sin duda, así les sucede a los condenados a morir: cuando los conducen al sitio de la ejecución, a todo lo que miran en su camino se aferran mentalmente”.

      Sin embargo, rechazó este pensamiento de inmediato.

      Ya se encontraba muy cerca. Ya podía ver la casa. Allí se encontraba su gran puerta cochera...

      Un reloj dio una campanada en ese momento.

      “No es posible. ¿Ya son las siete y media? Va adelantado ese reloj.

      Pero en esta ocasión también tuvo mucha suerte. Como si el asunto fuera premeditado, en el instante en que él llegó frente a la casa por la gran puerta iba entrando un carro lleno de heno. Raskolnikof se aproximó a su lado derecho y logró entrar sin que lo viera nadie. Al otro lado del coche estaban unas personas que peleaban: escuchó sus voces. Sin embargo, él no vio a nadie ni nadie lo vio. Se encontraban abiertas varias de las ventanas que daban al gran patio, pero él no alzó la mirada: no se arriesgó... A la derecha de la puerta estaba la escalera que llevaba a casa de Aleña Ivanovna. Raskolnikof caminó hacia ella y se paró, con la mano en el corazón, como si deseara detener sus latidos. En el nudo corredizo aseguró el hacha, afinó el oído y comenzó a ascender, lentamente, de manera sigilosa. No se encontraba nadie allí. Estaban cerradas las puertas. Pero cuando llegó al segundo piso se dio cuenta de que una estaba completamente abierta. Pertenecía a un apartamento deshabitado, en el que unos pintores estaban trabajando. Ellos ni siquiera miraron a Raskolnikof. Pero él se detuvo un instante y pensó: “Aunque sobre este hay dos pisos, habría sido mejor que esos individuos no estuvieran aquí”.

      Continuó subiendo y finalmente llegó al cuarto piso. Allí estaba la puerta de los cuartos de la vieja prestamista. A juzgar por las apariencias, el apartamento de enfrente continuaba desocupado y el que se encontraba inmediatamente debajo del de la anciana, en el tercero, también estaba vacío, debido a que había desaparecido de su puerta la tarjeta que Raskolnikof vio cuando fue anteriormente. Indudablemente, los inquilinos se mudaron.

      Raskolnikof estaba jadeando. Durante un instante estuvo dudando. “¿No será mejor que me marche?”. Pero ni siquiera respondió a esta pregunta. Colocó el oído a la puerta y no escuchó nada: reinaba un silencio sepulcral en el departamento de Aleña Ivanovna. Entonces, su atención se desvió hacia la escalera: se mantuvo un instante paralizado, atento al más mínimo ruido que pudiera proceder de abajo...

      Después miró hacia todas partes y comprobó que el hacha se encontraba en su lugar. Inmediatamente se preguntó: “¿No estaré excesivamente pálido..., excesivamente perturbado? ¡Esa anciana es tan desconfiada! Quizá me convendría aguardar hasta serenarme un poco”. Pero lejos de normalizarse, los latidos de su corazón cada vez eran más fuertes... Ya no pudo controlarse: extendió la mano lentamente hacia el cordón de la campanilla lentamente y tiró de él. Luego de un instante insistió con fuerza.

      Nadie respondió, pero no llamó de nuevo: además de no llevar a nada, habría sido una actitud muy torpe. Era indudable que la anciana se encontraba en casa, pero era desconfiada y seguro estaba sola. Comenzaba a conocer sus hábitos...

      Nuevamente colocó el oído en la puerta y... ¿Sería que en esos instantes sus sentidos se habían agudizado (algo improbable) o el ruido que escuchó fue totalmente perceptible? De lo que estuvo seguro es de que sintió que una mano se apoyaba en el pestillo, al tiempo que rozaba la puerta el borde de un vestido. Era notorio que al otro lado de la puerta, una persona hacía lo mismo que él estaba haciendo por el lado externo. Raskolnikof movió los pies y rezongó unas frases para no dar la impresión de que deseaba ocultarse. Después, por tercera ocasión, tiró del cordón de la campanilla, sin furia alguna, discretamente, con la finalidad de no dejar evidenciar la más mínima impaciencia. En él este instante dejaría un recuerdo que nunca podría borrar. Y cuando, más adelante, acudía a su mente con perfecta claridad, no entendía cómo pudo desarrollar tanta astucia en ese instante en que su inteligencia parecía apagarse y su cuerpo inmovilizarse... Después de un momento escuchó que alguien estaba descorriendo el pasador.

      Capítulo VII

      Raskolnikof, igual que cuando estuvo allí anteriormente, se dio cuenta de que se entreabría la puerta y que en la angosta rendija aparecían dos ojos penetrantes que, desde la oscuridad, lo veían desconfiadamente.

      El muchacho en este instante, perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que casi echó todo por la borda.

      Sintiendo temor de que