El fin del autoodio. Virginia Gawel

Читать онлайн.
Название El fin del autoodio
Автор произведения Virginia Gawel
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789500211550



Скачать книгу

que me escupí en la cara,

      abusador de mí mismo.

      Yo, que complací al cinismo,

      sobornando a quien me amara.

      Yo: exigente y despiadado

      con nadie como conmigo.

      Yo: mi más cruento enemigo,

      mi juez y mi sentenciado...

      Me levanté esta mañana

      cansado de no quererme,

      de apagarme, oscurecerme…

      (que mi luz no encandilara).

      Vi en el espejo mis ojos

      mirándome en mi mirada,

      tantas veces empañada

      por mirarme con enojo.

      Y me di ternura. Y vi,

      en ese rostro cansado,

      que me observaba extrañado,

      lo bello de lo que fui:

      me vi ante los que han sufrido

      amparando el desamparo.

      Me vi austero,. Me vi honrado.

      Me vi noble. Me vi erguido.

      Me vi alentando lo Hermoso.

      Me vi reparando heridas

      con confianza agradecida,

      sincero, ingenuo y gozoso.

      Me vi venciendo al Abismo

      sin mancha ni cicatriz.

      Y quise hacerme feliz

      honrando que soy yo mismo.

      Que soy franco, solidario.

      Que soy leal y confiable,

      y que cuando envainé mi sable

      aposté a lo humanitario.

      Sin autocompasión malsana,

      fui piadoso ante mi pena,

      y levanté mi condena

      como el que amando, se ama.

      Aprecié que, pese a todo,

      pese al error y al acierto,

      siempre elegí estar despierto,

      sin sumergirme en el lodo.

      Y mirando mi mirada

      me pedí perdón, llorando.

      Y de mirarme mirando…

      amé a ese a quien miraba.

      Quiero empezar a regarme,

      jardinero de mí mismo,

      (porque no es egocentrismo

      abrir mi Esencia y mostrarme).

      Vine a Ser. Y eso decido.

      Dispongo abrirme a la Vida.

      Ya basta de tanta herida,

      siendo heridor… ¡y el herido!

      Mi propio Lázaro: ¡anda,

      levántate dignamente,

      resucítate y, valiente,

      sé el que obedece... y quien manda!

      “Ser capaz de prestarse atención a uno mismo es requisito previo para tener la capacidad de prestar atención a los demás; el sentirse a gusto con uno mismo es la condición necesaria para relacionarse con otros”.

      ERICH FROMM

      En la travesía que este capítulo te propone, derivaremos en conceptos y prácticas que considero indispensables para comprender los circuitos del autoodio, y para poder desactivarlos, gentil y eficazmente. Pero, antes de llegar a esa instancia, necesito que juntos visualicemos lo más cabalmente posible cómo es la situación de la persona que, sin saberlo, experimenta los efectos del autorrechazo: el peso cotidiano que conlleva, el agudo y crónico compromiso emocional al cual queda sometida, e inclusive los costos físicos de esa dinámica interior.

      El autoodio retroalimenta sus propios circuitos y estamos tan envueltos en sus redes que creemos ser así, cuando en verdad estamos así. Aunque llevemos muchos años en el mismo estado, podemos dejar de estar atrapados por esa trampa. Porque el autoodio no es parte de nuestra real naturaleza; de modo que, volviendo a nuestra real naturaleza, ya no hallaremos autoodio. Habremos vuelto a casa (de a ratitos al principio, para luego mudarnos definitivamente a ese lugar interno al cual pertenecemos y de donde nunca hubiéramos querido irnos: nuestra verdadera identidad no condicionada).

      ¿Depredador de sí mismo?

      Te pido que ahora me acompañes a imaginar metafóricamente lo que pasa dentro de quien se hostiga a sí mismo sin darse cuenta, dañándose a perpetuidad… hasta que un día lo advierte.

      La Biología nos señala algo muy simple de ver: los animales se dividen en depredadores y depredables. Los depredadores –como el perro, el gato, el león, el lobo– tienen los ojos debajo de la frente, ambos mirando hacia adelante. Los depredables, en cambio, tienen los ojos a los costados de la cara y el hocico o el pico separan la visión que obtienen del lado izquierdo respecto de la que obtienen del lado derecho, para lograr más amplitud perceptiva y, con ello, mayor posibilidad de percatarse acerca de cualquier amenaza.

      El animal humano (porque no debemos olvidar que somos animales) tiene los ojos hacia el frente, como los depredadores. Sin embargo, la evolución lo ha ido dejando inerme como animal: sin garras, sin grandes colmillos, sin caparazón… Muchos estudiosos del tema señalan que la visión frontal se desarrolló en los primeros homínidos para que ese ser tan desvalido pudiese al menos tener visión en profundidad (que es la que otorga la posición frontal de los ojos) y detectar tanto a un depredador como a una presa (dada la posibilidad de cazar con armas). O sea, el ser humano al desnudo, inerme, es un animal fácilmente depredable por cualquier depredador. Paradojalmente, este conjunto de condiciones hace que el animal humano sea uno de los pocos que se depredan entre sí: el humano depreda al humano, ya sea física o emocionalmente, y esto podemos verlo a diario en distintos ámbitos personales, comunitarios, o en los noticieros. Como dijo Plauto, ya doscientos años antes de Cristo, “el hombre es el lobo del hombre”.

      Veamos esto: me imagino siendo un conejo. Estoy comiendo hierba. Mis largas orejas se mueven dúctilmente para reconocer de donde pudiese venir peligro. Mi pequeña nariz escudriña el aire con rapidez, no solo para olfatear dónde está el alimento, sino también para detectar cualquier rastro de un depredador. Mis dientes no son gran cosa: no podrían defenderme ante un gran agresor. Con lo que sí cuento es con mis largas patas traseras, que me permiten plantarme sólidamente en el suelo y en un instante saltar para correr y correr... Mis dos mecanismos de defensa principales son huir, o, si encuentro dónde esconderme, paralizarme, permaneciendo quietecito, con el corazón latiendo fuertemente y la única esperanza de pasar inadvertido por mi depredador. Así es la vida del conejo.

      Dado que, siendo niña, crecí en una granja, me resulta simple poder imaginar al pobre conejo silvestre procurando salvar su vida.