¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

Читать онлайн.
Название ¿Nos conocemos?
Автор произведения Caridad Bernal
Жанр Языкознание
Серия HQÑ
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788413485089



Скачать книгу

sin defenderse.

      Vera hablaba mientras su madre retiraba los papeles y la máquina de escribir de la mesa para poder poner el desayuno que había preparado. Parecía absorta en sus propios pensamientos, pero en realidad estaba escuchando todo cuanto decía su hija.

      —¿Odias a Churchill por eso, mamá? —preguntó Vera intrigada con su madre, que de nuevo se había sentado a su lado.

      Antes de responder, Leah miró de refilón la foto de su difunto esposo vestido con el uniforme militar, como buscando allí la razón de su respuesta.

      —En absoluto. Si yo hubiese tenido que tratar con Hitler como Churchill, tampoco lo habría creído. Siempre jugaba a eso, a engañar. Él y todos sus hombres eran unos asesinos impostores. —Vera había decidido tocar el brazo de su madre para que supiera que estaría allí en todo momento, porque aunque esa historia no fuera nada fácil de contar, sería bueno para ella decir un adiós definitivo a ese angustioso pasado—. Además, piénsalo un poco —quiso añadir con una sonrisa—: Tú no habrías nacido de haber terminado la guerra pronto.

      Madre e hija comenzaron a masticar sus emparedados mientras releían lo escrito. Leah había decido revelarle de qué trataría el siguiente capítulo mientras Vera escuchaba con atención.

1941

      Capítulo VI

      Brazil (Enric Madriguera)

      Vera entró en mi habitación con la extraordinaria noticia de que nos habían destinado para trabajar juntas en el mismo hospital de Ámsterdam. La Cruz Roja era una organización internacional humanitaria, y su presencia sería una constante durante todo el conflicto por Europa y fuera de ella.

      —¿Ámsterdam? —pregunté con cierto temor mientras me cepillaba los dientes.

      Sabía que Vera había estado preguntando la posibilidad de viajar a otro lugar, pues decía que estaba aburrida de trabajar en un agujero bajo tierra, pero pensé que jamás la tomarían en serio.

      Además, hasta el momento nunca habíamos estado en una ciudad ocupada y aquello significaba meterse en la boca del lobo. Sabíamos que allí deberíamos llevar siempre bien visible nuestro distintivo, junto con nuestra documentación, como nos habían repetido cientos de veces durante nuestra formación. No estaríamos nunca exentas de pasar infinidad de controles que se habían establecido en las distintas fronteras, e incluso dentro de la propia ciudad tendríamos que pasar por exhaustivas inspecciones impuestas por la propia policía alemana antes de entrar a trabajar. Después de todo, éramos dos chicas inglesas, y nuestro país era una de las mayores potencias aliadas junto a Francia, la URSS y posteriormente Estados Unidos y China.

      He de reconocer que al principio pensé que era una broma de las suyas, pero cuando aquellos chicos nos ayudaron a entrar en ese avión enorme junto a toneladas de material y armamento, me di cuenta de que cualquier cosa podía ser posible en nuestras vidas desde hacía tiempo.

      Nos describieron como unidades de apoyo logístico, y fuimos el esperado refuerzo tras las primeras revueltas de los holandeses contra el ejército alemán. Nuestra misión era la de ayudar a las enfermeras de esa zona, que en apenas dos días habían visto cómo sus tranquilos hospitales se llenaban de heridas de metrallas, fracturas y hombres casi al borde de la muerte debido a las tremendas palizas que el ejército de las SS había propinado a los civiles que salieron a las calles para defender a sus vecinos y compañeros judíos.

      Era la primera vez que escuchaba esas iniciales: la Saal-Schutz, como se hicieron llamar en un principio. Pasó pronto de ser una pequeña organización paramilitar a uno de los organismos más poderosos en la Alemania nazi. Fue la principal agencia de seguridad, investigación y terror en la Europa ocupada.

      Hitler no tenía pensada una ocupación violenta de los Países Bajos, consideraba a los holandeses como a sus hermanos arios, como a la mayor parte de las poblaciones del norte de Europa. Pero era necesario controlar los puertos y aeropuertos de Holanda, cruciales estratégicamente para su futura invasión. Por ello fue inevitable el, cada vez más omnipresente, ejército alemán en la ciudad.

      Primero utilizó al partido nazi holandés, el Movimiento Socialista Nacional o NSB, un grupo de holandeses de ideología fascista y antisemita. Ellos eran los que hacían el trabajo sucio de extorsión, redadas y acoso en los barrios judíos. Además de atacar a otras minorías, como podían ser los homosexuales. Todas esas operaciones se efectuaban siempre de noche, cuando nadie los veía. Pero después de que un grupo de boxeadores judíos matara a uno de ellos en uno de esos enfrentamientos, el ejército alemán tuvo la excusa perfecta para intervenir de manera definitiva. Días más tarde las SS hicieron una deportación masiva a plena luz del día, más de cuatrocientos judíos fueron golpeados y arrestados, para después obligarlos a entrar en los trenes y tranvías de la ciudad. En ese momento, toda Ámsterdam pudo ver con sus propios ojos cómo los estaban tratando, cómo los hacinaban para llevarlos a los campos de concentración, y decidieron que ya no podían más: debían hacer algo contra aquella injusticia.

      La huelga del 25 de febrero de 1941 fue el detonante. Toda la población de Ámsterdam se encontró esa mañana con que el transporte público de la ciudad no funcionaba, ¿por qué? Los conductores llevaban más de diez meses transportando por las noches a sus conciudadanos y ya no podían soportarlo más. La resistencia holandesa repartió octavillas instando a la huelga al resto del pueblo. Muchos terminaron congregándose en la plaza Dam, donde ni el alcalde quiso desconvocar la huelga, para culminar el día con las SS recorriendo las calles metralleta en mano. Remetieron contra los que habían tenido la osadía de enfrentarse a ellos. El hecho de no tener armamento, de no estar preparados para semejante rebeldía, no frenó a los holandeses. Sin embargo, por muy bonito y simbólico que aquello fuese, la sangría que tuvo lugar allí fue deplorable.

      Mi holandés era terrible, pero su inglés más que excelente. Fue así como pude saber toda esta historia que ahora os cuento, a través de las sentidas palabras de uno de sus protagonistas: Joep, un humilde conductor de unos cincuenta años, fue quien me trasladó todo cuanto habían vivido los días previos a nuestra llegada mientras le realizaba las curas pertinentes.

      —Y ahora dígame, ¿le aprieta mucho? —Joep negó con la cabeza, tocándose el vendaje.

      Un joven del ejército alemán había intentado reventarle las sienes a patadas cuando su pistola se quedó sin balas. Según me había dicho, con un nudo de amargura en la garganta, el bastardo no había parado hasta que lo dio por muerto. Otros compañeros, me confesó contemplando el caos a nuestro alrededor, habían corrido peor suerte. Joep era abuelo y padre, un hombre con educación que había crecido respetando a sus vecinos y que no podía entender cómo habían terminado todos en aquella situación.

      En el hospital no se hablaba de otra cosa, pero lo que más les preocupaba a los holandeses no eran sus heridas, sino la situación de desamparo en la que se encontraban. La reina Guillermina se había exiliado y, a pesar de que los encendidos mensajes por radio de apoyo a su pueblo fueran toda una provocación, llamando «el archienemigo de la humanidad» al mismísimo Hitler, no había fuerza política para luchar contra la invasión alemana. No había más opción que la de someterse. Estaban decepcionados ante el futuro que les esperaba, y solo quedaba velar por sus hermanos judíos.

      —Ahora que sabe que la huelga no ha servido para nada, dígame: ¿lo repetiría si mañana mismo se organizase otra revuelta? —El hombre me miró como si mi pregunta hubiera enardecido su alma y, orgulloso de su respuesta, me contestó ufano.

      —¡Sin dudarlo, señorita!

      Su sonrisa me hizo entender por qué algunos de ellos se unieron a la resistencia, para ayudar a familias enteras, escondiéndolas en sus propias casas, poniéndose así ellos mismos y a sus propios hijos en peligro.

      Aquellas fueron jornadas extenuantes de trabajo. A veces más de cuarenta y ocho horas sin descanso, en las que apenas parábamos para comer algo. Los heridos llegaban por oleadas, y las heridas eran cada vez más sangrientas. Hablé con todos ellos, primero