Pacto entre enemigos. Ana Isora

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Название Pacto entre enemigos
Автор произведения Ana Isora
Жанр Языкознание
Серия HQÑ
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788413487014



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Sin embargo, era necesario contar con una posición estable antes de iniciar cualquier proyecto. No se lo perdonaría si arrastraba a sus hijos a la pobreza. La vida en el Imperio podía llegar a ser muy cruel.

      —Mi única posibilidad era esta nueva herencia, la de Servio. Él siempre se comportó conmigo como un padre, aunque yo no fuese su retoño. Sentí mucho enterarme de su muerte.

      Rufo asintió:

      —Era un buen hombre. Hablé con él hace apenas tres meses, antes de que…

      Los ojos de Marco se tiñeron de tristeza. No era un hombre al que le costara partir hacia una misión, pero aquel año había resultado especialmente duro. Pocos días antes de marchar hacia tierras rebeldes, Marco había recibido la noticia de que Servio (el hombre que le había acogido cuando él apenas era un chico endeble, que había empleado su tiempo en estar con él y que le había introducido en el mundo de la legión y sus secretos) había muerto.

      Él y su mujer Calpurnia lo habían sido todo para Marco. El centurión había tenido padres, y muy ricos además, pero su hogar siempre estaba en constante guerra. Ni la dejadez de su padre ni la frialdad de su madre, una completa desconocida, podrían igualar jamás lo que aquel hombre le había dado.

      —Servio era un hombre rico. Nunca tuvo hijos, por eso te amaba tanto. Habida cuenta de que en nuestro Derecho las viudas no suelen heredar del marido (aunque sí ser usufructuarias de parte de sus bienes), tú eras su heredero lógico. Servio no tenía otros parientes, por lo que la ley no te obliga a compartir nada. O no lo hacía… hasta ahora.

      Marco sacudió la cabeza, disgustado:

      —Aún no alcanzo a comprender por qué lo hizo, Rufo.

      —Él siempre quiso que te reconciliaras con tu hermanastro. Eso lo sabes.

      —Sí… Nunca lo conoció tan bien como yo.

      —Puede —concedió Rufo—, pero de todas formas lo nombró heredero subsidiario, de manera que su herencia solo pasaría a él si a ti antes te ocurría una desgracia. Lo que, conociendo la naturaleza de tu trabajo… —repuso— era bien posible.

      Marco no replicó. Todo el mundo sabía que los centuriones se enfrentaban a mayores riesgos, porque muy pocos volvían. Rufo carraspeó antes de continuar.

      —El caso es que tú estás vivo y has regresado; y eso te convierte en el único heredero posible una vez que se abra el testamento y se lean las voluntades de Servio, que nosotros conocemos gracias a su esposa. Pero la lex Iulia … la lex Iulia…

      —Sí, la lex Iulia cambia las cosas —completó Marco, con cierto mal humor.

      —¡Vamos, Marco! ¡Tienes que comprender a Augusto! ¿No se quejaba la gente de que Roma se estaba llenando de extranjeros? Pues él ha hecho algo para solucionarlo. Que su solución no agrade ya es otro asunto.

      Marco se sintió muy cansado:

      —Sí, pero enfoca mal el problema. Como los extranjeros tienen muchos hijos, Augusto obliga a los romanos a imitarlos. Las familias en Roma nunca han sido muy extensas, salvo en el campo; y ahora viene él y pretende fomentar la natalidad con toda una serie de sanciones, orientadas a los ciudadanos que no contraigan matrimonio y, sobre todo, a los que no generen descendencia. Eso va a irritar a muchos, Rufo. Pero lo peor —y esta vez Marco esbozó una leve sonrisa— es que también pretende acabar con la decadencia moral de Roma, para demostrar su superioridad sobre la de los bárbaros. Y entre las costumbres que quiere castigar está el adulterio. ¿Te imaginas el revuelo que provocará entre las clases altas? No es ningún secreto que los matrimonios patricios son solo pactos donde los esposos se ponen felizmente los cuernos. Esa ley no durará mucho, ya lo verás.

      Rufo miró al miles.

      —Te olvidas de una cosa, Marco. Hace mucho que los ciudadanos no votan para elegir a sus gobernantes. La República está muriendo. Augusto ha concentrado todo el poder. Esto que tenemos ahora —añadió, bajando la voz— se parece más bien a un tipo de monarquía.

      Marco recordó el nuevo título de Augusto y negó con la cabeza.

      —Se hace llamar imperator. No es una monarquía, es un imperio.

      —Un imperio.

      Los dos hombres callaron, mientras interiorizaban aquellas palabras. Se avecinaba un nuevo periodo para la historia de Roma, y más si la esposa de Augusto conseguía asentar a su hijo Tiberio en el poder. Rufo siguió hablando.

      —Lo que quiero decir, Marco, es que no seas ingenuo. Augusto ya está muy bien posicionado, lo suficiente como para enfrentar algunas críticas sin tambalearse. Y no va a cambiar la ley. La lex Iulia impide heredar de personas ajenas a la familia, si no se está casado. Se entiende como un aliciente para contraer matrimonio. Y Servio no es tu pariente. Y tú no tienes una esposa.

      —Es que esa decisión es mía, personal, no quiero que Octavio la tome por mí —dijo, rechazando usar el título de “Augusto”.

      —Muy encomiable, pero la realidad es la que es. Y mientras tú no puedas heredar, aunque no sea por estar muerto, como pensó el pobre Servio, tu herencia irá a parar a tu hermanastro. Él sí está casado. Celebró la boda hace un año, en cuanto tuvo noticias de que iba a salir la ley.

      —No sé por qué no me invitó —comentó el oficial con ironía.

      —Pues cásate. ¿No quieres fastidiarle? Cásate. Pasaste una infancia pésima por su culpa, te golpeaba todos los días. Hoy tú podrías tumbarle hasta con tu dedo meñique, ¿por qué no le quitas lo que en realidad más ama, el dinero?

      Marco se removió, incómodo. Odiaba la idea de que su medio hermano alcanzase algo que en realidad era suyo, pero no quería casarse por un motivo tan ruin. Rufo captó su mirada y acabó rindiéndose.

      —No importa —dijo—. Ya veo que no lo vas a hacer. Puede que haya otras formas de conseguir dinero. ¿Repartieron a los cautivos astures entre los legionarios, a modo de botín? Podrías vender los tuyos.

      —No. Los prisioneros pertenecen a Roma, no a los soldados. Y aunque se nos diera esa opción… no soy un traficante.

      Rufo se desesperó.

      —¡Qué hombre más idealista en una civilización tan pragmática! Marco, no se puede hacer nada contigo. Cuando quieras ayuda, ven a verme. Hasta entonces, piensa en Calpurnia, la que tú llamas tu verdadera madre. Está sola en la casa que antes era de su marido, y va empobreciéndose poco a poco. Piensa en ella… y dime si no quieres que su situación mejore.

      Marco se despidió de Rufo con un apretón firme, pero las últimas palabras resonaron en su cabeza durante mucho tiempo. Había ido a ver a Calpurnia, y no parecía pasarlo mal. No obstante, Marco sabía que la situación de la mujer en Roma no era la más halagüeña. Él había recorrido otros lugares, casi siempre en misiones diplomáticas, y eso le había permitido abrir la mente y notar que la mujer estaba mejor tratada en las tribus del norte, donde la cultura era matriarcal y las hembras heredaban de sus esposos. La situación de Calpurnia le preocupaba, y empezó a preguntarse si Rufo no tendría algo de razón. Calpurnia podía seguir disfrutando de los bienes de su marido (Servio no la hubiera dejado desamparada); pero Marco sabía que si su medio hermano conseguía heredar, la domus y demás posesiones del muerto serían una fuente de inagotable conflicto, ya que Numerio intentaría siempre vender lo que la viuda tenía derecho a usar para su subsistencia, aunque no fuese la propietaria. A ello se refería el usufructo, su única fuente de protección por aquel entonces.