Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Читать онлайн.
Название Obras de Emilio Salgari
Автор произведения Emilio Salgari
Жанр Современная зарубежная литература
Серия biblioteca iberica
Издательство Современная зарубежная литература
Год выпуска 0
isbn 9789176377208



Скачать книгу

lugares.

      —¿Pretendes atacar la escolta en el camino?

      —Sí, en medio de los bosques. Porque un asalto puede ser largo y costar sacrificios enormes.

      —Me parece un buen consejo.

      —Puesta en fuga la escolta, raptaremos a Mariana y nos volveremos de inmediato a Mompracem.

      —¿Y el lord?

      —Lo dejaremos que se vaya adonde quiera. ¿Qué nos importa?

      —No se irá a ninguna parte, Yáñez. No nos dará un momento de tregua y lanzará contra nosotros todas las fuerzas de Labuán.

      —¿Y eso te inquieta?

      —¡El Tigre de la Malasia no tiene miedo de esas gentes! Tendremos que enfrentar numerosos ejércitos poderosamente armados y decididos a conquistar mi isla.

      Pero allí encontrarán lo que no esperan. Bastará que yo envíe emisarios a las demás islas de Borneo para que lleguen por docenas los paraos.

      —Lo sé muy bien.

      —Como ves, Yáñez, si quiero puedo desencadenar la guerra.

      —Pero no lo harás, Sandokán. Cuando tengas a Mariana, no volverás a preocuparte de Mompracem ni de sus tigrecitos, ¿no es verdad?

      Sandokán no contestó.

      —Mariana tiene mucha energía y combatiría intrépidamente al lado del hombre que ama, pero no será nunca la reina de Mompracem, ¿no es así, Sandokán?

      También esta vez el pirata guardó silencio.

      —¡Tristes días se preparan para Mompracem! —continuó Yáñez—. Dentro de poco la formidable isla habrá perdido su prestigio y sus terribles tigres habrán desaparecido. En fin, poseemos tesoros cuantiosos y podemos ir a gozar de una vida tranquila en cualquier ciudad opulenta del extremo Oriente.

      —¡Calla, Yáñez! —dijo Sandokán con voz sorda—. Tú no puedes saber qué les reserva el destino a los tigres de Mompracem.

      —Puedo adivinar.

      —Podrías equivocarte.

      —¿Qué piensas?

      —No puedo decirlo todavía, esperemos los acontecimientos. ¿Qué te parece si nos ponemos en marcha ya? Creo que allá abajo se aclara un poco la espesura.

      —Vamos.

      Se cogieron de las lianas y se dejaron caer al suelo. Pero no era fácil salir de la selva.

      —¿Hacia dónde iremos, Sandokán? -preguntó de pronto Yáñez, que no veía ni el sol para orientarse a través de aquella espesura.

      —Te confieso que no sé hacia qué lado ir —contestó Sandokán—. Pero me parece ver un senderillo. Quizás nos conduzca fuera de...

      —Un ladrido, ¿oíste?

      —Sí.

      —¡Los perros nos han descubierto! En lontananza resonó otro ladrido.

      —¿Será sólo un perro o vendrá seguido de hombres? —dijo Yáñez.

      —Puede que lo siga otro perro; un soldado no podría andar por este laberinto. Esperaré al animal y lo mataré.

      —¿De un tiro?

      —El disparo nos descubriría. Empuña tu kriss, Yáñez, y esperemos.

      Un enorme perro de formidables mandíbulas y dientes agudísimos apareció en medio de una mata de césped.

      Al ver a los piratas se detuvo un momento, los miró con sus ojos que parecían brasas y se lanzó adelante con un rugido aterrador.

      Sandokán se había arrodillado, con el kriss en posición horizontal, en tanto Yáñez cogía la carabina por el cañón para servirse de ella como de una maza.

      Dando un brinco el perro cayó sobre Sandokán y trató de apresarlo por la garganta. Pero si aquella bestia era feroz, el Tigre de la Malasia no lo era menos.

      Rápido como el rayo adelantó la mano derecha, y la hoja del kriss desapareció casi por completo entre las fauces del animal. Al mismo tiempo Yáñez le descargaba tal mazazo que le hundió el cráneo.

      —¡Ya tiene bastante! —dijo Sandokán mirando al perro agonizante.

      —¡Vayámonos! ¡Corramos por el sendero!

      A cada momento tropezaban con grandes arañas de desmesuradas dimensiones, multitudes de lagartos volantes y serpientes que se alejaban lanzando silbidos amenazadores.

      Al cabo de un par de horas descubrieron un pequeño torrente de agua negra.

      —¿Aprovechemos este paso? —propuso Yáñez. Asegurémonos de que el agua no sea muy profunda. El portugués cortó una rama y la sumergió en la corriente.

      —No es profunda —dijo. Y descendieron al agua.

      —¿Se ve algo? -preguntó Sandokán.

      —Me parece que allá abajo veo un poco de luz. Caminaron con dificultad a causa del escurridizo limo del fondo del arroyo, del que emanaban nauseabundos olores.

      —¡Alguien se acerca! —exclamó de pronto Sandokán. Un potente mugido, que acalló el canto de los pájaros y las risas de los monos, resonó bajo la bóveda de verdura.

      —¡En guardia, Yáñez! —dijo Sandokán—. ¡Hay un orangután al frente!

      —¡Y otro enemigo, peor quizás!

      —¿Qué dices?

      —Mira en aquella rama que atraviesa el riachuelo. Sandokán se empinó y lanzó una rápida ojeada.

      —¡Un orangután de una parte y una pantera, de la otra! ¡Vamos a ver si son capaces de cerrarnos el paso! ¡Prepara el fusil y estemos dispuestos a todo!

      R

      Frente a los piratas estaban dos formidables enemigos. No demostraban intención de atacar a los hombres, porque se dirigían con rapidez uno contra otro como si quisieran medir sus fuerzas. Uno era una espléndida pantera de la Sonda; el otro, un orangután temible por sus fuerzas prodigiosas y su ferocidad.

      La pantera, seguramente hambrienta, se quedó en una rama que caía sobre el riachuelo formando una especie de puente. Era una fiera bellísima, de un metro y medio de largo.

      Su adversario, muy feo, mediría un metro cuarenta de estatura y unos brazos que no bajaban de dos metros y medio. Su cara larga y arrugada tenía aspecto feroz, especialmente sus ojillos. Estos monos no gustan de la compañía; generalmente evitan encontrarse con los hombres y con los otros animales, pero si se los irrita o se les amenaza son terribles y casi siempre triunfan a causa de su gran fuerza.

      —Creo que asistiremos a una lucha a muerte —dijo Yáñez.

      —Por ahora no quieren nada con nosotros —contestó Sandokán-. Pero después tendremos que hacer frente al vencedor.

      —Es probable que para entonces esté en malas condiciones como para poder impedirnos el paso.

      —¡Mira, la pantera se impacienta!

      —Y el mono ya no aguanta las ganas de romperle las costillas.

      —Carga tu fusil, Sandokán, nunca se sabe lo que puede suceder.

      Un rugido espantoso siguió a sus palabras. El orangután había llegado al colmo de la rabia. Al ver que la pantera no se decidía a abandonar la rama, se adelantó amenazador, golpeándose el pecho que resonaba como un tambor.

      Al verlo acercarse, la pantera