El Aroma De Los Días. Chiara Cesetti

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Название El Aroma De Los Días
Автор произведения Chiara Cesetti
Жанр Историческая литература
Серия
Издательство Историческая литература
Год выпуска 0
isbn 9788835411314



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en más hermosa y con la aprensión de quien intuye el invisible obstáculo que no permitía que a ella, como a ningún otro, cruzar el umbral para llegar hasta el fondo de sus pensamientos. La relación con el padre era aquella privilegiada de la infancia pero también la mirada de Giovanni había cambiado. Con sus dieciséis años Clara había salido para siempre del mundo cómplice que los había unido desde niña, y también él, que la habría querido proteger, al mirarla se había visto asaltado por mil miedos y celos. Era Antonino, ahora, el que con su espontaneidad la hacía reír a menudo. Había mantenido con ella, como con todos, una relación alegre sin complicaciones. Fuerte por ser mayor que ella y de complexión más robusta, en cuanto estaba a su lado la hacía reír con pequeños puñetazos y ligeros empujones que la hacían vacilar para luego susurrar al oído:

      –¿Me haces los deberes para mañana?

      –No, hazlo solo.

      Él, superándola en altura, desde detrás la estrechaba con fuerza por la cintura y medía su fuerza levantándola en el aire e implorándole:

      –¡Te lo suplico, te lo suplico, te lo suplico…! ―hasta que, haciéndola reír, la obligaba a ceder.

      Con los gemelos Clara era muy paciente. Agnese y Luciano mientras creían habían mantenido su vínculo exclusivo que les había convertido, desde que eran pequeños, en una entidad aparte, pero ahora, Agnese, ya adolescente, buscaba siempre la compañía de la hermana. Era feliz cuando ella podía dedicarle un poco de su tiempo.

      –Buenos días, Giulia.

      La voz de María, aunque suave, la sobresaltó.

      –Buenos días. ¿Ya levantada? Podías reposar todavía un poco

      –No tenía sueño… ¿Todavía duermen todos?

      –Sí, hoy es domingo, no hay escuela.

      –Ah, ya… hoy es domingo… entonces, hay que hacer la pasta…

      –Sí, dentro de un rato la preparamos. No te preocupes, todavía hay tiempo.

      María, después de la muerte de Ada, ya no era la misma. El físico delgado se había curvado ligeramente como si el peso de aquel dolor fuese demasiado grande para sus hombros. Había cambiado, sobre todo, la expresión de su rostro. Parecía que había perdido también las pequeñas certidumbres que la habían sostenido siempre y que ahora, para cada cosa, dependía totalmente de Giulia. Esperaba confiada las indicaciones de la cuñada, mirándola como un niño observa a su maestra antes de iniciar una tarea, para comenzar diligentemente a desarrollar el cometido que le han impartido, en silencio. Respondía a las preguntas que le hacían, sin jamás dar su parecer o intervenir de manera espontánea en la conversación. Sólo Antonino, con sus pequeñas bromas, y Agnese, que de vez en cuando la besaba en una mejilla llamándola tiíta, conseguían hacerla sonreír. Giulia, a pesar de que no fuese mucho más joven que ella, la consideraba ya como una hija necesitada de directrices continuas.

      Ya casi había amanecido cuando al fondo del camino apareció una figura envuelta en un mantón oscuro. Caminaba con rapidez, casi corría, mientras mantenía con los brazos cruzados el pañolón alrededor de la cintura. Giulia se paró a mirarla con la aprensión de quien, no esperando a nadie sobre todo a aquella hora, teme una mala noticia. La figura se acercó y reconoció a Lucia.

      Desde la muerte de Ada Lucia trabajaba con ellos todas las mañanas. Giulia y María necesitaban ayuda y Lucia había crecido, prácticamente, en su casa, trabajando ya en el campo ya ayudando con pequeñas tareas. Su figura menuda no conocía un momento de respiro, amable y servicial, eternamente agradecida a quien, de esta manera, la había aliviado de la continua angustia de la supervivencia cotidiana. Vivía con su hijo Andrea, orgullosa de haberlo podido sacar de la miseria y de las privaciones en las que ella había vivido. A costa de grandes sacrificios lo había llevado a la escuela hasta los catorce años cuando sus coetáneos, a menudo analfabetos, ya desde muy pequeños eran obligados a acompañar a los adultos a los campos, hiciese calor o frío. Crecía bien su muchacho, serio y voluntarioso, que en verano, durante las vacaciones, era el primero en ir al campo y, si la veía más fatigada de lo normal, se apresuraba a desarrollar su tarea para ir a ayudarla, sin hacer caso del implacable sol de agosto.

      –Está llegando Lucia… tan pronto… ¿cómo es posible?

      Giulia pensaba en voz alta mientras miraba afuera desde la ventana. También María miró afuera y, movida por aquella incontrolable agitación que la asaltaba ante cualquier acontecimiento inesperado, siguió a la cuñada que se había ido a abrir la puerta antes de que llegase Lucia.

      –Buenos días, señora.

      Muchas veces Giulia le había dicho que no la llamase con aquel apelativo hasta que había comprendido que era la misma Lucia la que se sentía a gusto manteniendo una relación de afectuosa distancia.

      –¿Cómo tan temprano? ¿Ha sucedido algo?

      El rostro delgado y severo de Lucia estaba tenso y atemorizado. La cogió por un brazo y la guió silenciosamente hacia la cocina. Después de que se hubiese sentado, bajo la mirada preocupada e inquisitiva de las dos mujeres dijo:

      –Esta noche ha sucedido algo…

      –¿El qué?

      –Una cosa muy mala.

      –Sí, pero qué cosa… ―la mente de Giulia en un momento había recorrido cada posible itinerario y se había parado ante un terrible pensamiento.

      –No, no, señor, Andrea no… ―rezó casi paralizada.

      –Han entrado en casa del doctor…

      –¿Qué doctor… Marinucci?

      –Sí, el doctor Marinucci.

      –¿Quién ha entrado, Lucia? … habla.

      –Ellos… los fascistas… han desfondado la puerta… han golpeado al doctor y antes de irse han incendiado su estudio.

      Giovanni, alarmado por los insólitos ruidos, había bajado y desde las escaleras había escuchado todo.

      –¿Cómo? ―dijo volviéndose hacia Lucia aunque hubiese entendido perfectamente.

      Fue Giulia la que respondió.

      –Han entrado en casa del doctor Marinucci…

      –¿Cómo está el doctor? ―la interrumpió.

      –Yo no lo he visto. Han subido a su casa Andrea con Cencio della Menna y Carlone, para ayudarlo. Han dicho que tenía un labio partido y se lamentaba.

      –Voy con ellos ―dijo Giovanni y en un momento estuvo fuera de casa.

      –Ten cuidado, por favor.

      Las palabras, tantas veces repetidas, esta vez ni las escuchó.

      Cuando volvió era casi la hora de comer.

      Giulia oyó llegar la carreta antes incluso de verla. Había estado toda la mañana esperando aquel sonido, moviéndose mecánicamente en el interior de la casa, con los ojos continuamente vueltos hacia la ventana. Los muchachos habían intuido su nerviosismo pero sólo Antonino se había atrevido a pedir una explicación:

      –¿Algo va mal, mamá?

      Ella le contó lo que sabía.

      –Voy al pueblo ―había sido la reacción del chaval.

      –Tú no te mueves de aquí.

      La respuesta tenía el tono perentorio de quien no acepta réplicas y Antonino comprendió que cualquier otra insistencia habría complicado la situación.

      El trote veloz del caballo los hizo salir corriendo. Con Giovanni venía también Andrea y el aire atemorizado del muchacho iba parejo con aquel preocupado del hombre.

      –¿Y bien… cómo está el doctor… qué ha ocurrido…?

      –Marinucci está en la cama. Se ha asustado mucho y está dolorido. Lo han agredido hacia las dos de la madrugada. Ha dicho que había oído llamar a la puerta, se levantó pensando que alguien lo necesitase y se ha encontrado de frente con cuatro hombres que