Название | Diario de Nantes |
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Автор произведения | José Emilio Burucúa |
Жанр | Языкознание |
Серия | Biografías y Testimonios |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789874159991 |
Por cuanto hoy ha sido un martes, nos tocó la cena comunitaria. Entonces tuve mis pequeñas iluminaciones de Vincennes de la jornada, pues compartí la mesa con Elisabeth Toublanc (la simpática jefa de servicios generales del IEA, incluida la alimentación, por supuesto), y los profesores Gad Freudenthal (del CNRS) y Samuel Alfayo Nyanchoga (de la Universidad Católica de África del Este, en Kenia). Gad nació en Jerusalén en 1944, pero tiene nacionalidad exclusivamente francesa después de haber renunciado a la israelí, que le correspondía por lugar de nacimiento y por ser judío. Disconforme con la política antipalestina de su país, consiguió deshacerse de su identidad nacional automática. Admiré enseguida su gesto y la tenacidad que tuvo para conseguir tamaño imposible. No obstante, Gad se dedica de lleno al estudio del judaísmo medieval, su pensamiento religioso y filosófico, sus inclinaciones hacia la tolerancia y el rechazo de cualquier fundamentalismo. Puesto que no puedo impedir la comparación permanente entre mis vivencias de Nantes y de Berlín, ¿qué hice sino preguntar al profesor Freudenthal acerca de sus opiniones sobre las tesis de mi querido Daniel Boyarin? No ardió Troya, pero estuvo a punto. La gentileza pudo más que cualquier indignación en el corazón de Gad, quien rechazó con elegancia la postura de Boyarin sobre una diáspora casi feliz y no traumática entre los judíos del Mediterráneo del siglo XII al XIV. Trajo a colación la postura inequívoca de Maimónides en tal sentido, quien había visto en la dispersión del pueblo judío los efectos de un castigo divino, sin atenuantes. Gad entiende que Boyarin es demasiado posmoderno, demasiado californiano en cuanto a sus argumentos algo peregrinos y caprichosos (los adjetivos corrieron por cuenta de mi nueva acquaintance, claro está). Tras la ducha de agua fría que recibió mi memoria berlinesa, pedí a Samuel Nyanchoga que me explicase los objetivos de su investigación sobre los efectos todavía palpables de la esclavitud en la costa índica de Kenia. Un horizonte desconocido, impensado, se abrió delante de mí en diez minutos. Tengo todavía una excitación tal que, después de recibir las noticias sobre el infarto de Roberto Livingston, temo terminar yo también en algo parecido. Samuel ha puesto el foco en grupos dispersos, sin una etnicidad clara ni lenguaje o religión comunes, descendientes de los esclavos de plantaciones en el sudeste de Kenia. Los propietarios, miembros de una élite de origen árabe, se aprovisionaban de esa mano de obra infame en el mercado de Zanzíbar, bajo la égida de un sultán. En 1890, Zanzíbar aceptó la abolición de la esclavitud pero, en varios sitios de la costa keniana, la trata siguió sin mayores trabas hasta 1907. De modo semejante, la esclavitud doméstica no fue suprimida legalmente hasta... 1937. La procedencia de los seres humanos traficados por Zanzíbar era muy variada: Tanzania, Uganda, Malawi, Congo. Ninguna construcción identitaria podría haberse apoyado sobre la base de los orígenes de estas poblaciones. Lo cierto es que sus miembros carecen de reconocimiento alguno por parte de la administración de Kenia, son indocumentados, no pueden hacer efectivos sus derechos al trabajo o al beneficio de los servicios sociales de salud y educación provistos por el Estado nacional. Con el auxilio de antropólogos e historiadores, como mi colega Nyanchoga, esas gentes intentan recorrer un camino de asociación, a pesar de encontrarse geográficamente separados, y basan sus esfuerzos en unas pocas coincidencias culturales, que van desde las técnicas agrícolas aplicadas en sus pequeñas propiedades rurales de donde extraen cocos, clavo de olor y otras especias, hasta la vestimenta, el canto, la música con instrumentos y, más que nada, una narrativa oral que todos ellos cultivan para recordar el pasado de dolor y oprobio que les impuso la esclavitud. Eso mismo los ha llevado a confluir en la recuperación histórica de sus asentamientos y ciudades –Frere Town, Rabai, Gasi, Mwele, Vanga– así como a preocuparse por la investigación arqueológica de los sitios de su desgracia, por ejemplo, las cuevas de Fikirini donde se conservan las cadenas y las anillas metálicas de los cautivos. Comer y beber, mientras escuchaba la historia de los sin nombre en la costa sudoriental de Kenia, se me antojó blasfemo a pesar del hambre que tenía. Pensé que mejor era interrumpir la cena y llegué a pensar que el cocinero francés de Berlín era mejor profesional que el seguramente francés de Nantes (improbable que el de aquí fuese alemán). La finalidad de los devaneos era atenuar los efectos del puñetazo de realidad contemporánea que