Impúdicas. Arabella Salaverry

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Название Impúdicas
Автор произведения Arabella Salaverry
Жанр Языкознание
Серия Sulayom
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789930526941



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impaciente. Perdí la paciencia. Estoy sin paciencia. Me perdí hace mucho, mucho tiempo.

      Arnau en el aula contigua no se escucha. ¿Estás ahí? ¿Arnau? ¿Estás? ¡Tienes que sacudir bien la chaquetilla! En un grito destemplado. Se acercó al espejo minúsculo casi rozándolo para paliar la miopía. Pasó el cepillito varias veces por las pestañas del ojo izquierdo. Date prisa con el disco, hay que probarlo, el sudor lo manchó feo la última vez. Luego las pestañas de la derecha. Fíjate que esté limpio no vaya a ser que se atasque. Las de arriba y las de abajo. ¿Me escuchas? Pues sí que te escucho y deja de gritar que no estoy sordo.

      También él cada día más impaciente, más necio y más intolerante. Como si ella fuese la responsable. Como si ella no extrañara como él los aires de su pueblo. Como si ella no añorara un buen vaso de vino, un estofado de judías con butifarras, unas setas y unos calcots cocinados a las brasas, una crema catalana, o al menos un poco de pan con tomate, pero tomate con sabor a tomate, no esos remedos insípidos que crecen en el trópico.

      Terminó el maquillaje, después de arquearse las cejas con el lápiz negro, pintarse a duras penas la boca con los restos del labial que dormían en el tubito, el flamenco, ¡ah, el flamenco!, pasarse la borla con el polvo de arroz por la cara, el cuello, los brazos, ¡ay! Los brazos cada día más flácidos y más pesados, pensar en sus parientes, marcarse con el lápiz negro el lunar para que resaltara, pasar por última vez el cepillito mojado en saliva, qué remedio, la Hermana Clara nunca apareció para pedirle un poquito de agua. Los pendientes le lastimaban las orejas, sus pobres lóbulos se habían estirado con el peso. Se anudó el cabello largo, larguísimo y escaso, en un bonete redondo y lo coronó con la peineta de las tres perlas menos. Intentó pintarse el nacimiento de las canas con el resto de rimmel. Rebuscó en la maleta las flores de tela ya marchitas, las sopló para darles aliento, !maldito Franco! y las colocó al lado de la peineta. Una leve rociada con Heno de Pravia, para confundir los humores. Se miró en el espejito. Bueno, no la maravilla pero al menos presentable. Luego, apoyándose en la silla más bien minúscula, se fue metiendo en el vestido, como sirena dispuesta a nadar en el mar de las incongruencias. No quiso ponerle atención a los volantes, ni al borde de suciedad que los empaña. ¡Arnau y su pasión por la República! Se pasó sobre los hombros el mantón, lo prendió con el alfiler que había sido de su madre, –y que le recordaba el pasado–, coronó su arreglo con las pulseras, se miró –a falta de un espejo de verdad– en el reflejo de la ventana que daba al jardín, la ventana por donde se colaba la palmera, sí, estoy bien, dentro de lo posible estoy bien. Y se dispuso a salir.

      Arnau ¿Estás pronto? Ven, para que salgamos juntos. Arnau apareció con su chaquetilla gitana, su sombrero andaluz, ¡hay que joderse!, con lo que odio el flamenco, –ya conocía el gesto y lo que signficaba–, el pantalón ceñido inmisericorde dejaba su abdomen expuesto, la faja roja de raso ajado que intentaba detenerlo, la camisa con sus mangas mustias; y su silencio. A él le pesaba aún más el exilio.

      Marcharon por el pasillo, infestado de chiquillos nerviosos que saludaban entre perplejos y admirados mientras iban de camino al salón de actos. Agnès revoloteaba su mantón y dejaba a su paso una bruma de polvos de arroz. Arnau trataba de sonreír pero siempre temía que la prótesis superior, demasiado floja, terminara cayéndose y el dentista imposible, así que sus sonrisas más bien moderadas. Finalmente la Hermana Clara. Toda ella una risa amable. De dientes blancos, estrepitosamente jóvenes y parejitos. Tome, Hermana, este es el disco. Cuando subamos al escenario y el respetable esté en su sitio, usted por favor lo pone. ¡Y cuidado se le raya!

      Estaban prontos. En actitud. Como le había enseñado su profesora de ballet. El flamenco la tenía hasta la coronilla. Y la Hermana que no ponía la música. Por milésima vez Las Bodas de Luis Alonso.

      De nuevo pensó en qué momento se torció su destino. Cómo y por qué había ido a parar a ese puerto perdido, Puerto Limón, en esa América inhóspita por lo salvaje, por lo exuberante, tanto verde y tanta selva, árboles que no terminan nunca tapando el sol y perdiéndose en lo alto, humedales y selva, tan lejos de su casa, tan lejos de su Muelle de San Beltrán allá en su Cataluña extraviada, donde llegaba en las tardes de verano a escuchar el sonido acompasado del mar, de su Mediterráneo doméstico y familiar. ¿Qué hacía allí, en aquel lugar húmedo y endemoniadamente caliente, embutida en el vestido de manola, si su vida había quedado en Barcelona? ¿Qué hacía allí frente a ese mar de altas olas entre palmeras y perezosos? Y además, ¡bailando flamenco!

      Los chicos se impacientaban, comenzaban a silbar, y la Hermana que no ponía la música. Les daba la bienvenida, una bienvenida eterna, en nombre de la Escuela María Inmaculada. A ella se le entumecían los brazos con la espera. ¡Para lo que le importaban las bienvenidas! Al fin comenzó el disco a sonar y ellos a bailar. De pronto se atoró. Se durmió repitiendo la misma frase musical una, cien, mil veces, oía el golpe seco de la aguja que se devolvía, una, cien, mil veces, ¿Qué hacemos si el disco se rayó? los chicos –horda demente–, gritaban, y ella, con su maquillaje corrido por las lágrimas que no sentía, con el maybelline que le tiznaba la cara, con el lunar que se agrandaba hasta transformarse en un círculo negro emborronándole el rostro, pisando el último volante de su vestido de manola, casi cayendo de bruces pensó que esa no era una manera justa de llegar a su aniversario setenta y seis.

      Alba

       (o de las impúdicas)

      A los diecisiete años el mundo es posible. O quizás totalmente imposible.

      Cuando llegó a la meseta con su añoranza de mar Alba quedó sin fuerzas. Viviría en una casa extraña con gentes cuyos textos estaban escritos en un idioma también extraño. Ya no más las tardes pedaleadas sin descanso en la costa. Ya no el beso apresurado en los anocheceres de luna. Ni las mañanas de sol, las mañanas de mar. Tampoco el macizo de palmeras y árboles desmesurados que era la Isla frente al puerto. No más esas calles tersas en donde las mujeres en eternas bicicletas buscaban horizontes para su miseria. Ni el cuerpo de Rodrigo cercano a su cuerpo ni ella flotando en ese espejo en llamas, el mar al mediodía; ni las tardes de tormenta, ni Rodrigo, ni sus besos adolescentes, ni esa ola acunándose tímidamente en el territorio aún inexplorado: su piel.

      Alba sospechó que no podría soportar el dolor. Sobre todo cuando el tren de la mañana pasó el límite geográfico que imponía Turrialba, –un pueblo todavía de palmeras– pero ya sin puerto ni mar. Lo que seguía: bruma, volcanes, neblina y una tristeza encerrada igual que la ciudad entre montañas. Al menos allí no estaría el ojo de su madre persiguiéndola. Sería más sencillo desaparecer por las aceras de laja donde los pasos retumban al unísono con otros, sin el sigilo de los pasos transitados sobre la arena. Hasta podría inventarse una nueva identidad, deslizarse sin temor entre el caminar de tanta gente.

      Ya en la meseta el té de manzanilla: la primera bofetada. Humeante, con olor medicinal, a ovario dolorido. La tía de oración matutina con la cual tendría que vivir y ese té al desayuno eran inseparables. Té entre inciensos y cánticos a Buda y galletas de avena. Y no es que estuviese acostumbrada a fiestas culinarias. Para nada… Pero prefería el pan de bollito con mantequilla entibiada por el clima tropical, el gusto ilimitado de la jalea de guayaba, que desde el frasco seducía. La taza de té negro, transportado en barco desde muy lejos, hasta el muelle de Puerto Limón, su hogar, su refugio. ¡Pero aquel té de manzanilla, en aquella ciudad inhóspita…! ¡Y al desayuno!

      La segunda bofetada fue el orden. No es que la casa de su madre fuese caótica. Es que en esta todo era un exceso. Cajones para resguardar cofres, estuches celosos escondiendo llaves para abrir baúles. Ese esquema se reproducía a lo largo y ancho del lugar, su morada a partir del beso, –¡pecado!–, descubierto por su madre y el inmediato destierro.

      No tuvo más remedio que acostubrarse al té. Imposible el nuevo colegio con el estómago vacío. Al menos allí habitaba el consuelo. Lo conocía de antes. Cuando los estudiantes llegaron a Limón con su equipaje de poesía, de teatro, de música. En cuanto los conoció, Alba estuvo segura de que esa sería su familia. No sabía cuándo, pero sí, esa sería su familia.

      Pasaron las semanas y la rutina de tés de manzanilla, colegio y soledad fue diluyendo su añoranza de