Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre

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Название Oleum. El aceite de los dioses
Автор произведения Jesús Maeso De La Torre
Жанр Языкознание
Серия Novela Histórica
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491395164



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venillas azules de la nariz, que pregonaban su adicción al vino griego, y su rico manto púrpura. «Lobos disfrazados de corderos y los seguros causantes de su anónimo homicidio».

      Mi padre era un estorbo para ellos y la voz molesta que protestaba en el sanedrín contra sus políticas claudicantes y corruptas. «¿No habrá partido de ellos la orden de ejecutarlo? ¿Pero cómo probarlo si se alzasen cien voces pagadas para exculparlo?», pensé y lo miré con desprecio, pero sin hablar.

      —Te ofrezco mis condolencias, joven Eleazar —me dijo el sumo sacerdote besando mis mejillas—. Tu familia ha de saber que ayer se reunió el consejo del sanedrín en el Tribunal de la Piedra Hendida y se ha nombrado al rabí Daniel para que investigue su homicidio, y sin escatimar medios. La muerte de un levita ha de ser vengada.

      —Gracias, Maestro de Maestros y Báculo de Israel —mascullé y bajé la mirada.

      —Ten valor. Ahora eres el cabeza de familia.

      —Este mismo año seré nombrado escriba, y podré sostenerla —le aseguré.

      —Claro, claro, hijo mío —contestó y me dedicó una gélida mirada y una sonrisa sucia, cuya finalidad no comprendí en aquel momento tan aciago y también debido a mi cándida edad. ¡Maldito sea ante el Trono de Dios!

      Una larga y sinuosa comitiva de hombres en dos hileras, los más con sus túnicas blancas de levitas y sacerdotes, emprendimos el camino de la Puerta de las Aguas en el más religioso de los silencios. Las mujeres se habían quedado en la casa. Mi tío y yo íbamos sumidos en el dolor y la frustración, pues aún no sabíamos a ciencia cierta quién lo había asesinado. No era la primera vez que los sumos sacerdotes mandaban eliminar a un miembro del sanedrín díscolo y contrario a sus decisiones, y mi padre lo era.

      Se había opuesto al pago del acueducto y había mostrado públicamente su contrariedad. Y Josef Caifás no lo había olvidado. Pero acusarlo en el sanedrín sin pruebas era firmar nuestra desgracia absoluta.

      Enterramos a mi padre en el sepulcro familiar cavado en la roca, muy cerca del pasadizo de Ezequías, donde aguardaría la resurrección corporal el día del Juicio Final acompañando a los justos de Israel. Su alma, como la de todo buen fariseo, ya gozaba de la presencia del Altísimo. Yo deposité en la losa interior de la sepultura una redoma de cristal con aceite puro obrado por mi mano, para que nunca quedase relegado al olvido que él había sido el sacerdote elegido para preparar el óleo de la unción.

      Corrimos la piedra del sepulcro y volvimos a la casa abatidos.

      Luego los acompañantes se dispersaron y los vi murmurar entre ellos. ¿Qué pensaban muchos levitas del extraño atentado de mi padre? Solo callaban.

      A nuestro regreso lavamos nuestras manos con agua lustral e invitamos a los familiares y a los más allegados, entre ellos a Naomi y a su familia, que habían arribado desde Jericó, a un ágape de agradecimiento por sus pésames, vigilias y desvelos. Mi tío pronunció unas palabras de gratitud y encomio de su hermano mayor, y juró proteger a su mujer y sus hijos con su vida y hacienda.

      Y el juramento de un judío ante la muerte de un hermano era sagrado.

      Siete días permanecimos sentados sobre una estera, cumpliendo el ceremonial judío de la shivá, mientras recibíamos las condolencias de amigos y allegados que no habían podido acompañarnos en el sepelio, mientras cantábamos alabanzas a Yavé. Una vez cumplidos, nos despojamos de nuestras ropas, las quemamos y nos lavamos para que nada impuro quedara en nuestros cuerpos. Yo me envolví en mi propio silencio, aislado entre las sombras de las lámparas de aceite. Aquel retiro espiritual de siete días me había transformado, como si de golpe hubiera entrado en el conocimiento del funcionamiento del destino que nos conduce hasta la hora suprema.

      Naomi se convirtió en aquellos luctuosos días en mi consuelo con su carácter afable y tierno, y junto a su familia veló con nosotros la memoria de mi padre.

      Mi tío y yo hicimos una exhaustiva prospección del desolado valle de Tyropeón, por si hallábamos un indicio que clarificara su triste desenlace: un objeto, o una pista identificadora. Pero no descubrimos nada, y menos aún rastros que advirtieran del paso reciente de caballerías, sangre cuajada, matojos aplastados por pisadas violentas, huellas en el barro o surcos en la arena por carreras precipitadas.

      Interrogamos a los pastores y aguadores que solían transitarlo y nadie había visto ni a ladrones ni a víctimas. Un pastor que solía llevar a pastar allí a sus cabras nos reveló:

      —Pocas esquinas ocultas existen en el valle. Los hubiera visto.

      Y pensamos que mi padre no había sido muerto allí. Pero ¿cómo demostrarlo? Necesitábamos pruebas y testigos. Obraríamos con prudencia y seguiríamos vigilantes. Mi tío fue el primero en advertirlo, y me contuvo el brazo, para susurrarme:

      —Nos vigilan desde el muro del templo.

      —¿Quién? —dije asustado.

      —Mira con disimulo hacia arriba, a tu espalda —me indicó nervioso.

      Una silueta de lo que parecía un guardia que sobrepasaba el ciclópeo muro se perdió en el interior cuando se vio sorprendido. ¿Era gente del templo? ¿Era un ladrón?

      Se había tronchado la rama más fructífera de la familia y tambaleado su seguridad, pero mi tío Zakay, hombre resolutivo y pragmático, tomó las riendas del negocio con más ahínco sí cabía. Yo seguí elaborando perfumes, afrodisíacos, timiamas y ungüentos para la tienda, y el clan no sufrió menoscabo alguno en sus ingresos y cuidados. Sin embargo, mi madre había penetrado en el oscuro y tenebroso mundo de la tristeza y el abatimiento, y temimos seriamente por su salud.

      Antes de regresar Naomi a Jericó, mi madre, mi tío y mis futuros suegros convinieron en fijar nuestra boda para el mes de marjeshván, antes del Jannuká, la fiesta judía de invierno, llamada también de las Luminarias, en la que solía encenderse el candelabro de los Siete Brazos, lo cual aquel año me correspondería hacer a mí, como cabeza de familia que era. Para esa fecha yo habría cumplido diecinueve años, estaría nuestro hogar construido y sería un recién nombrado escriba del templo, con una reputación y un rango de los más reconocidos de Israel.

      Uziel nos invitó a celebrar la Pascua en Jericó y mi madre lo aceptó para respirar otros aires y para evadirse de la pestilencia y alborotos de la marea humana que anclaría en la capital santa del pueblo de Israel por aquellos días. Mi madre les regaló agradecida un ánfora de aceite purificado para sus ceremonias rituales, óleo de tocador y de baño, y mirra para curas de heridas, que nos agradecieron.

      Llamó hija repetidas veces a Naomi. Para mí significaba una gran satisfacción. Naomi y Bosem eran las dos mujeres más queridas de mi mundo.

      —Aceptad la hospitalidad de mi casa —nos dijo Uziel—. Os espero a todos en Jericó para el quince de nisán, la víspera de la Pascua. No faltéis.

      —Que Dios os lo premie. Allí estaremos —replicó mi madre agradecida.

      —Hágase la voluntad del Eterno —se despidieron, y Naomi besó mis mejillas, y percibí la tersura intacta de su piel y el perfume de su largo cabello.

      Yo deseaba estar cerca de ella, y mi familia olvidar los adversos sucesos vividos.

      Tras la pausa por el óbito de mi padre, retomé mis estudios en la escuela del templo, donde mi maestro Gamaliel entonó un hadish, recordando la bondadosa piedad que atesoraba y el celo sacerdotal que demostró Fazael en su labor, y que agradecí en el alma. Había pasado días espantosos, pero mi ánimo se había templado. Llegué a sentir miedo, incluso terror por vernos desvalidos de repente, pero la firmeza de mi tío y de mi madre habían restañado la grieta abierta en el hogar de los Eleazar.

      Una de aquellas mañanas, bajo el tibio sol del invierno jerosolimitano, agotadas mis últimas clases del templo, me dirigí como cada mediodía a mi casa, con la bolsa repleta de papiros, tablillas y cálamos. Avanzaba despacio por una estrecha callejuela en pendiente, cuando se puso a mi lado el joven Saulos, el alumno que había conocido en el palacio de los