Ancor. Guillermo A. Cabrera Moya

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Название Ancor
Автор произведения Guillermo A. Cabrera Moya
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788494999406



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arrastraba a Ancor, por lo que asiduamente lo castigaban sin él haber hecho nada.

      Cierto día, los dos niños estaban entrenándose en su juego favorito, «El tiro de la Bimba», que consistía en que los dos contrincantes se colocaban sobre dos montículos y se arrojaban piedras alternativamente intentando esquivar o parar la que le lanzaba el contrario, por lo que en más de una ocasión la herida o el chichón en la cabeza estaba garantizado.

      —Cuando tires, hazlo por encima de mi cabeza con mucha fuerza, que yo la dejaré pasar —dijo Bentor.

      —Pero el juego no es así. Tengo que intentar darte, y si lo hago como tú dices, es probable que le dé al viejo Acorán.

      —Ya lo sé, por eso lo digo; además, no me discutas y hazlo.

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      Ancor, haciendo caso a lo que Bentor le decía, sin pensarlo dos veces lanzó todo lo fuerte y alto que pudo y, tal y como se lo imaginaba, la piedra alcanzó en la cabeza a Acorán, que cayó al suelo desplomado.

      Rápidamente se formó un corrillo alrededor del anciano, que yacía en el suelo desmayado y con una brecha abierta en la frente. Todos miraron y señalaron a los niños, que en seguida fueron agarrados por dos de los guerreros de Bencomo que estaban allí cerca.

      El viejo Acorán fue atendido por una de las mujeres. Ésta sacó de una bolsa de piel de cabra que llevaba colgando una pequeña vejiga de animal que, a modo de botella, guardaba una especie de jugo blanco y amargo extraído de exprimir las hojas del cardón. Tenía un olor nauseabundo y era utilizado para despertar a los que permanecían dormidos. El fuertísimo y apestoso olor hizo que en un momento Acorán se recuperara de su letargo. La herida de la cabeza fue vendada y los dos muchachos llevados ante la presencia del Tagoror, donde serían juzgados y probablemente reprendidos y castigados, ya que sus travesuras se iban haciendo cada vez más frecuentes.

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      El enfado de Bencomo con su hijo y Ancor era más que evidente.

      —¡Pero cómo se les ha ocurrido semejante idea! —gritaba el Mencey mientras los chicos lo miraban y bajaban la cabeza en señal de respeto y culpabilidad—. ¿Es que se han vuelto locos? ¿Cómo puede hacer estas cosas mi propio hijo? ¿A quién se le ha ocurrido tremendo disparate?

      Inmediatamente Ancor, que sabía que su deber era proteger a su amigo, se arrodilló y dijo:

      —Perdóname, Mencey. He sido yo. La idea ha sido mía.

      Tanto Bentor como Bencomo miraron asombrados al muchacho. El uno porque no esperaba esa rápida respuesta de su amigo y el otro porque, sabiendo que había sido idea de su hijo, le sorprendió la lealtad de Ancor.

      —Ésta será la última travesura que hacen. Cada uno se irá a su casa y esperará a que se reúna el Tagoror para imponerles un castigo.

      Esa misma tarde el Tagoror se reunió, a la entrada de la vivienda de Bencomo. El lugar preparado al efecto era un terreno circular, delimitado por piedras que hacían la función de asientos, destacando entre ellas una más elevada destinada al Mencey.

      Todos los ancianos estaban allí, incluido el propio Acorán, todavía dolorido y presentando un gran chichón en la frente.

      —Sabemos lo que ha ocurrido —comenzó diciendo Bencomo—. No importa que se trate de mi hijo y su mejor amigo. Todo lo contrario, creo que ha llegado el momento de que comience a portarse como el futuro Mencey y eso debe significar respeto a los demás y disciplina. Hablen, quiero escuchar sus opiniones.

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      —Las acciones llevadas a cabo por tu hijo y Ancor han sido muchas y muy variadas y todas ellas nos han producido algún problema: en una ocasión, rompieron las tabaibas del camino, en otra arrojaron la leche recién ordeñada al suelo, han roto varias vasijas, se han reído de los mayores... y ahora esto. —Acorán se levantó el vendaje y enseñó el chichón—. Ya está bien, ¡deben ser castigados!

      El resto de los mayores asentían y cuchicheaban entre ellos.

      En ese momento Tigayga, que era el capitán o Sigoñé de Bencomo, alzó su mano para pedir la palabra y todos callaron.

      —Mañana al amanecer parto con ocho guerreros más allá de nuestros límites a recoger el ganado que se encuentre libre en las grandes zonas de pastos. Los dos muchachos podrían venir conmigo y así comenzar su adiestramiento a la vez que me servirían para cargar nuestras cosas.

      La idea fue muy bien aceptada por todos, pues conocían que el camino y la aventura de recoger y marcar guanil o ganado que se encontraba en libertad y que campaba salvaje, en las partes altas, era muy difícil y no libre de peligros, lo que sin duda supondría una gran lección para los muchachos, y más aún si era al lado del gran Sigoñé, conocido por su dureza en impartir disciplina entre sus hombres.

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